«Comités fantasma y apagones programados: el grandioso, heroico disparate energético en la España de Pedro Sánchez»

Durante la crisis del COVID-19, el gobierno socialcomunista español, sostenido por una amalgama de partidos separatistas, populistas y herederos del terrorismo, confinó a toda la población bajo arresto domiciliario, invocando la autoridad de un supuesto «comité de expertos» que nunca existió. Pedro Sánchez acabó reconociendo la impostura: los expertos eran humo. ¿Estamos acaso ante una repetición del guion con la energía nuclear?

En 2023, el Gobierno anunció con solemnidad la clausura progresiva de las centrales nucleares, siguiendo el dictamen de un nuevo comité de expertos cuya composición también resulta opaca y sospechosamente ideologizada. Entre sus miembros, destaca una licenciada en Ciencias Políticas que considera que «saber demasiado es contraproducente»; el resto presenta un analfabetismo técnico casi absoluto respecto a la energía nuclear. Para completar el absurdo, se incluyó a un físico explícitamente contrario a la energía nuclear, cuyo objetivo declarado es el desmantelamiento completo del parque nuclear. ¿Puede esperarse rigor de semejante comité? ¿O estamos, de nuevo, ante una farsa orquestada para justificar decisiones políticas disfrazadas de criterio técnico?

Este cierre programado, sin una alternativa realista ni un estudio comparativo internacional serio, se enmarca en un fundamentalismo ecológico que desprecia la evidencia empírica, los datos de emisiones y los costes de la energía. La exministra Teresa Ribera lo vende como transición verde, pero se parece más a un suicidio energético.

La energía nuclear representa actualmente más del 20% de la electricidad generada en España y alrededor del 33% de la energía libre de emisiones. Su fiabilidad, coste por megavatio y capacidad de generación constante la convierten en un pilar esencial de la estabilidad eléctrica. Mientras países como Francia, Japón, Corea del Sur, Finlandia o incluso Reino Unido apuestan por modernizar o ampliar su parque nuclear, España opta por desmontarlo sin plan B. El resultado: dependencia de gas argelino, vulnerabilidad geopolítica, subidas tarifarias y apagones programados con la coartada climática.

Según el informe de la Agencia Internacional de la Energía (2022), los países que combinan renovables con energía nuclear logran reducir más rápidamente sus emisiones sin disparar los costes. Francia, por ejemplo, mantiene uno de los precios más bajos de electricidad en Europa gracias a su mix nuclear. En contraste, Alemania, tras cerrar sus centrales nucleares, ha aumentado el consumo de lignito (carbón marrón) y la importación de gas ruso, disparando sus emisiones y su factura.

Pero España no aprende. O no quiere aprender. El dogmatismo ideológico se impone a la racionalidad técnica. El discurso oficial mezcla sentimentalismo ambientalista y propaganda ministerial para justificar un desmantelamiento que va contra toda lógica energética. En realidad, lo que está en juego no es el clima, sino el control: control político, control regulatorio, control fiscal. Y el pretexto de la transición verde sirve para aumentar impuestos, restringir libertades y ocultar la incompetencia de una administración inoperante.

Las centrales nucleares españolas (Almaraz, Ascó, Cofrentes, Trillo, Vandellòs II) podrían operar con seguridad varias décadas más, como demuestran las prácticas en EE. UU. y Francia, donde se han prorrogado licencias hasta los 60 y 80 años con inversiones razonables. Sin embargo, el gobierno prefiere apagar reactores funcionales y sustituirlos por molinos y paneles cuya intermitencia obliga a quemar gas cuando no hay viento ni sol. ¿Resultado? Picos de precio, tensión en la red y apagones preventivos.

A esta renuncia se suma también el abandono de la energía hidráulica, históricamente uno de los pilares del sistema eléctrico español. No solo no se construyen nuevos embalses ni se modernizan infraestructuras, sino que se obstaculiza la instalación de turbinas hidroeléctricas en presas ya existentes. En 2023, la producción hidráulica supuso apenas el 9,4% de la generación eléctrica, muy por debajo de su potencial real, en un país con una orografía propicia y un régimen hídrico aún aprovechable. La desidia en este campo es tan preocupante como la desinversión nuclear.

El desmantelamiento de la infraestructura crítica: una torpeza estratégica

Más allá de su valor energético, la energía nuclear forma parte de la infraestructura crítica de cualquier Estado serio. En el marco de la legislación de seguridad nacional, estas infraestructuras están catalogadas como esenciales para el funcionamiento del país, su soberanía y su protección frente a amenazas externas. Desactivarlas por motivos ideológicos no solo es un error técnico, sino una torpeza estratégica.

En un contexto internacional marcado por la inestabilidad geopolítica —con guerras abiertas en Europa del Este y el Próximo Oriente, amenazas híbridas, ciberataques y chantajes energéticos por parte de potencias autoritarias—, la autonomía energética se ha convertido en sinónimo de seguridad nacional. Y, sin embargo, España, en lugar de blindar sus activos estratégicos, los dinamita con entusiasmo doctrinario.

Renovables sin blindaje: el talón de Aquiles del modelo español

La fe ciega en las energías renovables —intermitentes, dispersas, dependientes del clima y vulnerables a sabotajes— ha creado un modelo eléctrico estructuralmente frágil. Los aerogeneradores y paneles solares son infraestructuras expuestas, no centralizadas y difíciles de proteger ante ataques coordinados, fenómenos meteorológicos extremos o sabotajes. A diferencia de los reactores nucleares, que cuentan con medidas de seguridad física, redundancia y protocolos militares, los parques eólicos o solares pueden quedar fuera de servicio con un simple dron o una tormenta solar.

La energía nuclear, por el contrario, es una fuente concentrada, protegida y gestionable, capaz de sostener la red ante emergencias. Abandonarla en nombre del ecologismo ingenuo es entregar voluntariamente una ventaja estratégica al adversario, sea este comercial, político o militar. Y si algo nos enseñó el corte del gas ruso en Europa es que la dependencia energética es la antesala de la sumisión.

La decisión no solo es técnicamente irracional; es también un error estratégico. En un mundo cada vez más volátil, donde la seguridad energética es sinónimo de soberanía, renunciar a la nuclear es un acto de desarme unilateral. Mientras China construye decenas de reactores y EE. UU. impulsa la tecnología de pequeños reactores modulares (SMR), España se dedica a cerrar los suyos por mandato de un comité que, como el del COVID19, podría no haber existido jamás.

Conclusión: retroceso camuflado de virtud

En definitiva, lo que está en juego no es solo el kilovatio-hora, sino el modelo de sociedad. Una que elige la evidencia, la tecnología y la libertad; o una que se rinde a la superstición verde, el chantaje ideológico y el control estatal. La energía nuclear es hoy la línea de fractura entre modernidad y regresión. Y en la España de Pedro Sánchez, ya sabemos hacia dónde sopla el viento… si es que sopla.

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