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Clara Campoamor fue vejada, acosada y perseguida con saña y crueldad por el Frente Popular en 1936 y la obligó a exiliarse… Quienes dicen ser ahora sus «herederos» pretenden apropiarse de ella.

CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN

Hace noventa y dos años, el primero de octubre de 1931, se concedió a las mujeres españolas la posibilidad de votar en las diversas elecciones. Paradógicamente, hasta entonces eran elegibles pero no «electoras». Por tal motivo la izquierda social-comunista homenajéa -a la vez que hipócritamente se vuelve a apropiar de ella- a Clara Campoamor.

Por enésima vez, esta gentuza vuelve a apropiarse de Clara Campoamor, pese a que la izquierda de la Segunda República Española la combatió con saña, con tremenda crueldad, la denigró, la calumnió, la persiguió, hasta tal extremo que Clara Campoamor acabó exiliándose… los socialistas y comunistas españoles ya han perdido toda clase de recato, de temor a sonrojarse, ya han perdido la «vergüenza» y manipulan y se apropian de la mujer a la que repudió el Frente Popular de 1936… y que huyó de la España republicana para salvar su vida.

Hablar de Clara Campoamor es hablar de cómo se consiguió el sufragio femenino en España, y que las mujeres españolas pudieran votar en las elecciones.

El sufragio femenino en España fue aprobado por las Cortes Españolas durante la Segunda República… pero, lo que entonces se produjo no fue como la izquierda española actual -que dice ser heredera de la de hace más de 80 años- nos cuenta, lean, lean:

Al proclamarse la Segunda República se abordó el asunto del voto femenino durante el periodo constituyente, por entonces Clara Campoamor fue elegida diputada –en 1931 las mujeres podían ser elegidas, pero no podían ser electoras, no poseían el derecho al voto, aunque parezca asombroso – formando parte de las listas del Partido Radical, al que se había afiliado por proclamarse éste “republicano, liberal, laico y democrático”: su propio ideario político. Formó parte de la Comisión Constitucional encargada de elaborar el proyecto de Constitución de la nueva República que, estaba integrada por 21 diputados, y allí luchó eficazmente para establecer la no discriminación por razón de sexo, la igualdad jurídica de los hijos e hijas habidos dentro y fuera del matrimonio, el divorcio y el sufragio universal, a menudo llamado “voto femenino”. Consiguió que la comisión constitucional aceptara todo, excepto lo relativo al voto femenino que, tuvo que debatirse en el Pleno del Congreso de los Diputados.

Clara Campoamor

La izquierda (de la cual dicen los socialistas y comunistas actuales dicen que, son “herederos”), con la excepción de un minúsculo grupo de socialistas y algunos republicanos, no quería que las mujeres votasen porque presuponía que estaban muy influidas por la Iglesia, y por sus esposos, y votarían a favor de la derecha.

Por ello, en el debate sobre el asunto, Clara Campoamor (miembro del Partido Radical) tuvo que enfrentarse a otra reconocida diputada, Victoria Kent (socialista anti-sufragista) contraria al voto de las mujeres. El debate fue sobresaliente y Clara Campoamor acabó siendo considerada como la vencedora.

Finalmente, la aprobación del sufragio femenino se logró con el apoyo de las derechas, parte de algunos diputados del PSOE  (con el voto en contra el sector encabezado por Indalecio Prieto) y algunos republicanos.

Otra “feminista” que también se significó como anti-sufragista fue Margarita Nelken, miembro de la Agrupación Socialista de Badajoz (Nelken fue la única mujer que consiguió las tres actas parlamentarias durante la Segunda República y es tristemente conocida por haberse significado en la represión y muerte de disientes, cuando Madrid fue asediada por las tropas del General Franco, durante la guerra civil española…) Margarita Nelken también se manifestó abiertamente en contra de otorgar derecho de voto a las mujeres en 1931, igual que su compañera de partido, la socialista Victoria Kent.

Los y las socialistas y comunistas que, en la actualidad se arrogan el monopolio de las “conquistas sociales y avances en la liberación de las mujeres” y van repartiendo certificados de “demócratas e igualitarios”, se cuidan muy, mucho de ocultar su vergonzoso pasado de gente reaccionaria, y claramente contraria al progreso, en el sentido propio de la palabra, de avanzar mejorando…

Lo mismo hacen, cuando ocultan su entusiasta apoyo y su estrecha y entusiasta colaboración con la Dictadura del General Primo de Rivera, en la década de los años 20 del siglo pasado, y su explícito apoyo a la Monarquía de Don Alfonso XIII, bisabuelo de nuestro actual rey, Felipe XI.

Ni que decir tiene que, en las elecciones de 1933, primeras en las que votaron las mujeres, dieron el triunfo a las derechas…

Para saber más, les invito a que lean las líneas que siguen, una breve biografía de Clara Campoamor, una mujer decente de la que, los canallas social-comunistas pretenden apropiarse inmeredecidamente:

Clara Campoamor nació en Madrid el 12 de febrero de 1888. Su padre, Manuel Campoamor Martínez, era un modesto empleado, y su madre, Pilar Rodríguez, ayudaba al sustento de la familia ejerciendo como modista, sobre todo a la muerte de su marido cuando sus hijos eran aún adolescentes. El padre, aunque nacido en Santoña, procedía de familia asturiana sin que hasta la fecha nadie haya encontrado vínculo alguno con el escritor y poeta asturiano Ramón de Campoamor, aunque hay quien ha manejado esa posibilidad.

Clara fue bautizada en la parroquia de San Ildefonso y tuvo dos hermanos más, pero sólo sobreviviría Ignacio, que llegó a ocupar algunos cargos importantes durante la República. Tenía ella 13 años cuando muere su padre por lo que se ve obligada a interrumpir sus estudios y ponerse a trabajar en oficios manuales como su madre, y un poco más tarde lo haría como dependienta en un comercio. Con 21 años cumplidos se presenta a unas oposiciones de auxiliar administrativo de Telégrafos, que saca sin mayores problemas. Su primer destino fue Zaragoza donde sólo estará unos meses pues muy pronto la trasladan a San Sebastián, ciudad en la que pasados algunos años llegó a defender a los procesados de la rebelión de Jaca. En San Sebastián permanece cuatro años y después de nuevas oposiciones, convocadas por el Ministerio de Instrucción Pública, que también obtiene, se marcha a Madrid como profesora de taquigrafía y mecanografía en las Escuelas Adultas de Madrid. Al mismo tiempo, trabajó como secretaria en el periódico maurista La Tribuna en el que colaboraban, entre otros, Ramón Gómez de la Serna y Tomás Borrás. Es en este periódico donde Clara Campoamor comenzará a sentir un interés grande por todo lo relacionado con la mujer. También colaboró en otros periódicos como ella misma nos va a contar.

