LOS ESTADOS UNIDOS EN LA CONFERENCIA DE POSTDAM (17 DE JULIO A 2 DE AGOSTO DE 1945) II Parte
Por David de Caixal : Historiador Militar. Director del Área de Seguridad y Defensa de INISEG. Director del Máster de Historia Militar de INISEG / Universidad Pegaso. Director del Grupo de Investigación del CIIA (Centro Internacional de Investigación Avanzada en Seguridad y Defensa de INISEG-Universidad Pegaso. Membership in support of the AUSA (Association of the United States Army) Miembro asesor de la Sección de Derecho Militar y Seguridad del ICAM (Ilustre Colegio de Abogados de Madrid). Miembro del Grupo de Investigación de INISEG y “The University and Agency Partnership Program » (UAPP) proyecto universitario para la difusión de la Cultura de la Defensa de Estados Unidos.
En la Alemania ocupada, Estados Unidos y la Unión Soviética acordaron zonas de ocupación y un esquema indicativo para el control por las cuatro potencias incluidas Francia y Gran Bretaña. En la Conferencia de Potsdam que comenzó a finales de julio de 1945, los Aliados se reunieron para decidir cómo administrar a la Alemania nazi derrotada, que había aceptado rendirse de manera incondicional nueve semanas antes el 7 y 8 de mayo de 1945, día VE (día de la Victoria en Europa). Importantes diferencias surgieron en torno al desarrollo futuro de Alemania y de Europa del Este. En Postdam, Estados Unidos estaba representado por un nuevo presidente, Harry S. Truman, quién el 12 de abril se hizo cargo del gobierno luego de la muerte de Roosevelt. Truman desconocía los planes de Roosevelt para la postguerra en relación a la Unión Soviética, y en general estaba desinformado sobre temas de política exterior y militares. Por lo tanto el nuevo presidente, inicialmente dependía de un grupo de asesores (que incluía al embajador ante la Unión Soviética Averell Harriman[1], el secretario de guerra Henry L. Stimson[2] y el secretario de estado de Truman, James F. Byrnes[3]). Este grupo tendía a tomar una posición más dura hacia Moscú que la que había tenido Roosevelt. Aquellos miembros del gobierno que favorecían la cooperación con la Unión Soviética y la incorporación de las economías socialistas en un sistema mundial de libre comercio fueron marginados. Gran Bretaña estaba representada por un nuevo primer ministro, Clement Attlee, que había reemplazado a Churchill luego que el Partido Laborista venciera a los Conservadores en la elección general de 1945. Una semana después de que finalizara la Conferencia de Potsdam, los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki incrementaron la desconfianza soviética con respecto a Estados Unidos, cuando poco después de los ataques, Stalin protestó ante personal del gobierno norteamericano cuando Truman dejó a los soviéticos casi sin influencia real sobre el Japón ocupado. La terminación abrupta de los envíos de material de guerra desde Estados Unidos a la URSS luego de la rendición de Alemania también molestó a algunos políticos en Moscú, quienes interpretaban que Estados Unidos no tenía intenciones de apoyar a la URSS más allá de lo estrictamente imprescindible. Los acuerdos de la Conferencia de Yalta, a la que concurrieron el presidente norteamericano Franklin Roosevelt, el primer ministro británico Winston Churchill, y el líder soviético Joseph Stalin, fueron claves para definir el balance de poder en Europa durante el período de la postguerra. Sin embargo, hacia el final de la guerra, Stalin estimaba que eran escasas las probabilidades de un frente anglo-norteamericano contra la Unión Soviética. Al final de la guerra, Stalin supuso que el bando capitalista retomaría su rivalidad interna sobre colonias y comercio, y que recién en una fecha posterior se dedicaría a actividades expansionistas, en vez de representar una amenaza para la URSS. Stalin pensaba que Estados Unidos cedería ante la presión popular doméstica para una desmilitarización postguerra. Los asesores económicos soviéticos tales como Eugen Varga predecían que Estados Unidos recortaría sus gastos militares, y por lo tanto padecería de una crisis de sobreproducción, que culminaría en otra gran depresión. Basándose en el análisis de Varga, Stalin supuso que Estados Unidos le ofrecería a los soviéticos ayuda para la reconstrucción del país en la postguerra, dada su necesidad de encontrar un destino para sus inversiones masivas de capital y así poder mantener la producción industrial del período de la guerra que le había permitido a Estados Unidos salir de la Gran Depresión. Sin embargo, para gran sorpresa de los líderes soviéticos, los Estados Unidos no sufrieron una crisis severa de sobreproducción en la postguerra. En contra de lo que Stalin había supuesto, las inversiones de capital en la industria continuaron manteniendo aproximadamente los mismos niveles de gasto gubernamental. En Estados Unidos, fue difícil regresar a la economía anterior a la guerra. Si bien la cantidad de tropas en Estados Unidos se redujo a una pequeña fracción de la cantidad existente durante la guerra, no se eliminó el complejo militar-industrial norteamericano que fue creado durante la Segunda Guerra Mundial. Existían fuertes presiones para «regresar a la normalidad».
