Fernando Díaz Villanueva
Bastaría con volver a la normalidad, que se acabaran las restricciones y se dejara respirar al sector privado para que volviera a generar la misma riqueza que antes de la crisis
Con la afición que tiene este Gobierno a no llamar a las cosas por su nombre y utilizar continuamente eufemismos, el sablazo fiscal que nos espera viene recogido en un plan al que han bautizado pomposamente como Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Diseccionemos el invento palabra por palabra. Empecemos por la recuperación. Obviamente la economía se tiene que recuperar tras el paso de la pandemia, pero para hacerlo no hace falta plan alguno, basta con volver a la normalidad, que se acaben cuanto antes las restricciones y que se deje respirar al sector privado para que vuelva a generar la misma riqueza que antes de la crisis. La recuperación no se puede hacer por decreto y, si algo se planifica, que ese plan incluya facilidades, no dificultades para recuperarse. Los impuestos no son precisamente una facilidad.
Vayamos con lo de la Transformación. Con esto no sé muy bien lo que quieren decir. Por transformación se pueden entender muchas cosas, la primera que la economía española se tiene que transformar, pero transformar en qué. Los españoles nos ganamos la vida con lo que sabemos y podemos hacer. Por mucho que el Gobierno se empeñe, España no podría transformarse en un país petrolero porque carece de yacimientos de petróleo, tampoco podría transformarse en una potencia espacial o en el campeón mundial en la fabricación de semiconductores. La economía española es la que es, la de un país industrializado del primer mundo con un gran peso de sectores como el turismo o la fabricación de automóviles y maquinaria diversa, ambos enfocados al mercado europeo gracias a ventajas como la cercanía, la pertenencia a la Unión Europea y la divisa común.
Los españoles, insisto, hacemos lo que sabemos y podemos hacer con lo que la naturaleza nos ha dado y nuestros antepasados nos legaron. El nuestro es un país envejecido con una media de edad superior a los 40 años, pero, a cambio, con población muy bien cualificada. La economía está plenamente integrada en el mercado mundial, las fronteras están abiertas y no se aplica más proteccionismo que el que viene impuesto por Bruselas. Evidentemente problemas hay, la tasa de desempleo es crónicamente alta, especialmente en las regiones del sur, y hacen falta reformas urgentes como la del sistema de pensiones, pero no se debe confundir problemas puntuales que deben ser abordados con España como problema. De modo que no hay nada que transformar a no ser, claro, que se quiera hacer para desmotar todo lo anterior.
Resiliente es, por ejemplo, la economía de Estados Unidos que demuestra una y otra vez cómo sale rápido de los baches. La nuestra no lo es tanto
Por último, la resiliencia es uno de esos términos que se han puesto de moda últimamente y que se emplea a discreción para casi cualquier cosa. Según recoge el diccionario de la Real Academia la resiliencia es la “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”. La economía no es un ser vivo, es una compleja red de interacciones entre agentes, una red que se adapta mejor o peor a un trastorno en función de la libertad con la que interactúen esos agentes y lo flexible que sea el marco normativo de esa interacción. Resiliente es, por ejemplo, la economía de Estados Unidos que demuestra una y otra vez cómo sale rápido de los baches. La nuestra no es tan resiliente. Las crisis a menudo se eternizan porque a los agentes económicos les cuesta ajustarse y reinventarse, no tanto porque no quieran hacerlo, sino porque no son víctimas de grandes rigideces normativas.
Como vemos, los tres pilares sobre los que se edifica el plan del Gobierno son simples brindis al sol cuyo objetivo es correr una tupida cortina sobre su verdadera intención, que es mantener los niveles actuales de gasto público en un momento en el que la recaudación se ha desplomado a causa de la crisis ocasionada por la pandemia. Pero con esas no pueden ir a Bruselas a pedir dinero. La Comisión les echaría para atrás el plan y no entregaría los codiciados fondos Next Generation EU, por lo que, para hacerlo creíble desde un punto de vista presupuestario, han incluido una batería de alzas fiscales. Es algo tan prosaico como eso. No quieren gastar ni un céntimo menos de lo que gastaban antes de que el PIB se derrumbase. Entienden que, si tienen que hacer recortes, su clientela política se resentiría, proliferarían las protestas, y se lo harían pagar en las urnas.
