Manuel I. Cabezas González
Con lo que se denominó “el milagro económico español” (1959-1974), los españoles empezamos a entrar en la sociedad de consumo y tuvimos acceso a productos nuevos y desconocidos para nosotros. Entre éstos, la formica, símbolo y manifestación de una economía doméstica saneada y moderna. Por eso, mucha gente de los pueblos reemplazó las robustas mesas de roble o de castaño por las enclenques de formica con patas metálicas o las recubrieron de este nuevo material. Lo mismo sucedió, por citar otro ejemplo, con las fachadas de piedra de las casas, que fueron revocadas y pintadas para esconder la humilde y austera piedra, símbolo de rusticidad y de pobreza. Todo para dar una imagen de modernidad y de holgura económica. Hoy pasa lo contrario: se han recuperado los muebles de madera y se están desvistiendo las fachadas para poner en valor tanto la madera como la piedra. Estos cambios demuestran, como dijo el diseñador de interiores, el belga Axel Vervoordt, que “nada pasa de moda tan rápido como la moda”.
He traído a colación estos comportamientos provocados por el “milagro económico español” para referirme a algo muy similar, que ha acaecido, este verano, en el camposanto o cementerio de Almagarinos (pedanía del ayuntamiento de Igüeña, Bierzo Alto), sito en el teso el Argatón.
A primeros de agosto de este 2021, una compañía eléctrica hizo obras en Almagarinos. Y como le sobró hormigón, la autoridad municipal competente tuvo la nefasta idea de echar o, más bien, tirar el mortero sobrante en el camposanto o cementerio, convirtiendo una parte del mismo en un “camposanto encementado” (cf. mensaje icónico “ci-dessus”). Ahora bien, este hecho merece ser glosado, aunque sólo sea someramente.
Por un lado, el resultado del precitado encementado es muy peligroso, por su rugosidad, para las personas mayores: como suelen arrastrar los pies al deambular, las caídas estarán aseguradas cuando vayan a visitar los nichos de sus fenecidos seres queridos. Y, aviso para navegantes, la festividad de Todos los Santos y la visita obligada y consuetudinaria a nuestros seres queridos, que pasaron a mejor vida (?), están a la vuelta de la esquina.
Por otro lado, estética y ecológicamente, el encementado es un auténtico despropósito y un crimen de lesa estética y naturaleza. Es como la formica o el revocado de las paredes, que esconden lo que es natural: la madera y la piedra. Y, en el caso que nos ocupa, el encementado oculta nuestra madre tierra que, más tarde o más temprano, nos recibirá inexorablemente a todos en su seno, cerrando así el ciclo del que se habla en el Génesis (3,19): “quia pulvis es et in pulverem reverteris” (“Pues polvo eres y al polvo volverás»).
Lo sucedido en el camposanto de Almagarinos denota que el promotor y responsable municipal de tan descabellada idea y de tan desaguisada acción ha creído y cree que el término “cementerio” está relacionado con “cemento” y que un buen cementerio es un cementerio encementado. Y no es así. Etimológicamente, “cementerio” procede del latín “coemeterĭum” y éste, a su vez, del griego “κοιμητήριον” (“koimētḗrion”), que significa “dormitorio”. De ahí que el término “cementerio” sea definido por la RAE como el “terreno, generalmente cercado, destinado a enterrar cadáveres” para que encuentren el descanso y el sueño eternos.
Este “encementamiento” de parte del camposanto no es algo nuevo en Almagarinos. Llueve sobre mojado. Da la impresión de que los gestores municipales piensan y creen que la modernización del pueblo está en consonancia con la siembra de hormigón, la ausencia de una política de plantación de árboles nuevos y el talado de árboles en el casco urbano (varios nogales centenarios han sido cercenados en los últimos 40 años; entre ellos el que cobijaba, bajo su amplio ramaje, la celebración de los tradicionales concejos abiertos), para alejarlo de lo rústico y acercarlo a lo urbanita. ¡Craso error!
¡Cuidadín! No se trata de no urbanizar Almagarinos (y podríamos decir lo mismo de muchos otros pueblos de la “España vaciada y vacía”) sino de hacerlo, con cabeza y en su justa medida, sin destruir o degradar el “locus amoenus”: el ecosistema rural, natural y alejado, como hubiera dicho Fray Luis de León, del mundanal ruido; “locus amoenus” tan deseado y buscado, cada vez más, por los urbanitas. En efecto, el “locus amoenus”, junto al “beatus ille”, el “carpe diem” y el “tempus fugit” denotan algunas de las aspiraciones y valores de la Roma clásica y, en general, del ser humano a lo largo de la historia; y, cómo no, también del hombre de principios del siglo XXI. Todos estos tópicos literarios, como escribí en otro lugar, van en la misma dirección y nos invitan a no dejar para mañana lo que podamos gozar hoy (“carpe diem”), en un contexto agradable e idílico (“locus amoenus”), alejado del mundanal ruido (“beatus ille”), ya que el paso del tiempo (“tempus fugit”) nos conduce rápido e inevitablemente al dormitorio (i.e. “cementerio), donde encontraremos el reposo y el sueño eterno.
Con el “encementamiento” de una parte del camposanto de Almagarinos, los responsables municipales han hecho un pan con unas tortas. Han intentado poner puertas al campo, que es una aberración ecológica, estética y funcional, que repugna al sentido común. En vez del hormigonado, se podría haber respetado el césped natural y autóctono, que crecía ante los nichos, o se podría haber echado una simple capa de grava o gravilla o arena; además, se podría haber plantado un arriate de flores y unos árboles que dieran sombra; y se podrían haber instalado unos bancos, como vi, hace años, en el cementerio de Cluj-Napoca (Rumanía). Todo esto (y no el “encementamiento” del camposanto) haría más segura, confortable, reposada, agradable y placentera la visita a nuestros queridos antepasados del teso el Argatón que, como dijo alguien, están muy vivos ya que la muerte sólo llega con el olvido.
Ante los hechos narrados, los de la casta política de alta cuna o de baja cama deberían ver, oír y reflexionar dos veces no sólo antes de hacer propuestas y de tomar decisiones sino, también y sobre todo, antes de ejecutarlas. Tomar decisiones y llevarlas a cabo, “porque yo lo valgo”, como reza el eslogan publicitario de L’Oréal, no es de recibo cuando existe la institución del concejo abierto, que propicia y permite el ejercicio de la democracia directa. Así, no se dejaría para mañana lo que se debe hacer bien hoy y los responsables municipales no quedarían colgados de la brocha de sus flagrantes poli-incompetencias.
Manuel I. Cabezas González es Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas Profesor Titular de Lingüística y de Lingüística Aplicada Departamento de Filología Francesa y Románica (UAB)
© 2021-Manuel I. Cabezas González
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