El Congreso quería regresar a presupuestos pequeños y equilibrados, y las familias pedían que los soldados regresaran a sus hogares. La principal preocupación del gobierno de Truman era el bajón postguerra, y la siguiente eran las consecuencias inflacionarias de un incremento en la demanda de bienes y servicios. La G.I. Bill, aprobada en 1944, fue una respuesta a este problema: subsidiar a los veteranos para que completaran su educación en vez de inundar el mercado laboral y probablemente disparar la tasa de desempleo. Finalmente, el gobierno de postguerra de Estados Unidos guardaba un gran parecido con el gobierno en tiempos de la guerra, con grandes gastos en las fuerzas armadas —junto con las industrias militares y de seguridad. El bajón capitalista postguerra predicho por Stalin fue evitado mediante la gestión doméstica del gobierno, combinada con el éxito en promover el comercio internacional y las relaciones monetarias. Había diferencias fundamentales entre las visiones de Estados Unidos y de la Unión Soviética, entre los ideales del capitalismo y el comunismo. Estas diferencias habían sido simplificadas y refinadas en ideologías nacionales para representar dos formas de vida, cada una de ellas avalada en 1945 por desastres anteriores a la guerra. Modelos antagónicos de autarquía versus exportaciones, y de planificación estatal versus iniciativa privada, iban a servir de base para la confrontación del mundo en los años de la postguerra.
Los líderes norteamericanos siguiendo los principios de la Carta del Atlántico, tenían la esperanza de modelar el mundo posterior a la guerra abriendo los mercados mundiales al comercio internacional. Los analistas del gobierno eventualmente llegaron a la conclusión que era esencial para mantener la prosperidad en Estados Unidos, reconstruir una Europa Occidental capitalista que pudiera servir nuevamente como punto importante de referencia en el debate de los temas del mundo. La Segunda Guerra Mundial destruyó gran cantidad de infraestructura y población en Eurasia de la cual prácticamente no se libró ningún país. Estados Unidos fue la única potencia industrial del mundo que emergió intacta, y hasta revitalizada desde un punto de vista económico. Como la mayor potencia industrial de mundo, y como uno de los pocos países físicamente intactos por la guerra, los Estados Unidos se beneficiarían de abrir todo el mundo al libre comercio. Estados Unidos tendría un mercado global para sus exportaciones, y tendría acceso irrestricto a materias primas vitales. Determinados a evitar otra catástrofe económica como la de la década de 1930, los líderes de Estados Unidos consideraban que el establecimiento del orden de postguerra era una forma de asegurar la prosperidad de Estados Unidos. Dicha Europa necesitaba de una Alemania sana. Estados Unidos en la postguerra era una potencia económica que producía el 50% de la producción mundial de bienes industriales y un poderío militar sin rival con un monopolio de la nueva bomba atómica. También era preciso desarrollar nuevas agencias internacionales: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que fueron creados para asegurar una economía abierta, capitalista e internacional. La Unión Soviética decidió no formar parte de los mismos.
La visión norteamericana del mundo de la postguerra chocaba con los objetivos de los líderes soviéticos, quienes, también estaban motivados a definir la Europa de la postguerra. Desde 1924 la Unión Soviética, había asignado una mayor prioridad a su propia seguridad y desarrollo interno que a la visión de Leon Trotsky de una revolución mundial. Por lo tanto, antes de la guerra Stalin había sido proclive a establecer relaciones con gobiernos no comunistas que reconocieran la dominación soviética sobre su zona de influencia y ofrecer tratados de no agresión. Luego de la guerra, Stalin buscó asegurar la frontera occidental de la Unión Soviética instalando una serie de regímenes dominados por el comunismo bajo influencia soviética en los países fronterizos. Durante y en los años inmediatamente posteriores a la guerra, la Unión Soviética anexó varios países con el estatus de Repúblicas Socialistas Soviéticas (RSS) a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Muchos de ellos eran países que originalmente le habían sido cedidos por la Alemania Nazi en el pacto Molotov-Ribbentrop, antes de que Alemania invadiera la Unión Soviética. Posteriormente la Unión Soviética anexó los territorios del este de Polonia (incorporados en dos RSSs diferentes), Letonia (que pasó a ser la RSS de Letonia), Estonia (que pasó a ser la RSS de Estonia), Lituania (que pasó a ser la RSS de Lituania), parte este de Finlandia (RSS Carelo-Finesa, y anexada a la RSS de Rusia) y el norte de Rumania (que pasó a ser la RSS de Moldavia). Otros estados fueron convertidos en estados satélites soviéticos, tales como Alemania Oriental, la República Popular de Polonia, la República Popular de Hungría, la República Socialista de Checoslovaquia, la República Popular de Rumania y la República Popular de Albania, que en la década de 1960 se alejó de Unión Soviética y se alineó con la República Popular de China. La característica distintiva del comunismo estalinista que se implementó en los estados del Bloque del Este fue la simbiosis del estado con la sociedad y la economía, lo que produjo que la política y la economía dejaran de ser esferas autónomas y distinguibles. Inicialmente, Stalin impuso sistemas que rechazaban las características institucionales Occidentales de economía de mercado, gobierno democrático (denominado «democracia burguesa” en la jerga soviética) y el imperio de la ley subduing discretional intervention by the state. Ellos eran comunistas desde un punto de vista económico y dependían de la Unión Soviética para abastecerse de una gran cantidad de materiales. Durante los primeros cinco años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se produjo una emigración masiva desde estos estados hacia el occidente, las restricciones que se implementaron posteriormente detuvieron en gran medida la emigración del Este al Oeste, excepto aquella realizada bajo acuerdos bilaterales limitados.