Queda recurrir al manido argumento de que esos impuestos sólo los pagarán los ricos, pero la realidad es que ricos hay muy pocos
Sánchez aspira a seguir en el poder muchos años más, algunos aseguran que hasta bien entrada la década de 2030. Su intención es igualar y superar la marca de Felipe González, que estuvo trece años en la Moncloa. A falta de poder imprimir moneda, que es lo que a él le gustaría, sólo puede hacerlo sobre préstamos, transferencias como los de los fondos europeos e impuestos más altos. Los primeros son caros y difíciles de obtener si se pide a lo loco. Los segundos no son gratis. La Comisión tiene que cerciorarse de que el dinero de los contribuyentes alemanes u holandeses se emplea correctamente, no para mantener clientelas empotradas a la administración, muy útiles para ganar elecciones, pero que son rémoras para el crecimiento económico. Los impuestos, por su parte, son impopulares. Por mucho que se afanen en negarlo los que defienden fiscalidades de infarto a nadie le gusta pagarlos. Queda recurrir al manido argumento de que esos impuestos sólo los pagarán los ricos, pero la realidad es que ricos hay muy pocos, por lo que el esfuerzo fiscal ha de realizarlo la clase media e incluso la baja.
La figura impositiva con la que más se recauda es el IRPF, un impuesto al trabajo de tipo progresivo que se resiente mucho cuando el trabajo escasea. Cada nuevo desempleado es un contribuyente menos por IRPF. Le sigue el IVA, con el que el Estado recauda aproximadamente un tercio del total y que grava el consumo. En las crisis el consumo se despeña por lo que se recauda menos. Por último, está el impuesto de Sociedades, que se carga sobre los beneficios empresariales, los mismos que se evaporan cuando las cosas vienen mal dadas. Lo cierto es que no hay mucho recorrido de subida. Los tres ya son altos y subirlos más, aparte de contraer el consumo y la contratación, provocaría airadas protestas entre la gente, especialmente si se sube el IVA, cuyo tipo general es del 21%.
En aras de la ecología cualquier medida parece justificada. El impuesto al diésel, la revisión de los impuestos de circulación y matriculación de vehículos, el peaje en las autopistas o la tasa a los billetes de avión
Con las manos atadas ahí sólo les queda crear nuevas tasas, eliminar beneficios fiscales y recrecer otros impuestos por la puerta de atrás sin que se note mucho. El sablazo fiscal que se nos viene encima va por esa vía. Van a rebañar los restos de un caldero en el que no queda mucha sustancia. Como al final el alza no lo van a pagar los ricos ni las rentas altas, sino el común de los españoles, necesitan coartadas que justifiquen el rejón que nos van a propinar en el lomo. La favorita es la de la sostenibilidad medioambiental. En aras de la ecología cualquier medida parece justificada. El impuesto al diésel, la revisión de los impuestos de circulación y matriculación de vehículos, el peaje en las autopistas o la tasa a los billetes de avión están tratando de venderlas como sacrificios necesarios para disfrutar de un medio ambiente más limpio y saludable.
El problema es que en España hay 30 millones de vehículos, de los cuales 24 millones son turismos, es decir, que hay un automóvil por cada dos habitantes. Endurecer los impuestos al automovilista es subírselos a la mitad del país o más porque la mayor parte de familias tienen un vehículo en propiedad, a menudo con motor diésel, vehículos que circulan por los 10.000 kilómetros de autovías gratuitas que hay en el país. Si sube el diésel y hay que pagar en la autovía la economía familiar se resentirá. También lo hará la de los autónomos, muchos de los cuales son muy dependientes del vehículo para realizar su trabajo. Habida cuenta de la exorbitante fiscalidad que ya recae sobre el automóvil hacerla más dura todavía no parece la mejor idea.
El Gobierno arguye que impuestos como el del diésel se podrán evitar empleando alternativas más limpias, resumiendo, que quien contamina paga. Pero eso implica gasto. Los vehículos eléctricos no están al alcance de todos los bolsillos y hoy por hoy no son una alternativa completa a los de combustión interna. La autonomía de los modelos más asequibles deja mucho que desear y no hay suficientes estaciones de recarga. Con los peajes pasa algo parecido. Quieren institucionalizar el principio de quien lo usa lo paga. Un principio que cualquier liberal suscribiría, pero que, llevado a sus últimas consecuencias, traería el copago sanitario o la implantación de una tasa por ver las televisiones estatales que se financian con cargo al presupuesto.
Además, y esto es importante remarcarlo. Sobre los hidrocarburos ya recae un impuesto especial que duplica el precio de venta al público de la gasolina. Los automovilistas tienen que pagar además el impuesto de matriculación que desde 2008 está ligado a las emisiones de CO2. Si el vehículo es de segunda mano hay que liquidar el impuesto de Transmisiones Patrimoniales, cuyo tipo oscila entre el 4% y el 8% y que en algunas regiones está ligado a la potencia fiscal o al tipo de vehículo objeto de la transacción.
Todo para que el Gobierno pueda seguir gastando a manos llenas y llegue así en mejores condiciones a la próxima cita electoral que, después de lo ocurrido en Madrid el día 4, se presume algo más cercana de lo previsto. La operación, que sobre la mesa de diseño parece impecable, podría no serlo tanto cuando aterrice sobre una economía exhausta que tras año y medio de sacrificios ya no da más de sí.
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