CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
El 19 de marzo, en España, es un día de «doble celebración». Por un lado, es el tradicional Día del Padre, una fecha en la que muchos hombres disfrutan del cariño de sus hijos y de un reconocimiento social que celebra la figura paterna. Pero, por otro lado, para cientos de miles, incluso millones de padres separados o divorciados, este día se transforma en un recordatorio amargo de un sistema que, los margina, criminaliza y les niega el derecho a ejercer la paternidad de forma plena.
Cada año, mientras algunas familias se reúnen para festejar, hay papás que no tendrán nada que celebrar. La razón es una justicia que en lo que respecta a las familisa se muestra lenta, costosa, arbitraria y, sobre todo, profundamente desigual. En este escenario, el Día del Padre se convierte en una fecha para reflexionar sobre aquellos “grandes olvidados” en el entramado legal español.
Detrás de los festejos se esconde la realidad de miles de hombres que, tras la ruptura matrimonial, ven disminuida su participación en la vida de sus hijos. Estos padres, que muchas veces quieren continuar educando, cuidando y amando a sus pequeños, se enfrentan a un sistema que los trata como si ya fueran culpables de haber cometido un supuesto «pecado», obligándolos a superar una interminable serie de obstáculos para acceder a lo que, en principio, es su derecho fundamental.
La “presunción de culpabilidad” impregna las normas legales españolas relativas a la custodia y a la ruptura del vínculo matrimonial. Desde el inicio del proceso de divorcio, los padres varones son vistos con sospecha, como si ya hubieran cometido alguna falta, obligándolos a demostrar su inocencia en lugar de gozar de la presunción de inocencia que garantiza la Constitución Española de 1978…
El sistema legal, que en teoría debe proteger la igualdad ante la ley, inclina generalmente la balanza en favor de la madre. La dificultad se agrava para aquellos que desean optar por la custodia compartida, pues, pese a ser una opción que beneficia a los menores, se convierte en un camino plagado de trabas burocráticas y prejuicios. Cualquier intento de implicarse activamente en la vida de los hijos es interpretado como un acto sospechoso, mientras que la falta de colaboración o la inhibición del padre en la crianza y la educación de los hijos tras el divorcio, se premia con la custodia exclusiva materna.
Existen casos que han sorprendido incluso a los más escépticos. Se han dictado sentencias en las que se obliga a un hombre a mantener a un menor del que se ha demostrado que no es el padre biológico o en las que la nueva esposa es instada a pagar pensión de manutención por hijos de relaciones anteriores, pese a no existir vínculo alguno. Estas decisiones, calificadas de “disparatadas” por sus detractores, son el reflejo de un sistema que, según ellos, aplica criterios de justicia que rozan lo arbitrario.
Además, instituciones como los “Equipos Técnicos Psicosociales” y los “puntos de encuentro familiar” –lugares donde se vigila y se evalúa el vínculo entre padres e hijos– han sido objeto de críticas. La falta de protocolos claros y garantías legales en estas intervenciones refuerza la sensación de que, en los procesos de separación, el padre queda sometido a una vigilancia constante y, en muchos casos, injustificada.
Las consecuencias de este modelo judicial no son solo legales, sino profundamente sociales y emocionales. Para muchos padres, el proceso de divorcio se convierte en una experiencia traumática que conlleva la pérdida del hogar, la reducción drástica de la relación con sus hijos y, en algunos casos, consecuencias tan extremas como el incremento de las tasas de suicidio y la aparición de conductas autodestructivas.
La sensación de injusticia y el sentimiento de ser tratado como un delincuente, aun sin haber cometido ninguna infracción, generan un impacto emocional que se extiende a lo largo de los años. El estigma social y la marginación que sufren estos padres no solo afectan su salud mental, sino que también tienen repercusiones en la calidad de la relación con sus hijos, creando una brecha difícil de salvar en términos afectivos.
En medio de este panorama adverso, se vislumbran señales de cambio. Durante décadas, la custodia se adjudicaba de forma casi automática a las madres… Sin embargo, los datos recientes muestran una evolución: la custodia compartida ha alcanzado cifras históricas que, en algunos casos, superan a la custodia materna exclusiva.
Esta transformación responde a un reconocimiento, tanto social como judicial, de que mantener un vínculo equilibrado con ambos progenitores es fundamental para el desarrollo emocional y psicológico de los menores. Aun así, la transición hacia un modelo más equitativo choca contra décadas de prácticas arraigadas y prejuicios institucionales que aún enturbian el debate sobre la verdadera implicación de los padres en la crianza y la educación de sus hijos tras la ruptura matrimonial.
Ante este escenario, la exigencia es clara: se necesita un divorcio y un sistema de custodia que no determinen ganadores y perdedores, sino que promuevan la igualdad de derechos y deberes para ambos progenitores. La implantación de la mediación y la orientación familiar se presenta como una vía para resolver los conflictos de manera consensuada, reduciendo la confrontación y, por ende, los daños colaterales para los menores.
Las reformas legales urgentes pasarían por:
La transformación del marco legal y la promoción de una cultura de corresponsabilidad parental son esenciales para que en los tribunales los asuntos de familia dejen de ser sinónimo de confrontación y estigmatización.
El Día del Padre del 19 de marzo, para muchos, deja un sabor amargo. Lejos de ser una celebración de la paternidad plena y compartida, se ha convertido en un día par recordar la lucha de muchos padres contra un sistema judicial que los castiga por el mero hecho de querer ejercer de padres y mantener un vínculo afectivo con sus hijos tras el divorcio.
El camino hacia una justicia familiar más equitativa pasa por reconocer que la verdadera protección de los menores se alcanza cuando ambos progenitores participan activamente en su crianza, sin que ninguno de los dos sea considerado culpable de antemano. Es hora de derribar prejuicios, de reformar leyes obsoletas y de construir un modelo que, lejos de dividir, sume esfuerzos en beneficio de toda la familia.
La sociedad exige un divorcio sin ganadores ni perdedores, un modelo que respete la igualdad de derechos y que, sobre todo, coloque el bienestar de los hijos en el centro de las decisiones. Solo así se podrá transformar el 19 de marzo en un día que celebre la paternidad en todas sus formas, sin dejar a ningún padre atrás.
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