Los resultados de Potsdam
Al final, cada parte ejerció un veto en todos los asuntos en los que tenía capacidad para hacerlo. Estados Unidos y Gran Bretaña se negaron a aceptar la exigencia de Stalin de 20.000 millones de dólares en reparaciones por parte de Alemania (de los que la mitad iría a la Unión Soviética) o a poner a disposición para dicho propósito las ventajas de sus zonas de ocupación. Por otro lado, Stalin siguió reforzando la posición de los partidos comunistas en toda Europa del Este, además de utilizar la ambigüedad en el acuerdo de Yalta en relación a los ríos Oder y Neisse para desplazar hacia el Oeste las fronteras de Polonia. En Yalta se había decidido que los ríos servirían de demarcación entre Polonia y Alemania, aunque nadie pareció darse cuenta de que en realidad había dos ríos llamados “Neisse”. Churchill había entendido que la frontera sería el río más oriental. Pero, en Potsdam, Stalin reveló que había asignado a Polonia la zona entre los ríos Neisse oriental y Neisse occidental. Evidentemente, había calculado que la enemistad entre Alemania y Polonia se volvería irresoluble si ésta adquiría territorios históricamente alemanes, incluida la antigua ciudad alemana de Breslau, actual Vroclaw, y expulsaba a otros cinco millones de alemanes. Los líderes norteamericanos y británicos aceptaron el hecho consumado de Stalin con la salvedad de que se reservarían su postura definitiva sobre la cuestión de las fronteras hasta la conferencia de paz. Esta reserva, sin embargo, no hacía sino aumentar la dependencia de Polonia de la Unión Soviética y apenas representaba más que un gesto vano, puesto que se refería a territorios de los que ya se estaba expulsando a la población alemana.
Cuando Churchill acudió a Potsdam no gozaba de una posición especialmente privilegiada en su país. En efecto, el ritmo de la conferencia fue interrumpido trágicamente el 25 de julio de 1945, cuando la delegación británica tuvo que solicitar una pausa para volver a su país a esperar los resultados de las primeras elecciones generales desde 1935. Tras sufrir una derrota aplastante, Churchill nunca regresó a Postdam. Clement Attlee le sustituyó como nuevo primer ministro y Ernest Bevin acudió como secretario de Asuntos Exteriores.
En Potsdam se consiguió poco. Muchas de las demandas de Stalin fueron rechazadas: la base en el Bósforo, su petición de administrar algunos territorios africanos de Italia, su deseo de que las cuatro potencias controlaran el territorio del Ruhr y el reconocimiento por parte de Occidente de los gobiernos de Rumania y Bulgaria instalados por Moscú. Truman también vio frustradas algunas de sus propuestas –muy especialmente en relación con la internacionalización de la zona del Danubio–. Pero hay que decir que los tres jefes de Estado consiguieron llegar a algunos acuerdos. Se estableció el mecanismo de las cuatro potencias para tratar las cuestiones alemanas. Truman consiguió que Stalin aceptase su método de indemnizaciones: que cada potencia obtuviera sus indemnizaciones de la zona de ocupación que le correspondiese en Alemania. Se eludió la cuestión crucial de la frontera occidental de Polonia –Estados Unidos y Gran Bretaña aceptaron la línea Oder-Neisse[4] de Stalin, pero se reservaron el derecho de considerar una revisión en fechas posteriores–. Por último, Stalin prometió colaborar en el esfuerzo bélico contra Japón. En muchos puntos primó la ambigüedad y quedaron muchas cosas por hacer; como suele ocurrir cuando los jefes de Estado no consiguen llegar a un acuerdo, los asuntos espinosos se delegaron a los ministros de Asuntos Exteriores. El incidente más significativo de Potsdam estuvo relacionado con un asunto que no formaba parte del orden del día. Truman habló a solas con Stalin para informarle de la existencia de la bomba atómica. Por supuesto, Stalin ya lo sabía gracias a sus espías soviéticos; de hecho, se había enterado de su existencia antes que Truman. Dada su paranoia, consideró la revelación de Truman como un claro intento de intimidación. Optó por mostrarse impasible ante la nueva tecnología y despreciarla sin dar muestras de especial curiosidad. Truman escribió en sus memorias: “El primer ministro ruso no mostró especial interés. Lo único que dijo fue que se alegraba de saberlo y que esperaba que hiciésemos buen uso de ella contra los japoneses”. Esta seguiría siendo la táctica de los rusos en relación con las armas nucleares hasta que desarrollaron las suyas.
Más tarde, Churchill dijo que si hubiera sido reelegido, habría llevado la situación hasta sus últimas consecuencias en Potsdam y habría intentado forzar un acuerdo, pero nunca especificó lo que tenía pensado. El hecho es que la única manera de obligar a Stalin a llegar a un acuerdo era bajo coacción e, incluso en ese caso, sólo en el último momento. En efecto, el ansia de Churchill por alcanzar una solución general definía el dilema de EE UU: ningún estadista norteamericano estaba preparado para ejercer el tipo de amenaza o de presión que Churchill había imaginado y que habría exigido la psicología de Stalin. Los líderes estadounidenses todavía no se habían enfrentado a la realidad de que cuanto más tiempo se diera a Stalin para crear Estados de un solo partido en Europa del Este, más difícil sería convencerle de que cambiase de proceder. Al final de la guerra, la opinión pública norteamericana estaba harta de ella y quería por encima de todo traer a los chicos de vuelta a casa. No estaba preparada para amenazar con otro enfrentamiento, y mucho menos con una guerra nuclear, por el pluralismo político en Europa del Este o en sus fronteras. La unanimidad respecto a resistir un mayor avance del comunismo rivalizaba con el consenso que existía respecto a no correr ningún riesgo militar.
