Gianni Rodari
Una vez, Juanito Pierdedía decidió ir a Roma para tocarle la nariz al rey. Sus amigos se lo desaconsejaban, diciendo:
—Mira que es algo peligroso. Si el rey se enfada, vas a perder tu nariz con toda la cabeza.
Pero Juanito era tozudo. Mientras preparaba la maleta, para entrenarse un poco fue a visitar al cura, al alcalde y al mariscal, y les tocó la nariz con tanta prudencia y habilidad que ni si quiera se enteraron.
«No es demasiado difícil», pensó Juanito.
Al llegar a la ciudad vecina preguntó dónde vivían el gobernador, el presidente y el juez, y fue a visitar a tan ilustres personalidades, tocándoles también a ellos la nariz, con un de do o dos.
Los personajes se quedaban un poco asombrados por que Juanito parecía ser una persona educada y sabía hablar de casi todos los temas.
El presidente se enfadó un poquitín, y exclamó:
—Pero ¿es que quiere tomarme el pelo?
—¡Por favor —dijo Juanito—, tenía usted una mosca en la nariz!
El presidente miró a su alrededor y no vio ni moscas ni mosquitos, pero mientras, Juanito hizo una reverencia y se marchó, sin olvidarse de cerrar la puerta.
Juanito tenía un bloc donde anotaba el número de narices que lograba tocar. Todas eran narices importantes.
Al llegar a Roma, sin embargo, la cuenta de narices aumentó tan rápidamente que Juanito se tuvo que comprar una libreta más grande. Bastaba con caminar un poquito y se tenía la seguridad de encontrarse con un par de excelencias, algún viceministro y una decena de grandes secretarios. No vale la pena hablar de los presidentes: había más presidentes que mendigos.
Todas aquellas narices de lujo estaban al alcance de la mano. Además, sus propietarios consideraban el toquecito de Juanito Pierdedía como un homenaje a su autoridad, y alguno llegó incluso a sugerir a sus subordinados que hicieran otro tanto, diciendo:
—Desde hoy en adelante, en lugar de hacer una reverencia, podrían tocarme la nariz. Es una costumbre más moderna y más refinada.
Al principio los subordinados no osaban alargar la mano hasta la nariz de sus superiores. Éstos, no obstante, les animaban a hacerlo con unas sonrisas así de grandes, y entonces, venga tocaditas, frotaditas, golpecitos: las eminentes narices se volvían brillantes y rojas de satisfacción.
Juanito no había olvidado el objetivo principal de su viaje, que era el de tocar la nariz del rey, y sólo aguardaba la ocasión propicia para hacerlo.
Ésta se presentó durante un desfile. Juanito observó que de vez en cuando alguno de los presentes surgía de entre la muchedumbre, saltaba a la carroza real y entregaba un sobre al rey —seguramente alguna petición—, quien a su vez lo entregaba sonriendo a su primer ministro. Cuando la carroza estuvo lo bastante cerca, Juanito subió a ella y, mientras el rey le dirigía una amable sonrisa, le dijo:
—Con permiso —alargó el brazo y frotó con la punta de su dedo índice la punta de la nariz de Su Majestad.
El rey se tocó la nariz estupefacto y abrió la boca para decir algo, pero Juanito, dando un salto hacia atrás, ya había desaparecido entre la muchedumbre.
Estalló un gran aplauso e inmediatamente otros ciudadanos se apresuraron entusiasmados a seguir el ejemplo de Juanito: subían a la carroza, agarraban al rey por la nariz y le daban una buena sacudidita.
—Es una nueva señal de respeto, Majestad —murmuraba sonriendo el primer ministro al oído del rey.
Pero el rey no tenía ganas de reírse: la nariz le dolía y empezaba a gotearle, y ni siquiera tenía tiempo de sonarse, porque sus fieles súbditos no le daban tregua y seguían agarrándolo alegremente por la nariz. Juanito regresó a su pueblo muy satisfecho.
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