CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS.
En la escenografía política del sanchismo, cada gesto cuenta. Pedro Sánchez no camina: se desliza con una cadencia ensayada, con ese «tumbao» corporal tan característico, mezcla de suficiencia, calculada chulería y pose triunfalista. Su contoneo, ese bamboleo ensayado que exhibe tanto en cumbres internacionales como en mítines locales, es ya una firma personal de su figura pública. Pero lo que a primera vista puede parecer una simple extravagancia postural encierra, en realidad, claves reveladoras sobre su personalidad política y estructura psíquica.
Sánchez no gobierna: interpreta. Su liderazgo es inseparable de la escenificación constante, de la puesta en escena como fin en sí mismo. Sus movimientos no denotan espontaneidad, sino cálculo: cada paso, cada gesto, cada sonrisa congelada ante las cámaras forma parte de una coreografía narcisista donde el yo se erige en centro absoluto de gravedad.
Este narcisismo escénico es inseparable de la impostura: Sánchez no exhibe convicciones, sino actitudes; no transmite ideas, sino sensaciones. El lenguaje corporal revela de él que es una persona que no busca la conexión sincera con el ciudadano, sino la imposición de una imagen de éxito permanente, de autoridad incuestionable, de carisma cuidadosamente manufacturado. Como los grandes vendedores de humo, Sánchez sabe que la forma puede suplir al contenido, y que en una sociedad saturada de imágenes, la apariencia es más «performativa», más eficaz y convincente que la verdad.
Su puesta en escena recuerda a la de un prestidigitador: un ilusionista que, recurriendo sistemáticamente al engaño, logra manipular a los espectadores. No hay transparencia, sino truco. No hay debate, sino encantamiento. La política se convierte en espectáculo hipnótico donde el mago, con capa de demócrata y sonrisa de moderado, oculta las cartas marcadas bajo la mesa.
Como ya señaló Umberto Eco (que en paz descanse), la imagen sustituye al referente, y el signo se vuelve autosuficiente. Sánchez ha logrado que su cuerpo sea un significante sin contenido: representa el poder, aunque vaciado de sustancia. Michel Foucault diría que su corporalidad es dispositivo: un artefacto de control escénico. Su cuerpo no es él, sino el régimen que encarna. Jean Baudrillard completaría la tríada señalando que asistimos al dominio absoluto del simulacro: no hay poder, solo su representación ad infinitum, el signo sin referente que se impone como hiperrealidad política.
Muchos analistas, tanto desde la psicología como desde la teoría política, han advertido de que ciertos líderes contemporáneos presentan patrones compatibles con lo que se ha llamado «psicopatía funcional» o «psicopatía política». Pedro Sánchez encajaría perfectamente en esa categoría: ausencia de culpa, desprecio por la verdad, frialdad emocional, capacidad de manipulación, cálculo permanente del coste-beneficio político y una tendencia sistemática a la mendacidad.
Como apunta el Dr. Robert Hare, experto en psicopatía, «los psicópatas no solo mienten: no ven ningún problema en hacerlo, porque carecen de remordimiento». Esta descripción encaja con precisión quirúrgica en el comportamiento político de Pedro Sánchez.
Su reiterada capacidad para sostener discursos contradictorios sin mostrar incomodidad ni remordimiento alguno es típica de este perfil. Prometió no pactar con Bildu, y pactó. Juró que jamás se aliaría con separatistas, y lo hizo. Afirmó defender la igualdad ante la ley, y ha promovido leyes asimétricas para contentar a sus socios. Pero más allá de los hechos está la forma: jamás ha pedido disculpas. Jamás ha admitido error. En su universo, la verdad no existe; solo el discurso. Como advertía Erich Fromm, el autoritarismo narcisista se nutre del vacío moral que él mismo genera.
El «tumbao» de Pedro Sánchez no es solo una forma de andar: es una declaración de intenciones. Es el desplazamiento corporal de quien se sabe impune, de quien no rinde cuentas más que a su propio reflejo. Esa mezcla de altivez, de pose de pasarela, de superioridad corporalizada, comunica un mensaje claro: «yo estoy por encima de todos ustedes».