En la práctica, el resultado de Potsdam fue el principio del proceso que dividió a Europa en dos esferas de influencia, precisamente el desenlace que los dirigentes norteamericanos habían intentado evitar por todos los medios. No es de extrañar que la reunión de ministros de Asuntos Exteriores no fuese más productiva de lo que había sido la cumbre de sus superiores. Al contar con menos autoridad, tenían también menos flexibilidad. La supervivencia política y física de Molotov dependía de su estricta adhesión a las instrucciones de Stalin. La primera reunión de ministros de Asuntos Exteriores tuvo lugar en Londres, en el mes de septiembre y primeros días de octubre de 1945. Su objetivo era elaborar tratados de paz para Finlandia, Hungría, Rumania y Bulgaria, países que habían luchado en el bando alemán. Las posturas norteamericana y soviética no habían variado desde Potsdam. El secretario de Estado norteamericano, James Byrnes, exigía elecciones libres, mientras que Molotov no quería ni oír hablar de ello. Byrnes esperaba que la demostración del poder de la bomba atómica en Japón hubiera fortalecido la posición de EE UU en las negociaciones. En vez de eso, Molotov se comportó tan rebelde como siempre. Al final de la conferencia había quedado claro que la bomba atómica no había hecho que los soviéticos estuvieran más dispuestos a cooperar –al menos sin una diplomacia más amenazante–. Byrnes dijo a su predecesor, Edward R. Stettinius[5]: “Nos enfrentábamos a una nueva Rusia, completamente diferente de la Rusia con la que habíamos tratado hacía un año. Mientras nos necesitaron en la guerra y les proporcionamos provisiones mantuvimos una relación satisfactoria pero, en cuanto la contienda terminó, adoptaron una actitud y una postura agresiva sobre las cuestiones de política territorial que resultaba indefendible”.
El sueño de los “cuatro gendarmes” tardó en desaparecer. El 27 de octubre de 1945, semanas después de que fracasase la conferencia de ministros de Asuntos Exteriores, Truman pronunció un discurso en un acto de celebración del día de la Marina y combinó las cuestiones históricas de la política exterior de EE UU con una llamada a la cooperación soviético-norteamericana. Dijo que EE UU no pretendía hacerse con territorios ni bases, ni “con nada que perteneciese a otra potencia”. La política exterior norteamericana, como reflejo de los valores morales de la nación, estaba “firmemente basada en principios básicos de honradez y justicia” y en el rechazo a “pactar con el mal”. Truman siguió la tradición norteamericana de equiparar la moral personal y la nacional y prometió “no cejar en nuestros esfuerzos por trasladar la ‘regla de oro’ a los asuntos internacionales del mundo”. La importancia que dio al aspecto moral de la política exterior sirvió como preludio de otro llamamiento a la conciliación soviético-norteamericana. Afirmó que no había diferencias “desesperadas o irreconciliables” entre los aliados durante la guerra. “No hay conflictos de intereses entre las potencias victoriosas tan arraigados que no se puedan solventar”. No pudo ser. De la siguiente conferencia de ministros de Asuntos Exteriores, en diciembre de 1945, salió una especie de “concesión” soviética. Stalin recibió a Byrnes el 23 de diciembre y le propuso que las tres democracias occidentales enviasen una comisión a Rumania y Bulgaria para asesorar a estos gobiernos sobre cómo podían ampliar sus gabinetes para incluir en ellos a algunas figuras políticas democráticas. Por supuesto, el cinismo de la oferta demostró la confianza de Stalin en la influencia de los comunistas sobre sus “satélites” más que su receptividad hacia las verdades democráticas. Este era también el punto de vista de George Kennan, quien se burló de las concesiones de Stalin calificándolas de “hojas de parra de comportamiento democrático para esconder la desnudez de la dictadura estalinista”.
Sin embargo, Byrnes interpretó la iniciativa de Stalin como un reconocimiento de que el acuerdo de Yalta requería algún gesto democrático y procedió a reconocer a Bulgaria y Rumania antes de concluir los tratados de paz con estos países. Truman se sintió ofendido porque Byrnes había aceptado el compromiso sin consultarle. Aunque Truman estuvo de acuerdo con Byrnes después de dudar durante algún tiempo, aquello fue el principio de un distanciamiento entre el presidente y su secretario de Estado que conduciría a la dimisión de Byrnes ese mismo año. En 1946 hubo dos reuniones más de ministros de Asuntos Exteriores, que tuvieron lugar en París y Nueva York, en las que se completaron los tratados secundarios, pero se observó un aumento de las tensiones ya que Stalin convirtió Europa del Este en un apéndice económico y político de la Unión Soviética. El abismo cultural entre los líderes norteamericanos y soviéticos contribuyó al nacimiento de la guerra fría. Los norteamericanos encargados de las negociaciones actuaron como si la mera enumeración de sus derechos legales y morales tuviese que producir los resultados deseados. Pero Stalin necesitaba razones mucho más convincentes para cambiar su conducta. Cuando Truman hablaba de la “regla de oro”, los norteamericanos que le oían tomaban sus palabras en un sentido literal y creían verdaderamente en un mundo gobernado por normas legales. Para Stalin, las palabras de Truman eran pura verborrea, si no maliciosa, por lo menos carente de sentido. El nuevo orden internacional que tenía pensado era el paneslavismo reforzado por la ideología comunista. El comunista disidente yugoslavo Milovan Djilas recordó una conversación en la que Stalin dijo: “Si los eslavos se mantienen unidos y conservan la solidaridad, en el futuro nadie será capaz de levantar la mano. ¡Ni siquiera la mano!, repitió Stalin y recalcó su idea con un gesto de amenaza”.
