Marta González Isidoro
Hay fotografías que permanecen en la retina, por mucho tiempo que pase, por su marcado simbolismo. El apretón de manos entre el primer ministro israelí, Isaac Rabin, y el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasser Arafat, el 13 de septiembre de 1993 en los jardines de la Casa Blanca, bajo los auspicios del presidente norteamericano Bill Clinton, se recuerda en los anales del periodismo como la promesa destinada a cambiar el curso de la Historia. Cuando se cumplen 30 años del Proceso político que generó unas expectativas que superaban la realidad, y vemos de nuevo esa imagen congelada de lo que podía haber sido y nunca fue, nos preguntamos hasta qué punto las contradicciones y las deficiencias de unas demandas difícilmente asumibles por las partes buscaban realmente la reconciliación entre los dos nacionalismos – el sionismo y el palestino – que comparten un mismo territorio.
FUENTE: https://www.vozpopuli.com/opinion/acuerdos-de-oslo-no-fue-posible-la-paz.html
A todo Acuerdo y Tratado Internacional se le presupone la confianza y buena fe. Confianza durante el proceso de negociación y firma del Acuerdo, pero también legitimidad interna. Y el Acuerdo de Oslo, negociado en secreto, provocó una reacción adversa tanto en la sociedad israelí, que se polarizó hasta el extremo de llevar a un extremista a asesinar al primer ministro, Isaac Rabin, el 4 de noviembre de 1994, como en el campo palestino. Tampoco los temores israelíes sobre las intenciones palestinas resultaron infundados. La creencia en el formato de intercambio de tierras por paz no dejó de ser una mera ilusión que presuponía una nobleza de la que carecían Arafat y Mahmoud Abbas. Desde finales de los años 60, los palestinos de los llamados campos de refugiados venían desarrollando una conciencia colectiva en la que se veían a sí mismos como un grupo étnico perseguido que había sufrido la calamidad más terrible de la historia de la humanidad. El odio y la ira hacia Israel convirtieron los ataques terroristas, incluso contra civiles, en actos de heroísmo justificados por los palestinos y todo el mundo árabe, incluida parte de la llamada comunidad internacional, cuya indulgencia, a partir de organizaciones como la Unrwa, que servía y sirve como marco institucional para el despertar nacional, sigue siendo el principal obstáculo para la aceptación de un Estado judío en Oriente Medio. Los sistemas nacionales de educación desempeñan un papel fundamental en la construcción y conservación de la identidad nacional. Y mientras que Fatah y otras organizaciones palestinas, revisionistas o directamente terroristas, adiestran en las tácticas militares, la escuela y los medios de comunicación al servicio de la distorsión de la historia, moldean las mentes y los corazones de las masas. La identidad nacional palestina, construida sobre un sentimiento de victimismo e injusticia y la convicción de que sólo la resistencia y la violencia puede revertir la situación, es incompatible con la construcción de un futuro en positivo.
Sobre el papel, el reconocimiento era mutuo: Israel reconocía a la OLP como el interlocutor del pueblo palestino y la OLP reconocía el derecho de Israel a vivir en fronteras seguras y reconocidas
Ese riesgo lo conocían y lo asumieron los líderes israelíes que, tras la Conferencia de Paz de Madrid de octubre de 1991, habían decidido abrir canales informales de exploración con la organización terrorista OLP y también con los líderes palestinos locales de los territorios en disputa (Judea, Samaria y Gaza) con el fin de tantear la posibilidad de llegar a soluciones sobre asuntos específicos y rebajar el nivel de hostilidad. En una región fundamentalmente compleja en materia de seguridad, la apertura de canales intersectoriales fue el esquema diplomático ideado para encontrar espacios de colaboración, pero que sólo sirvieron para que los equipos palestinos dilataran un Proceso cuyo formato era complejo y lleno de contradicciones y que planteaba exigencias muy difíciles de cumplir por ambas partes. Sobre el papel, el reconocimiento era mutuo: Israel reconocía a la OLP como el interlocutor del pueblo palestino y la OLP reconocía el derecho de Israel a vivir en fronteras seguras y reconocidas. En la práctica, se daban disfunciones como que el derecho a la autodeterminación palestina no era extensible a la autodeterminación judía, que no se reconocía, y tampoco implicaba la renuncia a la demanda del retorno, que no era sino la insistencia al derecho a regresar a los miles de refugiados hereditarios dispersos desde 1948 a territorio de Israel. Israel, sometida a una fuerte presión internacional, adoptaba una estrategia de cumplimiento irreversible en la entrega de territorios por etapas, mientras los palestinos mantenían el uso del terrorismo y la violencia como estrategia de presión sin recibir apenas reprobación por parte de las Instituciones y organismos internacionales.