En 1923 participa por primera vez en un acto público organizado por la Juventud Universitaria de Madrid. En él expone sus ideas sobre el feminismo. Al año siguiente finaliza sus estudios de Derecho en la Universidad madrileña cuando ya había cumplido treinta y seis años. Pero su vida profesional hasta entonces, nadie mejor que ella la puede contar:

«En el orden personal me he formado en lucha abierta, sola, privada de ayudas y sin buscar apoyo de ningún clan, lo que acaso sea el manantial directo de mis penalidades. He trabajado primero manualmente, después en la Administración del Estado, ingresando más tarde, por oposición en el profesorado, y simultaneando esos trabajos con los particulares o periodísticos, laboré en La Tribuna, Nuevo Heraldo, El Sol, y El Tiempo y colaboré en otros. En esa etapa hice mis estudios de Derecho y en 1925 comencé a ejercer la profesión de abogado. Séame escusada esta exhibición de circunstancias que nadie hará por mí, porque nunca me amparé en grupo alguno dispensador de fácil fama ni organizador de autobombos. Mi natural modesto, mi gusto por la austeridad y mi amor a la limpia conducta , me han privado siempre de compadres Crespines, a cuyo amparo tantas famas se propagan en nuestra tierra. Por estas circunstancias hube de combatir siempre con mayor pena, y del dolor de los golpes ganados en la lucha me quedó siempre una serena recompensa la que de mi personalidad sencilla nació, creció y logróse sin hipoteca alguna del espíritu o la materia. Es un confortador orgullo que resarce de infinitas amarguras.»{1}

Con el flamante título de abogada obtenido pide la admisión en la Academia de Jurisprudencia y en el colegio de Abogados de Madrid. Una vez admitida en ambos organismos, abre su primer despacho como profesional de la abogacía comenzando muy pronto a ser valorada. En el mes de abril de 1925 pronuncia una conferencia en la Academia de Jurisprudencia donde habla sobre la mujer ante el Derecho:

«Me presento ante vosotros como una mujer que cree representar a otras muchas mujeres, las cuales, desde su adolescencia, trataron de comprender e interpretar en su propio espíritu, desentrañando la oculta verdad encerrada, los dos aspectos extremos en que se debatió la mujer desde los primeros siglos: el de instrumento servil y explotable que aún predomina en pueblos sin civilidad…»{2}

Después de argumentar a favor de la incorporación de la mujer al trabajo, concluye con estas acertadas palabras: «…el siglo XX será, no lo dudéis, el de la emancipación femenina; ésta, aunque en marcha, se retardará aún todo el tiempo que transcurra sin consolidarse un tipo espiritual de mujer completamente liberada de los prejuicios y trabas ancestrales, cuyas mallas, si relajadas ya, constituyen aún ligazón de nervios sociales a la que no se atreve todavía a hurtarse mucha mujer; siquiera su falta de decisión para hacer revoluciones no le impida soñarlas.» (pág. 34.)

En los años siguientes sigue con su actividad en defensa de los derechos de la mujer. Presenta una memoria sobre investigación de la paternidad que la llevaría más tarde a enfrentarse ante el Tribunal Supremo en un pleito sobre el tema, como abogada de la otra parte, a Niceto Alcalá-Zamora. Pleito que perdió y que Clara Campoamor lo vio así: «Perdiese ante el Tribunal Supremo, que revocó la sentencia de la Audiencia, aquel pleito, como se perdían inveteradamente todos o casi todos los pleitos de reconocimiento de hijos naturales que en esas altas esferas de la justicia deben creerse autoengendrados por la mujer liviana, y el niño que fue provisionalmente hijo de un varón durante los meses que transcurrieron desde la sentencia de la Audiencia a la del supremo, volvió a ser tan sólo hijo de su madre, cual hay tantos. Pero no se perdió tan sólo eso, sino toda benevolencia o simpatía del ilustre letrado hacia mí, por un curioso y típico incidente de estrados […].
Así, en estrados se impugnó aquel día, con los fundamentos de la sentencia que declaraba a aquel niño hijo de un padre, mis tesis a favor del feminismo y de la infancia, «de cuyas ambiciosas realizaciones dormidas en los alvéolos del futuro nos separaba aún largo tiempo».
Confieso que me irritó el ataque por injustificado, por improcedente, por no bien intencionado en mi sentir, y traté yo también de probar mis incipientes armas de ataque. Me era fácil; entre los argumentos expuestos por mi admirado contrincante había el siguiente: «la imposibilidad fisiológica del presunto padre, hombre de cincuenta y nueve años, a la sazón, por haber engendrado un hijo». A lo que en rectificación contesté acusando mi imposibilidad femenina de afirmar el vigor masculino de un cincuentón en el encuentro de sexos, misión que dejaba al juicio y consideración del preopinante y del cónclave de sesudos y añejos varones de la Magistratura que me escuchaban y habían de emitir el fallo. ¡Nunca lo hubiera hecho! Mi irritación sincera fue pálida ante el del eximio letrado, que también replicó, llevando al terreno personal la alusión y hablándonos de su ejecutoria de padre de numerosos hijos.
Y tanto y tan sinceramente se enojó contra mi inocente réplica que al salir de estrados y felicitarle yo efusivamente por su forense intervención tendiéndole mi mano leal, forzadamente dejó estrechar la suya, en ese además frío de una palma caída y unos dedos tendidos en posición vertical, sin gesto ni cordialidad, ¡oh elocuente expresión de la mano humana!, y siempre desde entonces correspondió marcando la enojada distancia a mi sincera y leal consideración admirativa de aprendiz de abogado.»{3}

Sigue su lucha en pro de la mujer y el tema de la nacionalidad de la mujer española casada con un extranjero lo expone por vez primera en la Academia de Jurisprudencia. Durante su estancia en París conoce a colegas de otros países a las que propone crear una Federación Internacional de Mujeres de Carreras Jurídicas, que llevan a efecto. Participa en algunos Congresos sobre la protección a la infancia. Da una conferencia en marzo de 1928 sobre la incapacidad de la mujer casada que tituló «Antes que te cases…». Anteriormente había rechazado la Gran Cruz de Alfonso XIII. El general Primo de Rivera con el objeto de ir colocando mujeres en puestos de cierta relevancia incluye el nombre de Clara Campoamor en la Junta de Gobierno del Ateneo, pero no lo acepta con la disculpa de tener que pedir la excedencia de su cargo de Instrucción Pública que nunca abandonó a pesar de tener su despacho abierto. Pero en unas elecciones que hubo en 1930 para elegir nuevos cargos en la Junta , siendo presidente Gregorio Marañón, Clara Campoamor obtiene 478 votos, de los 768 votantes que hubo, siendo nombrada a continuación secretaria 3ª, pero en este no duró mucho porque al poco tiempo dimitió Gregorio Marañón y por solidaridad Clara Campoamor también.