La debilidad soviética
Paradójicamente, la guerra fría se vio acelerada porque Stalin en realidad era consciente de la debilidad de su país. El territorio soviético al oeste de Moscú había quedado devastado, ya que la práctica habitual de los ejércitos en retirada –primero el soviético y luego el alemán– había consistido en volar todas las chimeneas para privar a sus perseguidores de protección contra el terrible clima ruso. El número de víctimas soviéticas de la guerra (civiles incluidos) superaba los 20 millones. Además, se calcula que las bajas a causa de las purgas de Stalin –campos de prisioneros, colectivizaciones impuestas y hambrunas ocasionadas deliberadamente– ascendieron a otros 20, además de, posiblemente, otros 15 más que sobrevivieron al encarcelamiento en el gulag. A esto hay que añadir que este país devastado se encontraba de repente ante el adelanto tecnológico norteamericano de la bomba atómica. ¿Podía significar que el momento que Stalin había temido durante mucho tiempo había llegado finalmente y que el mundo capitalista sería capaz de imponer su voluntad? ¿Es que todo el sufrimiento y el esfuerzo inhumano, incluso según los criterios desmesurados y tiránicos de Rusia, no les había llevado a nada mejor que a encontrarse con una desigual ventaja capitalista?
En un alarde de valor casi imprudente, Stalin decidió fingir que la Unión Soviética actuaba movida por la fuerza, no por la debilidad. Según Stalin, las concesiones voluntarias eran una confesión de vulnerabilidad y consideraba que cualquier declaración de ese tipo generaría nuevas exigencias y presiones. Así que mantuvo su ejército en el centro de Europa, donde fue imponiendo gradualmente gobiernos títeres de los soviéticos. Fue todavía más lejos y dio una imagen de una ferocidad tan implacable que muchos pensaron que estaba listo para lanzar un ataque sobre el canal de la Mancha.
Stalin acompañó la exageración de la fuerza y la belicosidad soviéticas con un esfuerzo sistemático por subestimar el poder norteamericano, especialmente su arma más potente: la bomba atómica. El propio Stalin había marcado la pauta con su muestra de indiferencia cuando Truman le comunicó la existencia de la bomba. La propaganda comunista, apoyada por seguidores académicos bienintencionados de todo el mundo, explicaba con todo detalle la cuestión de que la llegada de las armas nucleares no había cambiado las reglas de la estrategia militar y que el bombardeo estratégico resultaría ineficaz. En 1946, Stalin expuso la doctrina oficial: “Las bombas atómicas sirven para asustar a la gente nerviosa, pero no pueden decidir el resultado de una guerra”. En las declaraciones públicas soviéticas, la afirmación de Stalin se desarrolló para abarcar una distinción entre factores de estrategia “transitorios” y “permanentes”, según la cual la bomba atómica estaba clasificada como un fenómeno transitorio. Konstantin Vershinin, mariscal de aviación, escribió en 1949: “Los belicistas exageran desmesuradamente el papel de las fuerzas aéreas (y calculan) que la población de la URSS y de las democracias populares se sentirá intimidada por la llamada guerra “atómica”.
Un líder corriente habría elegido la tregua para una sociedad agotada por la guerra y por las inhumanas exacciones que la precedieron. Pero el secretario general soviético se negó a dar a su pueblo un respiro; en efecto, pensó –es probable que acertadamente– que si alguna vez daba a la sociedad un descanso, ésta empezaría a hacer preguntas sobre los principios fundamentales del régimen comunista. En mayo de 1945, en un discurso dirigido a los comandantes del victorioso Ejército Rojo poco después del armisticio, Stalin utilizó por última vez la emotiva retórica de tiempos de guerra; se dirigió al grupo como “mis amigos, mis compatriotas” y describió las retiradas de 1941 y 1942: “Otra nación quizá habría dicho al gobierno, ‘no ha satisfecho nuestras expectativas fuera de aquí, vamos a establecer un nuevo gobierno que firme un armisticio con Alemania y nos deje descansar’. Pero el pueblo ruso no ha seguido ese camino porque tenía fe en la política de su gobierno. Gran pueblo ruso, gracias por tu confianza”. Fue el último reconocimiento de falibilidad de Stalin y la última vez que se dirigió a su pueblo como jefe de Estado. Al cabo de unos meses, Stalin recuperó su cargo de secretario general del Partido Comunista como base de su autoridad y volvió a utilizar el clásico apelativo comunista de “camaradas” para dirigirse al pueblo soviético, mientras atribuía exclusivamente al Partido Comunista el mérito de la victoria soviética.
