En esta España nuestra, en la que predominan los analfabetos, mediocres y malvados el mayor pecado que uno puede cometer es tener la osadía de cambiar de opinión y no ser un loro repetidor de eslóganes.

Decía un tal Aristóteles hace dos milenios y medio que «el ser humano es un Ser Social por naturaleza.

Y añade el filósofo estagirita que, una de las pruebas de tal característica es que, mientras los animales emiten «voces» mediante las que emiten sensaciones, los únicos que somos capaces de hablar somos los humanos. Los humanos poseemos la capacidad de la «sociabilidad» porque poseemos el lenguaje (la palabra) que nos permite expresar y compartir lo que es justo e injusto, es decir, poseemos una Ética. Los animales sólo tienen «voz» para expresar dolor y placer.

La palabra, el lenguaje, nos permite expresar y compartir ideas acerca de lo bueno y lo malo, ideas acerca del comportamiento humano. Somos los únicos que tenemos el sentido de lo justo y de lo injusto y la posibilidad de expresarlo mediante palabras. Es la posibilidad de compartir en comunidad nuestras ideas acerca de lo que es justo y lo que es injusto, lo que hace posible que se cree una sociedad.

En el origen de cualquier sociedad están esas ideas comunes sobre la justicia que expresamos a través de la palabra. Vivir en sociedad es lo que da sentido al ser humano y lo que le posibilita alcanzar una buena vida, alcanzar la felicidad.

Una comunidad, una sociedad civilizada se define por las leyes que la rigen, por su idea de la justicia, justicia que deriva de sus ciudadanos.

Aristóteles también añade que una sociedad civilizada en la que los ciudadanos aspiran a una buena vida, deben ser, o tender al menos, a ser personas virtuosas (virtud que sólo se consigue mediante el entrenamiento, una buena educación, la única manera de que acabe convirtiéndose en hábito, en costumbre, pues no se olvide que los humanos no nacemos virtuosos). Igualmente, Aristóteles nos dice que los buenos gobernantes son los que buscan el bien común, el interés general frente a los intereses particulares y de grupo (amigos, parientes, allegados en general) y, obviamente también han de ser virtuosos.

De todo ello se deriva que un buen ciudadano, virtuoso, que aspire a tener una buena vida, alcanzar un estado de felicidad, está obligado moralmente a participar en política, en el gobierno de la comunidad, o como poco interesarse en lo que concierne a todos y participar en la elección de los gobernantes; para lo cual, está obligado éticamente a estar bien formado e informado, y por supuesto a no inhibirse, a mirar para otro lado, a hacer como que las cuestiones sociales no van con él…

Pues bien, posiblemente yo soy un tipo raro y desde muy temprana edad siempre he tenido un compromiso ético, social, y me he sentido inclinado a organizarme y buscar la manera de implicarme en, como poco, hacer el entorno más cercano algo más «humano». Eso me ha llevado a participar en asociaciones de todo tipo, políticas, sindicales, culturales; a probar los diversos «menús» ideológicos existentes o de los que he tenido noticias. Unos más anarquizantes que otros, otros más intervencionistas, unos más o menos autoritarios, otros todo lo contrario… Reconozco que, desde mi adolescencia, o quizá ante, yo fui un iluso e incauto que creí que el mundo podía cambiar, que era mejorable y que había fórmulas casi mágicas y que bastaba con que hubiera gente de buena voluntad que las llevara a la práctica.

Entonces yo no tenía en cuenta que el camino del infierno está empedrado, asfaltado, de buenas intenciones y que, las mayores desgracias que ha sufrido la humanidad han venido generalmente de gente que ha tratado de imponer, «por nuestro bien», su bondad extrema… Siempre, siempre, siempre, quienes han pretendido tal cosa han acabado creando un infierno, más o menos duradero, en el que estaba ausente la libertad, tanto de acción como de pensamiento, todos ellos pretendían crear un hombre nuevo y una mujer nueva, un mundo -distópico- feliz al estilo de la novela de Aldous Huxley, o de la también distopía de George Orwell, «1984», o «Rebelión en la granja» del mismo autor…

Finalmente, hace por supuesto ya muchos años, el abajo firmante llegó a la conclusión de que, como decía un tal Marco Aurelio, uno sólo puede controlar y hacerse responsable de sus actos y del resultado de los mismos y que por mucho que uno lo intente, el mundo no se deja cambiar. Y, además, como dice el principal personaje de la serie de televisión «El Doctor House» todo el mundo miente (y se miente y autoengaña) y nadie está dispuesto a cambiar…

El caso es que, una vez probados todos los «menús» ideológicos a mi alcance, estoy convencido, en primer lugar, de que las ideologías son un lastre, una de las peligrosas armas de las que utilizan los malvados y mediocres, los capos, oligarcas y caciques de las agrupaciones mafiosas que se hacen llamar partidos políticos, pertenecientes a una casta extractiva cuyo único objetivo es vivir de nuestros impuestos, parasitar a nuestra costa.

Sí, lo confieso, reconozco que yo también fui un capullo en mis tiempos mozos… ahora que peino canas y tengo casi setenta años, debo reconocer que yo también he participado de aquello que muchos han afirmado a lo largo de los tiempos: «quien cuando joven no es revolucionario, colectivista, o socialista, o algo parecido es que no es joven y no tiene corazón… pero quien siendo adulto no es de derechas es que no tiene cerebro, o ha renunciado a usarlo».

Claro que, para madurar, convertirse en adulto, hay que tener la valentía y la humildad de estar dispuesto a cambiar de opinión. Ésta es la única manera de aprender, de seguir haciéndolo durante todo el tiempo que uno esté en este mundo; pues como decía un sabio de nombre Luis Eduardo Aute, «el pensamiento no puede tomar asiento, tiene que estar siempre de paso, de paso, de paso».

Y… pues eso, que en este país de mediocres, malvados y analfabetos que, desgraciadamente son los que acaban eligiendo al presidente del gobierno, y a los legisladores, y estos a su vez a los que controlan los restantes poderes, y controlan los medios de información, creadores de opinión y manipulación de masas, si a alguien se le ocurre cambiar de opinión, tener opinión propia, tener la osadía de expresarla, etcétera corre el riesgo de sufrir la triste suerte de «la oveja negra» del cuento de Augusto Monterroso.

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