En el aspecto político llegó a coquetear con el socialismo, pero nunca formó parte de él, aunque ahora cuando se les presenta la ocasión suelen utilizar su imagen. Su independencia política era notoria según ha quedado patente en su escrito que hemos reproducido anteriormente. Sintió perennemente la República y en consecuencia fue una republicana porque le parecía la mejor forma de gobierno, más conforme con la evolución natural de los pueblos y superior a cualquier otro régimen. En cuanto a que si la mujer debiera estar en política, en unas declaraciones que hizo en el año 1930, llegó a decir que ese momento ya había llegado «aunque lo discutan y lo nieguen los sesudos cicateros del Derecho». Al año siguiente, con la llegada de la República, entró a formar parte de la Junta de Acción Republicana bajo el liderazgo indiscutible de Manuel Azaña, pero por motivos poco claros Clara Campoamor abandona esa formación, aunque ella echa la culpa a las maniobras mezquinas en el seno de ese partido para escalar puestos en el Consejo Nacional. Pero esta mujer había cumplido ya cuarenta y tres años y tenia que acometer, en el menos tiempo posible, una carrera política. Fue posiblemente por eso, por lo que nada más abandonar aquel partido, pidió la entrada en el Partido Radical de Alejandro Lerroux que entonces encabezaba el ala de la derecha republicana. Este gesto cambiante hizo que el socialista Luis Jiménez de Asúa la tachara más tarde de «descarada trepadora».{4}

El 28 de junio de 1931 se celebraron elecciones en toda España y acudieron a las urnas algo más de cuatro millones de españoleS, que equivalía al 70% del censo electoral. Entre las elegidas estaba Clara Campoamor que salió por la circunscripción provincial de Madrid. Un mes después fue nombrada una Comisión encargada de redactar la Constitución. Entre los miembros que la formaban, bajo la presidencia del ya citado Jiménez de Asúa, se encontraba Clara Campoamor, única mujer formando parte de ella y que consideraba que la presencia de una mujer se hacía necesaria porque se iban a discutir cuestiones fundamentales para ellas. Como secretario fue elegido Alfonso García Valdecasas que participaría más tarde como orador con José Antonio Primo de Rivera en el mitin que tuvo lugar el 29 de octubre de 1933 en el teatro de la Comedia de Madrid, considerado como el acto fundacional de Falange Española.

La primera intervención que tuvo Clara Campoamor en la Comisión fue cuando se debatía el artículo 23 que pasaría después a ser el 25, de los 121 que tendría la nueva Constitución, y que quedó aprobado así:

«No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas. El Estado no reconoce distinciones y títulos nobiliarios». Pero el anteproyecto decía: «No podrán ser fundamento de privilegios jurídico: el nacimiento, la clase social, la riqueza, las ideas políticas y las creencias religiosas. Se reconoce en principio la igualdad de derechos de los dos sexos». Para Clara Campoamor si el nacimiento «indica el sexo, el artículo tiene una contradicción palmaria y digna de otros variados adjetivos, porque diría que no es fundamento de privilegio el sexo y a continuación diría que sí lo es, estableciendo el privilegio masculino del disfrute pleno de derechos, frente a la limitación del sexo femeninos, que sólo habría de gozarlos en principio.» (pág. 42.)

Según sus biógrafas fue vencida por votos permaneciendo el texto del Anteproyecto elaborado por la comisión Jurídica Asesora. «Clara Campoamor se desanima ante este primer fracaso, y prevé una más amplia derrota en el tema del voto. Por esto no sale de su asombro cuando la concesión del voto pasó con facilidad en la comisión con la aprobación de socialistas, radicales, azañistas y radicales socialistas»{5}. Y en este triunfo tuvo mucho que ver la intervención de Clara Campoamor que a pesar de que no tenía pensado intervenir se vio obligada a ello para salir al paso de algunos de los puntos del proyecto atacados. Era ese día el 1 de septiembre de 1931 cuando termina su disertación con estas palabras:

«Dejad que la mujer se manifieste como es, para conocerla y juzgarla; respetad su derecho como ser humano; pensad que una Constitución es también una transacción entre las tradiciones políticas de un país y el derecho constituyente, y si el derecho constituyente, como norma jurídica de los pueblos civilizados, cada día se aproxima más al conceptote la libertad, no nos invoquéis el trasnochado principio aristotélico de la desigualdad de los seres desiguales; todavía no nos habéis demostrado que podéis definir la desigualdad porque con esta teoría se llegó en los tiempos a decir que había hombres libres y que había hombres esclavos. Recordad además la afirmación de Hegel cuando dice que toda la Historia es un devenir hacia la conciencia liberal y cuando nos dice también que Oriente, marcando los estadios, supo que era libre uno, que Grecia y Roma supieron que lo eran unos pocos, pero que sólo nosotros sabemos que lo somos todos. El hombre específicamente es libre, y en un principio democrático no puede ser establecida una escala de derechos, ni una escala de intereses, ni una escala de actuaciones. Dejad, además a la mujer que actúe en Derecho, que será la única forma que se eduque en él, fueren cuales fueren los tropiezos y vacilaciones que en principio tuviere.
Y, por último, perdonad, señores diputados, que os haya molestado con esta digresión., Era mi deber. Momentos habrá, cuando se discutan los votos particulares, en que yo, cumpliendo este mismo deber, eleve aquí mi voz. […]
Pero además, y para terminar, hay algo que me importa mucho más en esto. Yo hago un distingo preciso entre mi sentimiento ciudadano y el sentimiento de sexo, ambos potentes y poderosos, pero el primero acaso más. Yo pienso y me enorgullezco de que en España, cuando tantas veces hemos rechazado el falso patriotismo, hoy reconocemos, cuando el patriotismo se asienta en nuestra verdad y no en las ficciones, cómo sentimos la Patria y cómo la amamos. Yo me he regocijado pensando en que esta Constitución será, por su época y por su espíritu, la mejor, hasta ahora, de las que existen en el mundo civilizado, la más libre, la más avanzada, y he pensado también, en ella como en aquel decreto del gobierno provisional que a los quince días de venir la República hizo más justicia a la mujer que la hicieron veinte siglos de Monarquía. Pienso que es el primer país latino en que el derecho a la mujer va a ser reconocido, en que puede levantarse en una Cámara latina la voz de una mujer, una voz modesta como ella, pero que nos quiere traer la auras de la verdad y me enorgullezco con la idea de que sea mi España la que alce esa bandera de liberación de la mujer, la que diga a los países latinos, a los únicos que se resisten, acaso por ese atavismo católico de que yo hablaba antes que diga a los países cuál es el rumbo que debe seguir la latinidad, que no es algo ajeno ni extraño a todos los demás países. Y yo digo, señores legisladores: no dejad que ese airón latino caiga en el barro o en el polvo de la indiferencia, no dejéis que sea otra nación latina la que pueda poner a la cabeza de su Constitución, en días próximos, la liberación de la mujer, vuestra compañera.»{6}