La foto congelada en el tiempo nos muestra dos enemigos irreconciliables que se estrechan la mano. Arafat y la OLP estaban seriamente debilitados, aislados del mundo árabe, al borde de la bancarrota. Por alguna extraña razón que escapa a la comprensión, incluso de antiguos analistas de Inteligencia israelíes, el gabinete dirigido por Isaac Rabin decidió resucitarle, otorgarle fondos, darle legitimidad como interlocutor a nivel internacional. Un error estratégico que Arafat supo aprovechar mediante el uso de un lenguaje ambiguo y vago, diseñado para sonar moderado en los oídos occidentales, pero con el fuerte convencimiento de que el camino que emprendía estaba orientado a recuperar toda la tierra de la Palestina del Mandato británico. Meros cambios cosméticos, porque la necesidad de adaptarse a los nuevos escenarios geopolíticos obligaba a enfrentarse a dilemas tácticos por medio de una estrategia indirecta de adoptar compromisos por etapas, y para ello era necesario la transformación de Arafat en un socio para la paz.
Una apuesta pragmática de neutralizar el terrorismo con la creencia de que el autogobierno les haría responsables para con el desarrollo y la prosperidad nacional
La llamada Declaración de Principios estableció una arquitectura de negociación por fases sobre la base de un modelo de autonomía palestina limitada de acuerdo a las Resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Las diferencias a la hora de interpretar dichas Resoluciones, las disputas sobre la cuestión territorial, las limitaciones de Arafat para establecer y administrar su autogobierno, la intransigencia sobre el estatus de Jerusalén, la campaña de desprestigio y deslegitimación de Israel emprendida por la Autoridad Palestina en las Instituciones Internacionales, la negativa palestina a reconocer a Israel como un Estado judío o el uso continuado del terrorismo y la incitación a la violencia terminaron por hacer estallar un Acuerdo que se había negociado en secreto, que había caído por sorpresa y que no concitaba toda la legitimidad entre unos ciudadanos que entendían que los sacrificios derivados de la entrega de territorios no se compensaba con ganancias en materia de Seguridad.
El Proceso de Oslo fue un intento calculado de gestionar un problema de seguridad interna israelí que afectaba a sus relaciones con el mundo árabe en un momento en que los cambios en el Orden Internacional, con el fin de la Guerra Fría, parecían inclinar los vientos favorables también en Oriente Medio. Una apuesta pragmática de neutralizar el terrorismo con la creencia de que el autogobierno les haría responsables para con el desarrollo y la prosperidad nacional, y que tuvo la contrapartida de trasladar a la comunidad internacional la idea de la culpabilidad de Israel sobre la ilegitimidad de su presencia en los territorios disputados, o del destino de una población ahora independiente política y administrativamente.
Treinta años después, los protagonistas de la imagen congelada en los jardines de la Casa Blanca son el triste recuerdo de un Proceso irreversible que está muerto aunque no cancelado. Los paradigmas en Oriente Medio han cambiado. Israel es un socio estratégico clave en la región y la cuestión palestina ha dejado de ser un activo en la agenda internacional. La Autoridad Palestina y Mahmoud Abbas, como hace treinta años la OLP y Yasser Arafat, está debilitada, aislada y al borde de la bancarrota. Perdidas todas las oportunidades, las posibilidades de que se cree un Estado palestino viable son escasas, e Israel enfrenta el mismo dilema estratégico de resucitar a una Autoridad Palestina en riesgo de colapso que representa la foto carcomida de un pasado en blanco y negro, o diseñar una estrategia regional de atracción y regeneración de las nuevas generaciones palestinas con el apoyo de los países árabes más pragmáticos.
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