La destrucción de la enseñanza obligatoria
Carlos Martínez Gorriarán
Nota aclaratoria, imprescindible, de la Redacción de VOZ IBÉRICA:
Pese a que se haya generalizado el uso de la palabra “educar” como sinónimo de “enseñar”, en realidad no significan lo mismo.
Enseñar: consiste en comunicar, exponer a los estudiantes de manera clara unos conocimientos, habilidades, ideas o experiencias que ellos no poseen, con la intención de que los comprendan y los hagan suyos para aplicarlos en un momento determinado.
Como es lógico, el docente, el enseñante, el maestro, el profesor (como mejor gusten llamarlo) debe tener un dominio del asunto que vaya a exponer a sus estudiantes; debe manejar técnicas o estrategias de enseñanza que faciliten el aprendizaje de los estudiantes dentro del aula.
Obviamente, enseñar es sinónimo de instruir, y por supuesto, solo puede instruir quien sabe, y sobre todo aquella persona a la que se le reconocen saberes, autoridad y ante quienes los alumnos están dispuestos a dejarse enseñar.
Por el contrario, educar es formar ideas y creencias, inculcar valores; y como consecuencia, educar es algo que compete a la familia, y que por supuesto nunca ha de ser considerado exclusivo de la escuela, en todo caso los centros de estudio se debe reforzar lo “sembrado” en la familia. Debe ser en la familia donde se inculquen esos valores para que perduren para siempre.
El objetivo de la enseñanza debe ser que los jóvenes aprendan a usar sus mentes: a usar su capacidad de pensar y razonar. Una enseñanza-instrucción adecuada les debe dar a los estudiantes el conocimiento de los hechos, y más importante, les debe enseñar cómo adquirir conocimiento de nuevos hechos para vivir y conseguir afianzar valores.
La enseñanza pública en España adoctrina, inculca conformidad social y obediencia, no independencia.
Frente a la actitud de todos los gobiernos habidos y por haber (y ésta es la razón de que no haya habido en España ninguna ley reguladora de la enseñanza institucionalizada que haya perdurado más allá de lo que dura una legislatura) de adoctrinar a las futuras generaciones para asegurarse su voto; lo único que permite a los padres dotar, proveer suficientemente a sus hijos para que puedan funcionar eficazmente en el mundo es que el Estado, los diversos gobiernos no se entrometan en nada que concierna a la educación; pues, cuando lo hace viola los derechos de los padres y de los hijos.
El único objetivo de la enseñanza, de la instrucción pública debe ser que el estudiante aprenda cómo vivir su vida, desarrollando su mente y dándole los medios para que sepa hacerle frente a la realidad. Me dirá más de uno que lea estas líneas que los niños y adolescentes de hoy día, de este principio de siglo son educados por la televisión, la radio, la música, la comunicación informática, los juegos electrónicos y sus grupos de amigos en la barra, la discoteca o la calle; y que cuando permanecen en casa, el teléfono y más recientemente los chats, complementan la tarea. ¡Más a mi favor para insistir en que el Estados, los gobiernos deben entrometerse lo menos posible, por no decir nada!
Si acaso algo hay necesario, es procurarles a los padres, y sobre todo a los más jóvenes, una formación de base que les permita acompañar a sus hijos hasta la adultez. Cada día que pasa es más urgente prestar ayuda pública a quienes desean fundar un hogar y tener hijos, para que lo hagan en las mejores condiciones posibles. Porque a ser padres se aprende, no es suficiente con lo que hemos recibido de nuestros progenitores.
Después de esta digresión, a nuestro parecer imprescindible, pasemos al texto de Carlos Martínez Gorriarán, de lectura obligatoria y que no tiene desperdicio, ahí va:
La destrucción de la educación obligatoria
Imagina una ley que prohibiera alimentar a la infancia con las mejores frutas, legumbres y verduras, hidratos de carbono, lácteos y proteínas animales para obligarles a una dieta de chuches y productos ultraprocesados como carne artificial y palitos de restos indigestos de pescado. Pues esta es la pretensión de la última reforma educativa socialista, la llamada Ley Celáa. En un país ilustrado habría sido un verdadero escándalo, pero España nunca lo ha sido del todo.
Sale Clara Campoamor, entra Luisa Carnés
Para que lo entiendan, veamos lo que quieren hacer con la lectura: se trata de promover “experiencias personales de lectura” -¡como si las hubiera impersonales!- con un canon de obras de autoras de tercera o cuarta, pero fuerte bizquera ideológica. El problema no es que (solo) sean autoras feministas, sino que seleccionen y promuevan autoras marginales, pero políticamente correctas: propaganda conformista en vez de crítica y conocimiento.
La carga de profundidad de la selección resuena en que se ignore a la gran feminista y autora liberal Clara Campoamor en beneficio de una escritora menor de la época, Luisa Carnés, pero comunista de pies a cabeza. Una elección típicamente soviética, dicho sea de paso. Y que sigue la misma lógica canceladora por la que en muchas carreras de filosofía los alumnos pasan de largo por Hannah Arendt, quizás la mejor pensadora del pasado siglo, pero les empapen con catequesis queer de la insignificante antinaturalista Judit Butler.