Otros derechos que tenían que ver con la mujer como por ejemplo, los relacionados con la familia y sobre la investigación de la paternidad, fueron aceptados por mayoría. En cuanto al divorcio fue rechazado por los votos de la derecha y progresistas. De la Comisión constitucional salía, por lo tanto, el derecho femenino, en esta forma:

«Aprobado el principio del derecho a la nacionalidad. La concesión del voto femenino, sin limitaciones. Aprobado el principio de la igualdad civil en el matrimonio y el de la investigación de la de la paternidad. En contradicción con todas estas declaraciones de derecho, y amenazándolas, si no de destrucción de parálisis, la negativa a incluir en el artículo 23 el sexo como causa negativa de privilegio y concediendo el derecho tan sólo en principio.» (pág. 52.)

Una vez que la Comisión entregó a la Cámara el proyecto, éste comenzó a discutirse. Es por estas fechas cuando por primera vez habla en las Cortes Clara Campoamor y en una de sus intervenciones se hace esta pregunta: «¿Qué hacemos dos mujeres –se refiere también a Victoria Kent– en una Cámara de 500 diputados?»{7}. Indudablemente se encontraban en la más mínima oposición y encima después ambas no opinaban lo mismo a la hora de pedir el voto para la mujer. Intervinieron estos días varios parlamentarios, entre ellos el jefe de la minoría radical Rafael Guerra del Río que aunque era del mismo partido que Clara Campoamor no opinaba igual a la hora de pedir el voto femenino porque estimaba «que está bien conceder iguales derechos a los dos sexos, pero reputa peligroso conceder el voto a la mujer desde este mismo momento, aunque está demostrado que los varones son excelentes defensores de la República; pero no se puede prever si la mujer se entregará en la vida política al cura y a la reacción»{8}. Este punto de vista fue criticado después por el canónigo Ricardo Gómez Rojí, diputado agrario por Burgos, cuando escribió que aquél propuso la tesis contraria al voto femenino «de la manera más torpe, egoísta, baja y ofensiva para la mujer y para la religión»{9}.

También intervino ese día el diputado radical José Alvarez-Buylla que daba expresión a lo que muchos tenían in mente y que no era otra cosa que pensaban que conceder el voto a la mujer significaba una puñalada trapera: «Ahora bien, contra esa puñalada trapera, nosotros tenemos un remedio: el peligro del voto de las mujeres está en los confesionarios y en la Iglesia; arrojando a las órdenes religiosas hemos salvado el peligro de la votación de hoy. Y vosotros habréis de tener en cuenta que con la votación de hoy habéis puesto el fuego a la mecha»{10}. Por su parte, Clara Campoamor recoge estas palabras que también pronunció Alvarez-Buylla y del que dice que en su exposición siguió un camino medioeval:

«Algo más traéis a la Constitución, el voto de las mujeres. Permitidme que rindiendo un fervoroso culto a esa mitad de género humano, os diga (perdone la Srta. Campoamor, que si todas fuesen como ella no tendría inconveniente en darles al voto ¡¡) que el voto de las mujeres es un elemento peligrosísimo para la República; que la mujer española merece hoy toda clase de respetos dentro de aquel hogar español que cantó Gabriel y Galán como ama de casa; que como educadora de sus hijos merece también las alabanzas de los poetas; pero que la mujer española como política es retardataria, es retrógrada; todavía no se ha separado de la influencia de la sacristía y del confesionario, y al dar el voto a las mujeres se ponen en sus manos un arma política que acabará con la República…Nosotros queremos realidades, no hablamos para la galería. Yo creo que a la mujer puede dársele el derecho pasivo, el derecho a ser elegida, pero nunca el derecho a ser electora.» (págs. 56-57.)

Clara Campoamor, pues, había conseguido que el anteproyecto constitucional recogiese el establecimiento de plenos derechos electorales para las mujeres, pero ahora tocaba defenderlo. Su voz fue la que más se oyó en el histórico debate de las Cortes Constituyentes, alzándose, incluso, contra la de la otra mujer de la Cámara, Victoria Kent, que pidió el aplazamiento de la concesión del voto de la mujer por considerarlo un peligro para la República. Estas fueron algunas de sus palabras: «creo que el voto femenino debe aplazarse»; «creo que no es el momento de otorgar el voto a la mujer española»; «me levanto a pedir a la Cámara que despierte la conciencia republicana que reviva la fe liberal y democrática y que aplace el voto para la mujer»{11}. El debate entre estas dos mujeres, a Manuel Azaña le pareció muy divertido: «La señorita Kent está porque no se conceda ahora el voto a las mujeres, que en gran número siguen las inspiraciones de los curas y los frailes, y si votasen se pondría en peligro la República. La señorita Campoamor es de la opinión contraria. La Campoamor es más lista y más elocuente que la Kent, pero también más antipática.»{12}

A todos sorprendió la actitud de Victoria Kent, mujer culta y liberada, de que no se pronunciara a favor de esta concesión constitucional a la mujer española. Por eso, una vez que finalizó su turno en el uso de la palabra, su más fervorosa opositora, Clara Campoamor, pronunció un discurso de enorme interés para conseguir que se hiciera realidad el voto de la mujer en España. Por esta razón, y por ser poco conocido, lo transcribimos en su totalidad:

«Señores diputados: lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi colega, señorita Kent, comprendo, por el contrario, la tortura de su espíritu al haberse visto hoy en trance de negar la capacidad inicial de la mujer. Creo que por su pensamiento ha debido de pasar, en alguna forma, la amarga frase de Anatole France cuando nos habla de aquellos socialistas que, forzados por la necesidad, iban al Parlamento a legislar contra los suyos.
Respecto a la serie de afirmaciones que se han hecho esta tarde contra el voto de la mujer, he de decir, con toda la consideración necesaria, que no están apoyadas en la realidad. Tomemos al azar algunas de ellas. ¿Que cuándo las mujeres se han levantado para protestar de la guerra de Marruecos? Primero: ¿y por qué no los hombres? Segundo: ¿quién protestó y se levantó en Zaragoza cuando la guerra de Cuba más que las mujeres? ¿Quién nutrió la manifestación pro responsabilidades del Ateneo, con motivo del desastre de Annual, más que las mujeres, que iban en mayor número que los hombres?
¡Las mujeres! ¿Cómo puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se les concederá como premio el derecho a votar? ¿Es que no han luchado las mujeres por la República? ¿Es que al hablar con elogio de las mujeres obreras y de las mujeres universitarias no está cantando su capacidad? Además, al hablar de las mujeres obreras y universitarias, ¿se va a ignorar a todas las que no pertenecen a una clase ni a la otra? ¿No sufren éstas las consecuencias de la legislación? ¿No pagan los impuestos para sostener al Estado en la misma forma que las otras y que los varones? ¿No refluye sobre ellas toda la consecuencia de la legislación que se elabora aquí para los dos sexos, pero solamente dirigida y matizada por uno? ¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su capacidad? Y ¿por qué no los hombres? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de la República, ha de tener sus derechos y han de ponerse en un lazareto los de la mujer?
Pero, además, señores diputados, los que votasteis por la República, y a quienes os votaron los republicanos, meditad un momento y decid si habéis votado solos, si os votaron sólo los hombres. ¿Ha estado ausente del voto la mujer? Pues entonces, si afirmáis que la mujer no influye para nada en la vida política del hombre, estáis –fijaos bien– afirmando su personalidad, afirmando la resistencia a acatarlos. ¿Y es en nombre de esa personalidad, que con vuestra repulsa reconocéis y declaráis, por lo que cerráis las puertas a la mujer en materia electoral? ¿Es que tenéis derecho a hacer eso? No; tenéis el derecho que os ha dado la ley, la ley que hicisteis vosotros, pero no tenéis el derecho natural fundamental, que se basa en el respeto a todo ser humano, y lo que hacéis es detentar un poder; dejad que la mujer se manifieste y veréis como ese poder no podéis seguir detentándolo.
No se trata aquí esta cuestión desde el punto de vista del principio, que harto claro está, y en vuestras conciencias repercute, que es un problema de ética, de pura ética reconocer a la mujer, ser humano, todos sus derechos, porque ya desde Fitche, en 1796, se ha aceptado, en principio también, el postulado de que sólo aquel que no considere a la mujer un ser humano es capaz de afirmar que todos los derechos del hombre y del ciudadano no deben ser los mismos para la mujer que para el hombre. Y en el Parlamento francés, en 1848, Victor Considerant se levantó para decir que una Constitución que concede el voto al mendigo, al doméstico y al analfabeto –que en España existe– no puede negárselo a la mujer. No es desde el punto de vista del principio, es desde el temor que aquí se ha expuesto, fuera del ámbito del principio –cosa dolorosa para un abogado–, como se puede venir a discutir el derecho de la mujer a que sea reconocido en la Constitución el de sufragio. Y desde el punto de vista práctico, utilitario, ¿de qué acusáis a la mujer? ¿Es de ignorancia? Pues yo no puedo, por enojosas que sean las estadísticas, dejar de referirme a un estudio del señor Luzuriaga acerca del analfabetismo en España.
Hace él un estudio cíclico desde 1868 hasta el año 1910, nada más, porque las estadísticas van muy lentamente y no hay en España otras. ¿Y sabéis lo que dice esa estadística? Pues dice que, tomando los números globales en el ciclo de 1860 a 1910, se observa que mientras el número total de analfabetos varones, lejos de disminuir, ha aumentado en 73.082, el de la mujer analfabeta ha disminuido en 48.098; y refiriéndose a la proporcionalidad del analfabetismo en la población global, la disminución en los varones es sólo de 12,7 por cien, en tanto que en las hembras es del 20,2 por cien. Esto quiere decir simplemente que la disminución del analfabetismo es más rápida en las mujeres que en los hombres y que de continuar ese proceso de disminución en los dos sexos, no sólo llegarán a alcanzar las mujeres el grado de cultura elemental de los hombres, sino que lo sobrepasarán. Eso en 1910. Y desde 1910 ha seguido la curva ascendente, y la mujer, hoy día, es menos analfabeta que el varón. No es, pues, desde el punto de vista de la ignorancia desde el que se puede negar a la mujer la entrada en la obtención de este derecho.
Otra cosa, además, al varón que ha de votar. No olvidéis que no sois hijos de varón tan sólo, sino que se reúne en vosotros el producto de los dos sexos. En ausencia mía y leyendo el diario de sesiones, pude ver en él que un doctor hablaba aquí de que no había ecuación posible y, con espíritu heredado de Moebius y Aristóteles, declaraba la incapacidad de la mujer.
A eso, un solo argumento: aunque no queráis y si por acaso admitís la incapacidad femenina, votáis con la mitad de vuestro ser incapaz. Yo y todas las mujeres a quienes represento queremos votar con nuestra mitad masculina, porque no hay degeneración de sexos, porque todos somos hijos de hombre y mujer y recibimos por igual las dos partes de nuestro ser, argumento que han desarrollado los biólogos. Somos producto de dos seres; no hay incapacidad posible de vosotros a mí, ni de mí a vosotros.
Desconocer esto es negar la realidad evidente. Negadlo si queréis; sois libres de ello, pero sólo en virtud de un derecho que habéis (perdonadme la palabra, que digo sólo por su claridad y no con espíritu agresivo) detentado, porque os disteis a vosotros mismos las leyes; pero no porque tengáis un derecho natural para poner al margen a la mujer.
Yo, señores diputados, me siento ciudadana antes que mujer, y considero que sería un profundo error político dejar a la mujer al margen de ese derecho, a la mujer que espera y confía en vosotros; a la mujer que, como ocurrió con otras fuerzas nuevas en la revolución francesa, será indiscutiblemente una nueva fuerza que se incorpora al derecho y no hay sino que empujarla a que siga su camino.
No dejéis a la mujer que, si es regresiva, piense que su esperanza estuvo en la dictadura; no dejéis a la mujer que piense, si es avanzada, que su esperanza de igualdad está en el comunismo. No cometáis, señores diputados, ese error político de gravísimas consecuencias. Salváis a la República, ayudáis a la República atrayéndoos y sumándoos esa fuerza que espera ansiosa el momento de su redención.
Cada uno habla en virtud de una experiencia y yo os hablo en nombre de la mía propia. Yo soy diputado por la provincia de Madrid; la he recorrido, no sólo en cumplimiento de mi deber, sino por cariño, y muchas veces, siempre, he visto que a los actos públicos acudía una concurrencia femenina muy superior a la masculina, y he visto en los ojos de esas mujeres la esperanza de redención, he visto el deseo de ayudar a la República, he visto la pasión y la emoción que ponen en sus ideales. La mujer española espera hoy de la República la redención suya y la redención del hijo. No cometáis un error histórico que no tendréis nunca bastante tiempo para llorar; que no tendréis nunca bastante tiempo para llorar al dejar al margen de la República a la mujer, que representa una fuerza nueva, una fuerza joven; que ha sido simpatía y apoyo para los hombres que estaban en las cárceles; que ha sufrido en muchos casos como vosotros mismos, y que está anhelante, aplicándose a sí misma la frase de Humboldt de que la única manera de madurarse para el ejercicio de la libertad y de hacerla accesible a todos es caminar dentro de ella.
Señores diputados, he pronunciado mis últimas palabras en este debate. Perdonadme si os molesté, considero que es mi convicción la que habla; que ante un ideal lo defendería hasta la muerte; que pondría, como dije ayer, la cabeza y el corazón en el platillo de la balanza, de igual modo Breno colocó su espada, para que se inclinara en favor del voto de la mujer, y que además sigo pensando, y no por vanidad, sino por íntima convicción, que nadie como yo sirve en estos momentos a la República española.»{13}