El cuerpo, decía Bourdieu, es el primer campo de batalla simbólica. Y el cuerpo de Sánchez está codificado como arma política. Es un cuerpo que comunica dominio, distancia, desprecio elegante. Es un cuerpo que no busca empatía, sino obediencia. Como si siguiera el principio de la propaganda goebbelsiana (Goebbels, ministro de Adolf Hitler) aplicada al gesto: repetir una pose mil veces hasta que parezca natural, inevitable, legítima.
Lo más inquietante no es que Pedro Sánchez se comporte como un narcisista manipulador con rasgos psicopáticos. Lo más inquietante es que nadie parece capaz de desmontar su farsa. Las elecciones del 9 de junio de 2024, como las de julio de 2023, confirmaron que ni el Partido Popular ni VOX son alternativa real al régimen sanchista.
PP y VOX han fracasado, no solo por su debilidad estratégica, sino por su mimetismo ideológico. Ambos han comprado la agenda cultural de la izquierda: feminismo punitivo, alarmismo climático, retórica LGTBIQ+, abandono de la defensa de la familia, de la vida, de la propiedad y de la unidad nacional. La «derecha» española se ha vuelto una izquierda vergonzante, timorata, colaboracionista, lo cual no solo consolida a Sánchez en el poder, sino que hace imposible una oposición clara.
VOX, pese a su retórica agresiva, ha demostrado ser una «derecha socialista» con impulsos estatalistas e intervencionistas que comparte mucho más de lo que dice combatir con el consenso progre. Su propia existencia ha sido posible gracias a que el resto de la derecha se desplazó a la izquierda, pero su incapacidad para ofrecer una alternativa real, sumada a la demonización interiorizada y al seguidismo de la narrativa mediática dominante, lo han llevado al harakiri político.
Y el PP, siempre dispuesto a pactar, a moderarse, a contemporizar, ha terminado por ser el principal cómplice del socialismo. No derogará nada, no revertirá nada. Es el PSOE con cuatro años de retraso.
Y en este contexto de simulacro y renuncias, Pedro Sánchez avanza con paso firme, con su tumbao impostado, sobre el cadáver de los valores constitucionales. No tiene oposición efectiva, ni interna ni externa. Solo quedan los españoles decentes, perplejos y cada vez más desesperanzados, viendo cómo el país se desliza por la pendiente de la decadencia institucional y moral.
Mientras la derecha fragmentada siga jugando con las reglas de la izquierda, no habrá posibilidad de regeneración. Se necesita una refundación total del espacio político no izquierdista, una articulación coherente, con principios firmes, sin complejos, sin pactismo suicida ni claudicaciones programáticas. Una derecha que no busque moderarse, sino gobernar con claridad, sin pedir permiso a los enemigos de España.
De lo contrario, Sánchez seguirá bailando su farsa, contoneándose sobre la ruina cívica de España, sin remordimientos, sin límites y sin adversarios reales. Porque para los psicópatas del poder, la moral es solo un estorbo. Y el cuerpo —como su tumbao al caminar—, una herramienta de dominio simbólico.
En el universo político de Pedro Sánchez, no hay ya hechos: solo representaciones. No hay verdad: solo su escenificación. Como advirtiera Guy Debord, asistimos a la plena «sociedad del espectáculo», donde el poder no se ejerce mediante leyes o instituciones, sino a través de la imagen reiterada, del slogan cuidadosamente repetido, del gesto que suplanta al pensamiento.
Sánchez no gobierna España: la representa. No como símbolo de unidad nacional, sino como avatar vacío de un régimen de autoafirmación narcisista y vaciamiento institucional. Su «tumbao» no es una simple anécdota corporal: es la condensación semiótica del simulacro. Un marketing de sí mismo perpetuo, donde el «branding» político, el proceso estratégico de crear y gestionar la imagen pública, ha sustituido al liderazgo y el estilismo al pensamiento.
Y mientras la nación se desangra, el sátrapa narcisista seguirá desfilando, de manera jactanciosa sobre sus ruinas, con el paso firme del que nunca mirará atrás, porque su único norte es su reflejo. En la España del contoneo presidencial, la verdad se retira, la razón se silencia y el poder se pavonea.
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