José Vicente Pascual
Me cuentan —porque no suelo estar al corriente sobre estos mundos y estas ferias—, que la concesión del premio Planeta de novela 2021 al equipo de escritores con bigote que se ocultaba tras el seudónimo “Carmen Mola”, ha suscitado muy airadas reacciones por parte de colectivos titulados feministas. Algunas más que airadas, coléricas, achacan a estos señores algo peor que haberse subido a la moda de la “literatura de mujeres”: la apropiación cultural y el engaño poco menos que doloso a muchos miles de lectoras que cayeron en el ardid y compraron la obra de Mola anterior al galardón planetario, compuesta, creo, por tres novelas de la misma saga: La novia gitana, La red púrpura y La Nena. Aparte de aquellas denostaciones, Carmen Mola ha sido borrada de todos los catálogos de narrativa femenina, expulsada de librerías temáticas —las célebres “librerías de mujeres”—, y condenada a eterna deshonra por el núcleo militante de la cultura “de género”.
La verdad es que hace muchísimos años que no esperaba nada nuevo, valioso o interesante del premio Planeta. Desde que el pizpireto Boris Izaguirre se alzó con la medalla de plata en esta competición literaria, gracias a una novela que pretendía ser ligera gaseosa y quedó en flatulenta y pare usted de contar, he tenido muy claro que este certamen versa, básicamente, de llevar a escritores sin pulso a lo más alto del tinglado comercial, en demostración un poco obscena de que la industria, poquito a poquito, va llegando a lo más bajo. El abandono del jurado del Planeta por Juan Marsé, en 2005, puso en evidencia este retozo que seguramente sea muy legítimo si se contempla desde la perspectiva de la cuenta de resultados, pero que ante la mínima exigencia de valor literario a las obras premiadas queda justo en lo que es: un fraude y una chapuza.
No esperaba nada de estas bambollas, decía, y creía haber dicho bien hasta que se ha producido el discreto escándalo de Carmen Mola. Probablemente la novela ganadora, La Bestia, posea la misma calidad y el mismo interés literario que la inmensa mayoría de las laureadas en el mismo certamen, pero esa no es la cuestión. Sospechamos que La Bestia es un churro, de acuerdo, mas su aparición en el mercado editorial —el gran mercado—, pone de manifiesto algunos aspectos interesantes que conciernen hoy al arte narrativo. El primero de ellos, desde luego, el sentido y alcance de la reiterada —más bien reiterativa, pertinaz—, “narrativa de mujeres”.
Seamos claros: si tres caballeros de chaqueta y corbata pueden inventarse a una autora, y escribir con nombre supuesto bajo supuesta visión femenina del mundo, y conseguir éxito notable con la impostura, al punto de que el grupo editorial más poderoso en lengua española se enamore de ellos y los favorezca con su millonario galardón, en busca de muchísimos más lectores y, por supuesto, lectoras, entonces la conclusión parece obvia: no existe, sensu estricto, una “literatura de mujeres”. Tampoco digo, porque nadie con conocimiento de causa puede hacerlo, que exista una “narrativa masculina”; ni hablar. Me conformo con suponer, creo que fundadamente, que sólo existe una clase de literatura. Pongamos que se llama a secas y sin apellidos: literatura.
La insistencia de las editoriales y, sobre todo, de los premios literarios, en promocionar a mujeres en las listas de obras galardonadas y más vendidas, cumpliendo a rajatabla con una especie de “cuota de resarcimiento” de la que se benefician las autoras y son apartados por sistema los autores, se muestra por completo inútil a la hora de establecer con nitidez las supuestas características diferenciadoras entre la novela escrita por hombres y por mujeres. Naturalmente, la historia de la literatura nos ofrece un amplio elenco de escritoras que no hubieran sido ellas mismas ni publicado las mismas obras —con perdón por la obviedad— si hubiesen sido hombres. Y viceversa. Pero esa distinción en el acento y el pulso literario se corresponde con la exclusiva individualidad de cada una de ellas y de ellos, y de ninguna manera dimana bio-psicológicamente de su condición sexual.
Por el contrario, cuando se ha pretendido levantar una literatura de mujeres bajo parámetros predefinidos, el primer efecto ha sido desarbolar lo más relevante —en el fondo lo único importante— del hecho creativo: la voluntad de estilo. Bien cierto parece, y si estoy equivocado, críticos y especialistas hay en las Españas que me sacarán del error. Aunque yo, relapso por naturaleza, en la convicción me mantengo aunque sea en espera de dictámenes superiores: si lo importante de la narrativa no es lo que se cuenta sino cómo se cuenta, es decir, la creación con el lenguaje como materia prima; y si las historias tienen el valor justo del modo en que se narran, a superior nivel decisorio del contenido que las integra, el resultado, en lo que concierne a la sedicente “literatura de mujeres” no puede ser más desolador. Se trate de novela contemporánea, histórica, policial… Se trate del género que fuere, esa incierta narrativa ensalzada, premiada, publicitada hasta la saciedad, ha renunciado a la relevancia creadora de lo literario para abrevar sin pausa ni mesura en lo importante del testimonio; y esto no sucede únicamente con “el formato libro”, no hay más que echar un vistazo a las películas, estrenos teatrales, canciones, etc, etc, que conforman el amplio mosaico del arte con perspectiva de género. El peso de cada historia personal aplasta la sutileza de la expresión; la llamativa vistosidad de la historia eclipsa el brillo del lenguaje; la crudeza sentimental enmudece al pensamiento y su necesario calado; lo resonante de la lamentación anula la fuerza de la representación… En suma, la importancia de lo que cada autora de esta ola quiere contar, reduce a su mínimo la dimensión literaria de lo relatado, como si el cuido del estilo y el esmero en las formas fuese una rémora prescindible, materia muerta que poco tiene que hacer ante la jerarquía del drama femenino. Todo lo cual no sería nefasto si la literatura, igual que la democracia, no fuese, ante todo, una cuestión de formas.
Cuando la literatura necesita apellidos para hacerse grande, una de dos: o lo literario se esfuma o el apellido sobra. De la narrativa española lo importante es lo primero, igual que sucede con la literatura gallega, la poesía en catalán, el cine francés y la filosofía alemana. Cuando a Borges le mencionaban “el pensamiento argentino”, le sonaba parecido a “equitación protestante”. La inexistencia de Carmen Mola lo ha demostrado una vez más: lo que en verdad cuenta no es quien cuenta el cuento y quién escribe el libro, sino –ya que hablamos de equitación—, quién monta el potro salvaje del arte y quién se conforma con un paseo en bicicleta por los aburridos jardines de la importancia.
La “literatura de mujeres” no Mola.
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