El 9 de febrero de 1946, Stalin estableció en otro discurso las directrices del período de posguerra: “La victoria significa, en primer lugar, que el sistema social soviético ha ganado, que ha superado con éxito la prueba bajo el fuego de la guerra y ha demostrado su absoluta vitalidad; ha demostrado tener más capacidad de supervivencia y más estabilidad que un sistema social no soviético (…) El sistema social soviético es una forma de organización de la sociedad mejor que cualquiera no soviético”. Al describir las causas de la guerra, Stalin invocaba la verdadera fe comunista; decía que la razón de la contienda no había sido Hitler, sino el funcionamiento del sistema capitalista: “Nuestros marxistas declaran que el sistema capitalista de la economía mundial oculta elementos de crisis y de guerra, que el capitalismo mundial no sigue un rumbo constante y equilibrado, sino que avanza a través de crisis y catástrofes. El desarrollo irregular de los países capitalistas conduce con el tiempo a serios conflictos en sus relaciones y el grupo de países que se consideran insuficientemente provistos de materias primas y mercados de exportación intentan cambiar la situación y hacer que las cosas se vuelvan a su favor con la fuerza de las armas”.
Si el análisis de Stalin fuese correcto, no habría una diferencia esencial entre los aliados de la Unión Soviética y Hitler en la guerra contra este último. Era inevitable que, antes o después, surgiera un nuevo conflicto y lo que la Unión Soviética estaba experimentando era un armisticio, no una paz verdadera. La tarea que Stalin impuso a su país, la Unión Soviética, seguía siendo la misma que antes de la contienda: hacerse fuertes para convertir el inevitable conflicto en una guerra civil capitalista y desviarlo lejos de un ataque a la patria comunista. Los restos de cualquier perspectiva de que la paz aliviaría la carga cotidiana del pueblo soviético se habían esfumado. Se reforzó la industria pesada, la colectivización de la agricultura continuó y se aplastó a la oposición interna.
Cuando Stalin pronunció ese discurso, los ministros de Asuntos Exteriores de la alianza vencedora todavía se reunían de forma regular, las tropas norteamericanas estaban siendo retiradas de Europa y Churchill aún no había pronunciado su discurso sobre el telón de acero. Stalin volvía a establecer una política de enfrentamiento con Occidente, porque suponía que el Partido Comunista que había modelado no podría mantenerse en un entorno internacional o nacional dedicado a la coexistencia pacífica. Es posible –de hecho, creo que probable– que Stalin no pretendiera tanto establecer lo que se acabó conociendo como zona de satélites como reforzar sus bazas para un inevitable enfrentamiento diplomático decisivo. De hecho, las democracias sólo desafiaron retóricamente el control absoluto de Stalin sobre Europa del Este y nunca en una forma que supusiera riesgos que Stalin pudiera haber tomado en serio. Como resultado, la Unión Soviética fue capaz de convertir la ocupación militar en una red de satélites del régimen.
La reacción de Occidente a su propio monopolio nuclear profundizó el atolladero. Irónicamente, los científicos dedicados a evitar una guerra nuclear empezaron a cultivar la sorprendente afirmación de que las armas nucleares no alteraban la supuesta lección de la Segunda Guerra mundial: que los bombardeos estratégicos no podían ser decisivos. Al mismo tiempo, la propaganda del Kremlin sobre la ausencia de modificación del entorno estratégico estaba siendo bien recibida. La razón de que la doctrina militar estadounidense de los últimos cuarenta años coincidiera con esta visión tenía que ver con la dinámica burocrática de las fuerzas armadas norteamericanas. Al negarse a identificar ningún arma individual como decisiva, los jefes militares de EE UU hacían que sus propias organizaciones parecieran más indispensables. Así, desarrollaron un concepto que trataba las armas nucleares como un potente explosivo ligeramente más eficaz, dentro de una estrategia global basada en las experiencias de la Segunda Guerra mundial. En el período de mayor fuerza relativa de las democracias, este concepto llevó a la generalización de la valoración errónea de que la Unión Soviética era militarmente superior porque sus ejércitos tradicionales eran mayores.
Igual que en los años treinta, fue Churchill, ahora jefe de la oposición, quien trató de recordar las necesidades de las democracias. El 5 de marzo de 1946, en Fulton (Missouri), dio la alarma ante el expansionismo soviético y describió un telón de acero que había caído “desde Stettin, (actual Szczecin), en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático”. Los soviéticos habían instalado gobiernos procomunistas en todos los países que habían sido ocupados por el Ejército Rojo, así como en la zona soviética de Alemania, cuya parte más útil –Churchill no pudo contener esta observación– había sido entregada a la Unión Soviética por EE UU. Al final, esto “daría a los alemanes derrotados la capacidad de venderse al mejor postor, los soviéticos o las democracias occidentales”. Churchill sacó la conclusión de que se necesitaba una alianza entre EE UU y la Commonwealth para enfrentarse a la amenaza inmediata. La solución a largo plazo, sin embargo, era la unidad europea, “de la que ninguna nación debería verse expulsada permanentemente”. Así, Churchill, el primero y principal adversario de la Alemania de los años treinta, se convirtió en el primer y principal defensor de la reconciliación con la Alemania de los años cuarenta. Pero la preocupación central de Churchill, sin embargo, era que el tiempo no jugaba a favor de las democracias y que habría que buscar urgentemente un arreglo global: “No creo que la Rusia soviética desee la guerra; lo que quiere son los frutos de la contienda y la expansión indefinida de su poder y sus doctrinas. Pero lo que tenemos que considerar aquí y ahora, mientras todavía hay tiempo, es la prevención permanente del conflicto y el establecimiento lo más rápido posible de condiciones de libertad y democracia en todos los países. Nuestras dificultades y peligros no desaparecerán por cerrar los ojos ni esperar a ver lo que sucede, ni por desarrollar una política de apaciguamiento. Lo que se necesita es un acuerdo y cuanto más se aplace, más difícil será y mayores serán nuestros riesgos”.
