MIGUEL DEL PINO
La Península Ibérica sufre periódicamente, desde tiempos ancestrales, el fenómeno de la «gota fría», consistente en verdaderos diluvios catastróficos que implican ingentes pérdidas de bienes y, lo que es peor, de vidas humanas.
Es relativamente sencillo explicar las causas meteorológicas del problema: el Mediterráneo, un mar casi cerrado y no demasiado grande, se calienta durante los veranos y emite a la atmósfera ingentes cantidades de vapor de agua; al llegar el otoño los vientos empujan estas masas hacia la Península donde van a chocar con vientos fríos procedentes de los llamados «chorros del frente polar»: tales impactos generan grandes precipitaciones, a veces seguidas de riadas catastróficas.
La situación se complica a causa de la orografía de las cuencas que reciben los impactos de estas gotas frías: el Levante español está plegado en multitud de sierras en las que las lluvias excavan cárcavas y barrancos con sus correspondientes vías de escape hacia el mar, que llamamos «ramblas»; las ramblas tienen el significado de canales de desagüe del agua torrencial, y es habitual que en su demoledor camino se encuentren con el hombre, sus construcciones y sus cultivos.
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La humanidad, desde la formación de las primitivas ciudades, tiende a asentarse en las llanuras de inundación por la sencilla razón de que son balsas de fertilidad y de riqueza agrícola, así ha ocurrido desde las civilizaciones mesopotámicas, las de los alto y bajo imperios egipcios o de las enormes plataformas aluviales de China.
Prosperidad a cambio de riesgo implica la necesidad de la existencia de clases gobernantes eficaces, las castas de ingenieros, de cuya inteligencia en la planificación dependerá la supervivencia de los políticos que las mantienen, ¿les va resultando conocido?
El antropólogo y divulgador norteamericano Marvin Harris, catedrático de la Universidad de Columbia, ha llamado «trampa hidráulica» a la dependencia de las clases gobernantes de los fenómenos meteorológicos extremos: catástrofes mal gestionadas han supuesto de manera inefable caídas de gobiernos e incluso de imperios. El Levante español es una trampa hidráulica particularmente intensa y activa, lo que denominó Wittfogel una «sociedad hidráulica».
En tiempos modernos, una nueva casta ha venido a sumarse a la de los ingenieros a la hora de gestionar las necesidades de las sociedades tan dependientes de agua como la nuestra: se trata de los ambientalistas y de sus primos, más ideologizados que científicos, los ecologistas.
Vientos ecologistas corren actualmente por una Europa que se autoproclama verde y que legisla sin tener en cuenta, porque no las conoce, las peculiaridades geológicas y ecológicas de España, que es, no lo olvidemos, el país más montañoso de la Unión Europea, además de vecino inmediato del Mare Nostrum generador de las gotas frías.
Apuesta Europa por políticas de restauración, ambiental y paisajística, que traten de recuperar las mayores extensiones posibles de naturaleza semejante a la ancestral del continente, con su correspondiente carga botánica y zoológica de biodiversidad virgen. Loable propósito, pero no siempre compatible con la prosperidad e incluso con la supervivencia humana, como ocurre en el caso de los barrancos mediterráneos.
Abolió el presidente Zapatero, nada más acceder al poder, el proyecto de Plan Hidrológico Nacional previsto por su antecesor, José María Aznar: era evidente que las razones para tal decisión fulminante estaban impregnadas de ideología, más que de reflexión política. Lo peor es que el plan desechado no fue sustituido con posterioridad, prácticamente por nada; ni previsiones de desagüe, ni parapetos, ni presas, pequeñas o medianas. Una verdadera desidia.
Preñado de ideología nació también el plan del gobierno de Puig, que priorizaba las huertas respecto a las obras de ingeniería en los barrancos diagnosticados como peligrosos: la imaginación de los verdes poco versados en ecología prefería creer que los suelos vegetales serían suficientes para frenar las inundaciones del futuro. Craso error derivado del exceso de optimismo, derivado a su vez sin duda de la ignorancia ecológica.
Y vamos con aquello del «cambio climático y los negacionistas» que ya empieza a ser esgrimido por algunos, con el presidente Sánchez a la cabeza: la propia dinámica de las catástrofes por inundación ocurridas en la cuenca mediterránea y registradas desde tiempos de Jaime I el Conquistador, demuestra que, como dice el pueblo, «estas cosas llevan pasando aquí toda la vida». Repasemos la casuística en las últimas décadas: 1957, Gran Riada del Turia que anegó Valencia. 1960, Riada del Vallés. 1973, Riada de Murcia. 1982, Pantanada del Tous. 1983, Inundación de Bilbao por la Ría de Nervión: ejemplos representativos y recordados.
En definitiva, la dureza de las condiciones climáticas en el Mediterráneo español, con sus barrancos activos y los peligros de formaciones periódicas de gotas frías, requieren, en primer lugar, la petición a la Unión Europea de que acepte en sus exigencias legislativas la particularidad ambiental de la Península Ibérica respecto al resto del continente.
Por otra parte, conviene recordar que en las sociedades primitivas como las mesopotámica y egipcia, sometidas a la «trampa hidráulica», parafraseando a Marvin Harris, cuando los ingenieros no trabajaban o no lo hacían bien entraban los bárbaros vecinos y acababan con los imperios; en este caso tratan de hacerlo los partidos de la oposición, aunque no estén libres de culpa, y les «comen la merienda» a los que gobiernan.
Este sábado, en la manifestación de Valencia, ya mostraron su intención de hacerlo.
Miguel del Pino
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