La Cámara desde ese momento quedó dividida en dos grupos. A petición de varios diputados, la votación fue nominal, pero antes de producirse hubo algunos parlamentarios que abandonaron el Congreso al no estar de acuerdo con lo que su partido iba a votar. La ausencia más destacada fue la del socialista Indalecio Prieto que se opuso desde el primer momento al voto de la mujer. En cuanto a otros diputados que votaron «no» se encontraban, además de la ya citada Victoria Kent, nombres tan conocidos como el de Martínez Barrio, Lerroux, Salazar Alonso, Sánchez Albornoz, Gordón Ordax, etc. El resultado de la votación, fue 161 votos a favor y 121 en contra. El 40% restante, 188 diputados, o no estuvieron presentes o se abstuvieron. El polémico artículo 34, que establecía la equiparación de derechos electorales para los ciudadanos de uno y otro sexo mayores de veintitrés años, salió adelante, aunque Acción Republicana aún hizo una última intentona: en el período abierto para presentar Disposiciones Adicionales Transitorias al texto constitucional propuso una enmienda en la que pretendía que el voto femenino sólo fuese efectivo en las elecciones municipales y no en las legislativas. De nuevo, Clara Campoamor levantó su voz en contra de esta limitación y la enmienda quedó desechada tan sólo por cuatro votos de diferencia, el derecho al voto femenino fu así una realidad en España.

Todavía Clara Campoamor tendría que pasar días amargos cuando fue derrotada en la provincia de Madrid en las elecciones de 1933. Es decir, se había votado contra lo que ella había defendido. Años más tarde trajo aún más graves consecuencias para ella cuando en la elecciones de 1936 los republicanos, a los que llama «cómitres», le impidieron presentarse «a la lucha en condiciones que no fueran disolventes para mi consecuencia» (pág. 250). Como es lógico, esta postura que adoptaron con su persona le causó tristeza y penosa impresión al verse desplazada de formar parte como candidata en unas elecciones. Pero antes de que esto ocurriera, todavía tuvo que soportar la crítica de la izquierda cuando ésta perdió las elecciones de 1933. Una de ellas viene de la mano de Indalecio Prieto «especialista en sacudirse las moscas, y a quien nunca he visto reconocer, sinceramente, que hubiera cometido un error, echaba la culpa de todo al voto de la mujer», nos dice el socialista Juan-Simeón Vidarte, quien además reproduce este diálogo entre aquél y Largo Caballero:

«–Si me hubierais hecho caso, dejando en suspenso el voto de la mujer para otras elecciones, no tendríamos ahora problema ninguno.
—Pero habríamos ido contra nuestros acuerdos y principios –le replicó Caballero.
—Nadie se hubiera dado la menor cuenta. Bastaba con decirles a unos cuantos diputados, que lo estaban deseando, que se quedaran en el café o no entraran en el salón.
—Eso sido una traición –insistió Caballero.
—¿Traición a qué y a quién?
—A nosotros mismos, que es la peor de las traiciones.
—¡Pues sí que estás tú hecho un buen Lenin!»
{14}

Por su parte, Diego Martínez Barrio acusó a Clara Campoamor de haberse expatriado en 1936 «para coquetear desde el extranjero, si bien unilateralmente, con el general Franco y los hombres resentidos de la tercera España»{15}. La critica también por los bandazos electorales de 1933 y 1936 que fueron causa de que con «el voto femenino y la ley electoral del todo o nada, la República salió de Escila para entrar en Cadibidis, arrancándose de un peligro y soportando otro, siempre sobre la realidad deplorable de que las zonas medias de la sociedad quedaran a merced de oleajes tormentosos, que por un lado llevaban a la dictadura y por otro a la revolución. Aquella histórica espada de Breno, esgrimida metafóricamente por la señorita Campoamor, se convirtió, como era previsible en una navaja cachicuerna, magnífica para apuñalar, a través del voto confesional, la República de los ensayistas»{16}.

Cuando Alejando Lerroux es nombrado presidente de Gobierno en noviembre de 1933, le ofrece la Dirección General de Beneficencia, que acepta. Desde este cargo organiza la inexistente Asistencia pública, a base de nuevos servicios y con las escasas dotaciones que pudo introducir en el Presupuesto. En octubre de 1934, días después de la Revolución, el Consejo de ministros la envía a «Asturias con la misión de hacerme cargo de los niños»{17}. De su estancia en esta provincia no hay mucho escrito, pero sí lo hace Alexandre Jaume –primer diputado socialista por Baleares– quien tomando unas declaraciones de Clara Campoamor, dice que ésta «no conoció otro caso de represión, por parte de los revolucionarios, que unos fusilamientos en Turón»{18}. ¿Unos? No, en Turón fueron 12 personas, de ellas nueve religiosos que son algo más de unos, pero es que además hubo más muertes de seres inocentes en otros lugares de Asturias. Pero lo que Jaume no nos descubre es la fuente de esas declaraciones ni tampoco todo lo que la directora dijo al Heraldo de Madrid, y que en parte fueron reproducidas en un libro editado en 1934 por la Editorial Castro de Madrid. Estas declaraciones son, con toda seguridad, las que le sirvieron al socialista para recoger parte de ellas en el suyo. No quiso recoger, porque no le interesaba, estas otras que Clara Campoamor hace al periodista del Heraldo de Madrid:

