EUGENIO NASARRE
En cuanto a hijos se refiere, nuestra realidad familiar está dividida en tres compartimentos: la mitad de los hogares con hijo único; un cuarenta por ciento con «la pareja»; y tan sólo un diez por ciento con tres o más hijos.
El INE nos ha dado hace muy pocos días una muy mala noticia: los nacimientos en los once meses del año son ya inferiores a los trescientos mil. El dato presagia que en 1923 no alcanzaremos los 320.000 nacimientos, menos de la mitad que hace 50 años (672.963 en 1973). Mientras nuestras querellas domésticas se agravan y nos enzarzamos en si son galgos o podencos, apenas algún fugaz titular destaca lo que, sin duda, es el primer problema nacional: el camino hacia el suicidio demográfico. Los dirigentes políticos enmudecen. Hay miedo a abrir un serio y profundo debate nacional sobre esta cuestión.
Para el futuro de nuestro maltrecho sistema educativo, instalado en la mediocridad, el hecho es dramático. Si no se modifica la tendencia, en diez años perderemos un millón y medio de escolares. Nuestras aulas de primaria y secundaria se irán vaciando. Setenta y cinco mil tendrían que cerrar. Para la España ya despoblada el horizonte no puede ser más desolador.
Los demógrafos analizan las causas de esta curva empinada hacia el abismo. Sabemos que se está retrasando aceleradamente, y en contra de las leyes de la naturaleza, la edad de la maternidad: ya hay más madres que tienen su primer (y probablemente único) hijo con más de 40 años que con menos de 25. Sabemos la tipología de las familias y los cambios profundos experimentados en las últimas décadas. Sabemos que la llamada por algunos sociólogos gold standard family (familia basada en un matrimonio estable y con hijos) está perdiendo posiciones, a pesar de ser el modelo más propicio para la crianza y la educación de los hijos.
Entre todos estos datos hay uno en el que me quiero detener: ya casi la mitad de las unidades familiares tiene un solo hijo. El modelo del hijo único es el estándar en la sociedad española de hoy. En la mitad de los hogares familiares la figura del hermano es inexistente. ¿Este hecho tiene importancia?
A los griegos les gustaba plantear dilemas morales y fue así como nació la Ética. Lo hacían mediante narraciones que suscitaban la reflexión moral de sus audiencias. En una de las historias de Herodoto aparece la importancia de la figura del hermano. Es la siguiente.
Se produjo una revuelta en una ciudad griega dominada por un tirano. El marido, el hijo y el hermano de una mujer fueron condenados a muerte, por participar en la revuelta. La mujer, desesperada, acudió al palacio del tirano a pedir clemencia. Este la recibió y le dijo: «Efectivamente tu marido, tu hijo y tu hermano están condenados a muerte. En atención a tus súplicas, he decidido perdonar a uno. Pero eres tú quien has de decidir cuál de ellos será salvado». Ella le contestó: «Salva a mi hermano». El tirano, extrañado ante tal elección, le preguntó: «¿Cuáles son las razones de tu elección?». Ella le contestó: «Puedo casarme de nuevo; estoy en edad fértil y puedo tener otros hijos, que sustituyan al que tengo. Pero a mi hermano no lo puedo remplazar por nadie».
Lo que nos quiere mostrar Herodoto en esta narración, con la asombrosa elección de la súbdita del tirano, es que la figura del hermano no es irrelevante. Su carencia convierte a la familia en una realidad mutilada. Con el hermano es con la única persona con la que uno puede compartir determinadas experiencias y mantener determinadas conversaciones, sobre los padres, por ejemplo. Dar un hermano es el mejor regalo que podemos dar a nuestro hijo, incomparablemente más valioso que la herencia que podrá recibir en su día. Si la mitad de los padres con hijo único decidieran dar un hermano a su hijo, el dramatismo de nuestras cifras demográficas se atenuaría. Muchos pupitres vacíos volverían a estar ocupados.
En cuanto a hijos se refiere, nuestra realidad familiar está dividida en tres compartimentos: la mitad de los hogares con hijo único; un cuarenta por ciento con «la pareja»; y tan sólo un diez por ciento con tres o más hijos, lo que llamamos «familias numerosas». Estas son los verdaderos héroes de la tribu, los que creen en el futuro y aseguran su supervivencia. Son a las que la sociedad debe mayor reconocimiento; las que merecen más atención y apoyo. No deberíamos dejar que se aplique a ellas las famosas palabras de Churchill: «Nunca tantos han debido tanto a tan pocos».
Los que creemos que la libertad es el mayor don del hombre sabemos que la decisión de tener hijos debe ser siempre una decisión libre, con inmunidad de coacción. Pero la elección libre es siempre una decisión moral; de esta dimensión nadie puede escapar. Una sociedad desmoralizada, en el sentido orteguiano, «no crea, no fecunda, no hincha su destino».
Pero la política también puede hacer algo. Un debate nacional auténtico, sin prescindir de la dimensión moral, se hace imprescindible. Y el mundo educativo debería ser protagonista en él, sencillamente porque es sobre nuestro futuro, usando las luces largas.
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