Churchill tuvo razón
La razón de que haya tan pocos profetas en su tierra es que su papel es trascender los límites de la experiencia e imaginación de sus coetáneos. Logran el reconocimiento sólo cuando su visión se ha convertido en experiencia: en resumen, cuando es demasiado tarde para beneficiarse de su clarividencia. El destino de Churchill fue ser rechazado por sus compatriotas, salvo durante un breve período en que estuvo en juego su misma supervivencia. En los años treinta había urgido a su país a rearmarse, mientras sus coetáneos querían negociar; en los años cuarenta y cincuenta, defendió un enfrentamiento diplomático decisivo mientras sus contemporáneos fascinados por la ilusión de su propia debilidad, estaban más interesados en aumentar su fuerza.
Stalin fue capaz de imponer las fronteras de Europa del Este sin correr un riesgo extraordinario porque sus ejércitos ya habían ocupado esas zonas. Pero a la hora de imponer regímenes de estilo soviético en esos territorios, fue mucho más cauteloso. En los primeros dos años después de la guerra, sólo Yugoslavia y Albania establecieron dictaduras comunistas. Los otros cinco países que más tarde se convirtieron en satélites soviéticos –Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia y Rumania– tenían gobiernos de coalición en los que los comunistas eran el partido más fuerte, pero todavía no el único. Dos de los países –Checoslovaquia y Hungría– celebraron elecciones el primer año después de la guerra, que produjeron verdaderos sistemas multipartidistas. Por supuesto, tenía lugar un hostigamiento sistemático de los partidos no comunistas, especialmente en Polonia, pero aún no había una supresión directa de los mismos por parte soviética. Todavía en septiembre de 1947, Andréi Zhdanov[6], que durante algún tiempo fue considerado el más próximo colaborador de Stalin, identificaba dos tipos de Estados en lo que llamaba “el frente antifascista” en Europa del Este. En el discurso en que anunció la formación del Kominform –la agrupación formal de los partidos comunistas mundiales que sucedió al Komintern–, llamó a Yugoslavia, Polonia, Checoslovaquia y Albania “las nuevas democracias” (algo extraño en el caso de Checoslovaquia, donde todavía no había tenido lugar el golpe de Estado comunista). Bulgaria, Rumania, Hungría y Finlandia fueron colocadas en otra categoría, sin recibir todavía una denominación específica.
¿Significaba esto que la posición de repliegue de Stalin para Europa del Este era en realidad una situación similar a la de Finlandia, esto es, democrática y nacional pero respetando los intereses y preocupaciones soviéticos? Hasta que no se abran los archivos soviéticos, sólo podemos hacer conjeturas. Pero sí sabemos, sin embargo, que aunque Stalin dijo a Hopkins en 1945 que quería un gobierno amistoso pero no necesariamente comunista en Polonia, sus procónsules estaban llevando a la práctica una acción totalmente contraria. Dos años más tarde, después de que EE UU se hubiera comprometido en el programa de ayuda a Grecia y Turquía y estuviera convirtiendo las tres zonas de ocupación occidentales de Alemania en lo que más tarde sería la república federal, Stalin mantuvo otra conversación con un secretario de Estado norteamericano. En abril de 1947, después de 18 meses de reuniones de ministros de Exteriores de las cuatro potencias, sin avances y cada vez más hostiles, y de una serie de amenazas y acciones unilaterales soviéticas, Stalin invitó al secretario de Estado Marshall a una larga reunión, en el transcurso de la cual recalcó que concedía gran importancia a un acuerdo global con EE UU. Los estancamientos y enfrentamientos, afirmó Stalin, “eran sólo las primeras escaramuzas y roces de las fuerzas de reconocimiento”. Era posible un compromiso en “todas las cuestiones principales”, e insistió en que era “necesario tener paciencia y no volverse pesimistas”.
Si Stalin lo decía en serio, el gran calculador se había equivocado. Porque, una vez destruida la confianza de los norteamericanos, no iba a haber un camino de retorno fácil para Stalin. Había llevado su postura demasiado lejos porque nunca entendió realmente la psicología de las democracias, especialmente la de EE UU. El resultado fue el plan Marshall, la Alianza Atlántica y el rearme occidental, ninguno de los cuales podían haber figurado en el juego de Stalin. Es casi seguro que Churchill tenía razón y que el mejor momento para un arreglo político habría sido inmediatamente después de la guerra. Que Stalin hubiera hecho entonces concesiones significativas habría dependido en gran medida del momento y la seriedad de la presentación de la propuesta y de las consecuencias de su rechazo. Cuanto antes se hubiera producido, mayores habrían sido las posibilidades de éxito con un coste mínimo. A medida que se aceleraba la retirada de EE UU de Europa, lo hacía también el declive de la posición de negociación de Occidente, al menos hasta la llegada del plan Marshall y la OTAN.