«—¿Qué lugares de Asturias ha visitado usted?
Oviedo, Mieres, Sama, La Felguera, Gijón y los alrededores de la capital.
—¿Cuál es su impresión general sobre el estado en que se hallan todas estas localidades?
He podido apreciar una gran diferencia entre el aspecto que presenta Oviedo y el que caracteriza a las restantes poblaciones mencionadas. La impresión que produce Oviedo es desoladora. Por el contrario, en Mieres, Sama, etc., el aspecto es normal, salvo los impactos que puedan apreciarse en diversas fachadas, cristales rotos y, en fin, todas las características lógicas de aprecias en un movimiento revolucionario. En general, los únicos edificios destruidos o verdaderamente perjudicados en estos puntos son los cuarteles de la Guardia Civil.{19}
—¿Son muchos los inmuebles destruidos por el fuego en Oviedo?
Según parece, ciento. Yo he contado sesenta. Aparte de edificios tales como la Universidad, teatro Campoamor,{20} Audiencia… En la calle de Uría, alrededor de la catedral, al lado de la Universidad, y en otros lugares hay filas de casas que no son otra cosa que ruinas. Y desde luego todas están vacías. […].
—¿Es cierto lo que se ha dicho sobre la dirección del movimiento?
Mi impresión es que los dos primeros días la dirección fue socialista; después de jóvenes mineros también socialistas y, finalmente, comunistas. Consta que no hago otra cosa que referir el hecho, sin más comentarios.
—¿Qué aspecto presenta en estos momentos lo que pudiéramos llamar elemento pacífico de la población?
Desde luego, trágico. La gente está aterrada. Tenga usted en cuenta que el tiroteo constante duró nueve días; de los cuales seis fueron terribles. Ahora es preciso ejercer una acción de beneficencia constante. Conozco, como es lógico, casos amargos de desamparo. Puede asegurarse que el número de niños desamparados es de quinientos.»{21}

Pero pocos años después de hacer estas declaraciones, Clara Campoamor en su libro tantas veces citado El voto femenino y yo, dice que las mismas salieron «mutiladas, y por ello disminuidas» (pág. 281); aunque no aclara ni señala dónde están esas mutilaciones, algo que, por otro lado, no le hubiera sido difícil recogerlas en el libro ya que nadie le hubiera impedido conocer su verdad. Tampoco corrigió, manteniéndose en lo dicho anteriormente, lo de sólo «unos fusilamientos en Turón», cuando solamente el número de sacerdotes, frailes y seminaristas asesinados fue de 34; y el número de civiles muertos, según datos oficiales, fue de 677, algunos de ellos asesinados. También olvidó plasmar en su libro lo que dijo a alguna prensa de Oviedo cuando declaró que «celebraba infinito la iniciativa del presidente del Consejo de ministros, que tiende a cancelar odios y rencores atendiendo con el máximo cariño a todos los niños, fueran sus padres militares, ciudadanos pacíficos o rebeldes, pues en manera alguna se puede echar sobre los niños las responsabilidades que pudieran haber contraído sus padres»{22}.

A raíz de estos tristes acontecimientos, Clara Campoamor comenzó a no sentirse a gusto con el ministro, el cedista Anguera de Sojo, de quien dependía y que acababa de entrar a formar parte del Gobierno de Lerroux. «El hecho de la colaboración de la Ceda, que personalmente rechazaba, no podía tener una resultancia inmediata y explosiva; no se puede abandonar –decía– un partido al día siguiente de haber desempeñado en su nombre un cargo gubernamental, cuando este partido, por lo que sea, tiene que afrontar un levantamiento revolucionario. Hay que tener la serenidad de resignarse, antes de de segregarse, luchar desde dentro para que el error se rectifique»{23}. Puestas así las cosas, Clara Campoamor no lo piensa más y el 23 de febrero de 1935 escribe una larga carta a Lerroux en la que, entre otras cosas, le decía:

«No fui nunca un elemento de derecha, ni aun de centro derecha, en el partido. Cuando me designó usted para la Dirección General de Beneficencia, desarrollé en ella, hasta donde circunstancias ajenas a mi voluntad me lo permitieron, un plan liberal, radical y justo, que respondía en absoluto al espíritu y letra del programa del partido; plan que, si es cierto mereció su aprobación y aliento, después no obtuvo la más leve defensa ante la piqueta demoledora de la Ceda, que en un Gobierno de coalición ha podido deshacer o mixtificar todo lo que sus colaboradores representan, a paciencia y evangélica resignación de estos» (pág. 283.)

En el mes de julio solicita ser admitida en Izquierda Republicana, pero un grupo de afiliados presentó un escrito oponiéndose a su ingreso. Así y todo insistió ante la Junta provincial que le aconsejó retirase su petición, que se negó a hacer, pero no quedándole finalmente más remedio que aceptar la derrota en su intento de formar parte de aquél partido, que por mayoría rechazada su admisión, que lideraba Manuel Azaña. Así, pues, vemos a Clara Campoamor sin partido con el que pudiera presentarse a las elecciones que iban a celebrarse en febrero de 1936. Algunas Agrupaciones femeninas le requirieron con el propósito de presentar una candidatura en la que iría incluido su nombre pues les parecía absurdo que aquella mujer que consiguió que ellas votasen, quedara fuera de aquella consulta. Le conmovió el gesto, pero rechazó la propuesta porque sabía que nada se podía hacer frente a dos grandes grupos coaligados y que su fracaso en las urnas sería evidente. Ganó el Frente Popular y ella sintió una inmensa alegría porque había terminado para siempre la injusta actitud contra el voto femenino.

Pocos días antes de dar comienzo la guerra, Clara Campoamor se encontraba en Madrid y no llegó a comprender la indiferencia del gobierno republicano ante la creciente oleada de anarquía actuando, bajo la presión de sus aliados los marxistas, «con la mayor severidad contra los miembros de Falange Española. Se procedió a numerosos arrestos. Y a veces surgían sorpresas: se hallaban entre los fascistas (sic) los hijos de conocidos miembros del Frente Popular…»{24}. Y escribe más adelante:

«Al principio se persiguió a los elementos fascistas. Luego la distinción se hizo borrosa. Se detenía y se fusilaba a personas pertenecientes a la derecha o simpatizantes, más tarde a los miembros del partido radical del Sr. Lerroux, y luego –error trágico o venganza de clase– se incluyó a personas de la izquierda republicana como el infeliz director de un colegio para muchachos, el Sr. Susaeta, hijo de un ex diputado radical socialista…Cuando se comprobaban aquellos errores, se echaba la culpa de los asesinatos a los fascistas y se continuaba» (pág. 99).