Incapaces de apreciar un plato de percebes, una pieza de buey o unas buenas lentejas, creen que no hay alternativa a la papilla ultraprocesada de restos del mercado editorial
Están promoviendo la deformación de una generación de ignorantes. La cosa viene facilitada porque demasiados docentes de secundaria y universidad ya lo son; no tienen alternativa a la transmisión al alumnado de todas sus carencias, desconocimientos y fútiles entusiasmos con baratijas ideológicas tan recicladas como el surimi de pescado. Si hay diseñadores de currículos educativos convencidos de que los niños deben ser protegidos de la literatura clásica y entregados a la protección de los cómics feministas iraníes, es porque ellos mismos son incapaces de extraer nada positivo ni satisfactorio de la lectura de Homero, Cervantes o Kafka.
Incapaces de apreciar un plato de percebes, una pieza de buey o unas buenas lentejas, creen que no hay alternativa a la papilla ultraprocesada de restos del mercado editorial. Lo monstruoso es que, efectivamente, creen proteger a los niños y niñas impidiéndoles leer el Lazarillo de Tormes o aprender a calcular raíces cuadradas por sí mismos, avance saludado por la siniestra Ángela Rodríguez alias Pam. Gracias al fuerte sesgo ideológico reaccionario e izquierdista de los principales fabricantes de textos escolares, los currículos se han entregado a los más incapaces y sectarios, siguiendo la regla de hierro de la ineptocracia: seleccionar lo peor para multiplicar fracaso y fiasco.
Seguirá habiendo buenos centros educativos y buenos docentes y, gracias a la revolución digital, el acceso a la alta cultura será más fácil y abierto que nunca, pero carente de sentido
La situación es comparable a la caída de la universidad española tras la edad de oro de la Escuela de Salamanca, cuando se seguían enseñando indigestos refritos escolásticos de tercera o cuarta mano, como si fuera conocimiento actualizado de primera e ignorando a conciencia todo avance científico y humanístico (los avances eran a menudo de acceso restringido vigilado por la Iglesia). No era el único país así, pero mientras otros como Alemania, Francia o Escocia reaccionaban al impulso de la Ilustración, en España se rectificó cuando no hubo más remedio; así, Unamuno aceptó el rectorado de Salamanca cuando la histórica universidad había estado a punto de cerrarse por falta de estudiantes y catedráticos.
La educación de calidad no va a desaparecer, simplemente va a ser marginada de la obligatoria mayoritaria. Seguirá habiendo buenos centros educativos y buenos docentes y, gracias a la revolución digital, el acceso a la alta cultura será más fácil y abierto que nunca, pero carente de sentido para quien no disponga del arsenal crítico necesario para distinguir, pongamos por caso de moda, la meteorología científica de las simpáticas cabañuelas y témporas de nuestros tatarabuelos (y por lo visto, es una carencia muy extendida en los medios de comunicación).
No, el problema es que la buena educación está siendo expulsada de la educación pública a golpe de ley educativa, cada una peor que la anterior, todas presididas por la contumacia en el error y el rechazo a aprender de la experiencia, sustituyendo la evaluación de resultados por la manipulación estadística del aprobado generalizado. El mantenimiento inalterable de la falacia del aprender a aprender, agazapado en expresiones estúpidas como “experiencia personal de lectura” o el desprecio de las raíces cuadradas, blanquea el hecho atroz de que si no se aprende a leer, escribir y calcular en el tiempo adecuado resultará muy difícil recuperar la oportunidad perdida, tan difícil como convertir en atleta a alguien encerrado en un armario durante los años críticos de su desarrollo. Esfuerzos como el inmenso fondo digital de libre acceso de la Biblioteca Nacional carecen de sentido para quienes no saben leer ni aprecian la lectura como experiencia de placer ni de aumento de saberes.
Adoptan medidas de prohibición del móvil en el aula y retirada del aparataje digital excesivo, en beneficio del libro, los conocimientos, la discusión oral
Esta destrucción de la educación clásica está abriendo una brecha social muy profunda entre quienes sí tienen acceso a una educación decente, con buena formación en conocimientos, valores y hábitos, y el resto, arrojado a un futuro de precariedad proletaria en la sociedad y economía del conocimiento, que son la gran mayoría.
Si la Ilustración insistió tanto en la importancia de la educación era por su firme creencia en que era imposible una sociedad de ciudadanos libres e iguales con una brecha educativa excesiva. Es cierto que el optimismo ilustrado sobre las virtudes de la educación se ha revelado excesivo, pero también que no hay alternativa para una sociedad decente, no excesivamente desigual ni demasiado alienada por creencias dañinas.
En Asia oriental, herederos del confucianismo que venera la buena educación, resolvieron el problema ignorando a conciencia las peores tonterías occidentales del construccionismo pedagógico. Y en Europa, los países que fueron en su momento pioneros de la tecnocracia educativa recogen velas y adoptan medidas de prohibición del móvil en el aula y retirada del aparataje digital excesivo, en beneficio del libro, los conocimientos, la discusión oral con reglas y el folio en blanco escrito a mano. No es un capricho, es la experiencia de 2.500 años de escuela exitosa y 50 años de desorientada.
No ocurre así en España, que asiste impertérrita o impotente a la Contrailustración educativa en marcha, a medida de la izquierda reaccionaria y del separatismo, enemigos naturales de cualquier proyecto ilustrado y liberal. Es parte estratégica del proceso de desmantelamiento de la democracia en que nos está sumiendo el sanchismo. Tenía que decirlo.