Cuando Stalin mantuvo su conversación con Marshall en 1947, el dictador soviético había llevado su juego demasiado lejos. Ahora, la desconfianza hacia él en EE UU tenía las mismas dimensiones que la buena voluntad de la que antes había gozado. Aunque el salto de EE UU desde la buena voluntad absoluta hasta la suspicacia indiscriminada fue exagerado, reflejaba la nueva realidad internacional. En teoría, podría haber sido posible consolidar un frente unido entre las democracias a la vez que se mantenían negociaciones con la Unión Soviética acerca de un acuerdo global. Pero los líderes norteamericanos y sus homólogos de Europa occidental estaban convencidos de que la cohesión y la moral de Occidente eran demasiado frágiles para resistir las ambigüedades de una estrategia de doble vía. Los comunistas eran la segunda fuerza política tanto en Francia como en Italia. La República Federal de Alemania, entonces en proceso de formación, estaba dividida sobre si debía o no buscar la unidad nacional a través de la neutralidad. En un mensaje radiofónico el 28 de abril, Marshall indicó que Occidente había pasado el punto de no retorno en su política hacia la Unión Soviética. Rechazó la insinuación de compromiso de Stalin, basándose en que “no podemos pasar por alto el factor de tiempo. La recuperación de Europa ha sido mucho más lenta de lo previsto. Están apareciendo fuerzas de desintegración. El paciente se está muriendo mientras los médicos deliberan. Así que creo que la acción no puede esperar al compromiso por agotamiento (…) Hay que tomar sin dilación todas las acciones posibles para enfrentarse a estos problemas urgentes”.
Estados Unidos había optado por la unidad occidental frente a las negociaciones Este-Oeste. Realmente no tenía otra opción, porque no podía correr el riesgo de hacer caso a las insinuaciones de Stalin para después encontrarse con que éste estaba utilizando las negociaciones para socavar el nuevo orden internacional que Estado Unidos trataba de establecer. La contención se convirtió en el principio guía de la política occidental y siguió siéndolo durante los siguientes 40 años.
[1] William Averell Harriman (Nueva York, 15 de noviembre de 1891-Yorktown Heights, Nueva York, 26 de julio de 1986), político del Partido Demócrata de los Estados Unidos, hombre de negocios y diplomático. Averell Harriman nació en Nueva York, hijo del magnate de los ferrocarriles Edward Henry Harriman, hermano de E. Roland Harriman, y de Mary Williamson Averell. Estudió en el Groton School en Massachusetts antes de asistir a Yale, donde se unió a la sociedad Skull & Bones. Su primer matrimonio fue con Kitty Lanier Lawrence, que murió en 1936. Después se casó con Marie Norton Whitney, quien abandonó a su esposo Cornelius Vanderbilt Whitney para casarse con Harriman. Su tercer y último matrimonio fue con Pamela Beryl Digby, la exesposa del hijo de Winston Churchill, Randolph, y del productor Leland Hayward.
[2] Henry Lewis Stimson (21 de septiembre de 1867-20 de octubre de 1950) fue un político de los Estados Unidos que ejerció los cargos de Secretario de Estado, Secretario de la Guerra y Gobernador general de Filipinas durante varias épocas y bajo distintos Presidentes. Perteneció al Partido Republicano de los Estados Unidos, actividad que ejercía a la vez de la profesión de abogado en Nueva York.
[3] James Francis Byrnes (2 de mayo de 1879 — 9 de abril de 1972) fue un político estadounidense de Carolina del Sur. Durante su carrera política, Byrnes fue miembro de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos (1911-1925), senador (1931-1941), juez de la Corte Suprema (1941-1942), secretario de Estado (1945-1947), y gobernador de Carolina del Sur (1951-1955). Por lo tanto, Byrnes fue uno de los pocos políticos que trabajó en las tres ramas del gobierno central y también en la esfera estatal. Fue también un colaborador cercano del presidente Franklin Roosevelt, y fue uno de los principales personajes de la política interior y exterior de los Estados Unidos a mediados de los 1940.
[4] La Línea Óder-Neisse, marca en la actualidad la frontera entre Polonia y Alemania. Fue definida el 2 de agosto de 1945, cuando la Unión Soviética transfirió el extremo oriental de los antiguos territorios alemanes a la República Popular de Polonia, fundada en julio de 1944. Ello se hizo en uso de la soberanía soviética sobre Alemania Oriental en aquel momento, que siguió a la derrota de Alemania en la II Guerra Mundial. Significó la pérdida de grandes territorios históricamente alemanes, y se hizo para compensar a Polonia por la ocupación soviética del este del país en 1939, que se consagró como definitiva por la comunidad internacional por un acuerdo firmado el 16 de agosto de 1945. La frontera sigue los ríos Óder y Neisse, pero se desvía hacia el noroeste al acercarse al mar Báltico, para englobar también en Polonia las ciudades de Świnoujście y Szczecin. La actual Alemania no renunció oficialmente a recuperar los antiguos territorios perdidos hasta mediados de la década de 1970. Finalmente, reconoció oficialmente la línea como frontera internacional el 15 de marzo de 1991, mediante un tratado hexapartito firmado también por Estados Unidos, la Unión Soviética, Francia, el Reino Unido y Polonia.
[5] Edward Reilly Stettinius Jr. (Chicago, 22 de octubre de 1900-Greenwich, 31 de octubre de 1949) fue un empresario y político estadounidense, que se desempeñó como Secretario de Estado durante las administraciones de Franklin D. Roosevelt y Harry S. Truman entre 1944 y 1945, y como el primer embajador de Estados Unidos ante las Naciones Unidas.
[6] Andréi Aleksándrovich Zhdánov (Mariúpol, 14 de febrero de 1896-Moscú, 31 de agosto de 1948) fue un político soviético.