Ante la anarquía que reinaba en Madrid y la falta de seguridad personal, incluso para los liberales, Clara Campoamor decide abandonar la capital de España a principios de septiembre. Sabía muy bien «que los autores de los excesos, o los que han tolerado que se cometan, siempre encuentran excusas aunque sólo consistan en pretender que hay que juzgar las revoluciones en su conjunto y no en sus detalles, por elocuentes que sean. ¡Y yo no quería ser uno de esos detalles sacrificados inútilmente!» (pág. 176). En su exilio la acompañan su anciana madre y una sobrina. Embarcan en Alicante y llegan a Génova donde son detenidas unas horas. Había conocido, nos dice, el fanatismo de la izquierda y ahora se iba a encarar con el fanatismo de la derecha. Ella que estaba tan alejada de fascismo como del comunismo por su condición de liberal. Después de las preguntas de rigor, las dejan continuar viaje y llegan a Suiza donde permanece algún tiempo y también en Francia. En 1938 se instala en Argentina donde vivirá cerca de una década dando conferencias y traduciendo libros. En 1947 regresa a Madrid donde sólo permanece poco más de un mes regresando de nuevo a tierras argentinas. En 1950 o 1951 regresa de nuevo a España donde conecta con la escritora Concha Espina. Ésta intenta ayudarla, pero dicen algunos de los biógrafos de Campoamor, sin aportar ninguna prueba, que las autoridades españolas le pidieron que les facilitara nombres de masones cuando no está claro que ella lo fuera porque nunca apareció su expediente de iniciación. Haya sido por un motivo u otro, el caso es que regresa de nuevo a Argentina abandonando este país en 1955 para instalarse de manera definitiva en Lausana (Suiza), donde trabajó en un bufete ejerciendo la abogacía hasta que se quedó ciega. Años después, un cáncer termina con su vida y fallece en abril de 1972 a los 84 años.

Notas

{1} Clara Campoamor, El voto femenino y yo. La Sal. Barcelona, 1981, págs. 293-294.

{2} Clara Campoamor, El derecho de la mujer. Ed. Beltrán. Madrid, 1936. Cif., Concha Fagoaga & Paloma Saavedra, Clara Campoamor. La sufragista española. Instituto de la Mujer. Madrid, 1986. 2ª edición, págs. 33-34.

{3} Clara Campoamor, El voto…Op. cit., págs. 111-113. No obstante a la decepción que le produjo el abogado Niceto Alcalá-Zamora, el nombre de Clara Campoamor figura entre el corto números de amigos que acompañaron al cadáver, de quien fue presidente de la República, cuando fue enterrado en Buenos Aires el 19 de febrero de 1949.

{4} Luis Jiménez de Asúa, Anécdotas de las Constituyente. Buenos Aires, 1942, pág. 45. Cif., Concha Fagoaga…, Op. cit., pág. 63.

{5} Cif., Concha Fagoaga & Paloma Saavedra, Op. cit., págs. 70-71.

{6} Diario de Sesiones, 1-IX-1931, pág. 701.

{7} En realidad el número exacto era de 470. Por otra parte, en las elecciones parciales que tuvieron lugar en octubre de 1931, por renuncia de los diputados que habían obtenido doble acta, resultó elegida también Margarita Nelken que se presentó por el Partido Socialista en Badajoz.

{8} Diario Abc, Madrid, 1-X-1931, pág. 24. Sobre este diputado, ministro de Obras Públicas en un gabinete presidido por Lerroux, se dijo que durante la guerra había sido asesinado en Madrid. Clara Campoamor escribió un artículo contando el hecho con todo clase de pormenores, cuando la realidad es que había salido de España, autorizado por el Gobierno republicano. Después, terminada la contienda y una vez que recibió garantías por parte del régimen de Franco de que no sería perseguido, regresó a España donde «falleció cristianamente» en Madrid el 2 de noviembre de 1955 a los 70 años de edad. (Ver Diccionario de la Guerra Civil española, de Manuel Rubio Cabeza, tomo I, pág. 407).

{9} Víctor Manuel Arbeloa, La semana trágica de la Iglesia en España (8-14 octubre 1931). Ediciones Encuentro. Madrid, 2006, pág. 55.

{10} Diario de Sesiones, 1-X-1931, pág. 1363.

{11} Cif., Zenaida Gutiérrez Vega, Victoria Kent. Una vida al servicio del humanismo liberal. Universidad de Málaga. Málaga, 2001, pág. 72.

{12} Manuel Azaña, Memorias políticas, 1931-1933. Grijalbo. Barcelona, 1978, pág. 199.

{13} Diario de Sesiones, 1-X-1931, págs. 1352-1353-1354.

{14} Juan-Simeón Vidarte, El Bienio Negro y la insurrección de Asturias. Grijalbo. Barcelona, 1978, pág. 42.

{15} Diego Martínez Barrio, Memorias. La Segunda República vista por uno de sus principales protagonistas. Planeta. Barcelona, 1983, pág. 84.

{16} Ibid., pág. 85.

{17} Clara Campoamor, Op. cit., pág. 272.

{18} Alexandre Jaume, La insurrección de octubre. Cataluña, Asturias, ,Baleares. Res Pública. Barcelona, 1997, pág. 39

{19} El punto 49 de las Instrucciones revolucionarias, decía: «Las casas cuarteles de la Guardia Civil deben incendiarse si previamente no se entregan. Son depósitos que conviene suprimir».

{20} Este teatro fue incendiado por las fuerzas militares con el objeto de que no fuera tomado por los revolucionarios, que estaban muy cerca, y se refugiaran en él. Este dato está reconocido de siempre y la misma Clara Campoamor lo escribiría después en su libro: «por necesidades estratégicas», dice ella.

{21} Diario Heraldo de Madrid, 17-XI-1934, pág. 16.

{22} Diario El Carbayón, Oviedo, 22-X-1934.

{23} Clara Campoamor, Op. cit., pág. 281.

{24} Ibid.: La revolución española vista por una republicana, Espuela de Plata. Sevilla 2007. 2ª edición, pág. 53.

FUENTE: https://www.nodulo.org/ec/2010/n101p09.htm «Clara Campoamor, impulsora del voto femenino», José María García de Tuñón Aza

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Carlos Aurelio Caldito Aunión

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