Miguel Ors Villarejo
A la humanidad no le faltan inventos para resolver muchos de sus problemas; de lo que anda escasa es de voluntad política para aplicar los avances tecnológicos.
«¿Qué pasa si la humanidad desarrolla una tecnología para salvar el planeta… y luego se niega a usarla?», se pregunta Derek Thompson en The Atlantic. No sería la primera vez. Asociamos el progreso a la innovación. Vemos las biopics de Thomas Alva Edison y Alexander Graham Bell y concluimos que lo difícil es dar con el invento y, que una vez implementado, la sociedad prorrumpe en una unánime y estruendosa salva y los clientes se abalanzan para quitarte de las manos las bombillas, los teléfonos o lo que sea.
Sin embargo, la lámpara incandescente es un descubrimiento de mediados del siglo XIX (el alemán Heinrich Göbel la registra en 1855, mucho antes que Edison, por cierto) y «hacia 1900», escribe Thompson, «menos del 5% de la energía que empleaban las fábricas procedía de generadores eléctricos». Algo parecido sucedió con la informática. En 1965, Gordon Moore, el cofundador de Intel, proclamó que el número de transistores por microprocesador se estaba multiplicando cada 12 meses, pero durante décadas su impacto económico fue tan leve que en 1987 el Nobel Robert Solow escribió desalentado: «La era de los computadores está en todas partes menos en las estadísticas de productividad».
Las tecnologías disruptivas no se imponen de la noche a la mañana y, en términos históricos, las adopciones de la bombilla o la computación han sido incluso ejemplarmente rápidas. Piensen en la revolución textil. Su origen se atribuye al telar que Edward Cartwright diseñó en 1785, pero dos siglos antes William Lee había solicitado permiso para comercializar un dispositivo que tejía medias. Daron Acemoglu y James Robinson cuentan en Por qué fracasan los países que se lo presentó a Isabel I en 1589, pero «la reacción de la reina fue devastadora». Le dijo: «Apuntáis alto, maestro Lee. Considerad qué podría hacer esta invención a mis pobres súbditos. Sin duda, sería su ruina al privarles de empleo y convertirlos en mendigos».
Los propios romanos conocían la máquina de vapor. En el siglo I de la era cristiana, el matemático Herón de Alejandría construyó lo que bautizó como eolípila, que significa etimológicamente «balón de Eolo». Eolo es el dios del viento y el artilugio consistía en una esfera montada alrededor de un eje, como un mapamundi. En su parte inferior tenía adosada una marmita de agua y, cuando esta hervía, liberaba un chorro de gas que hacía girar el balón.
Es el mismo principio que mueve las turbinas de las centrales eléctricas, pero para los romanos era una mera curiosidad, un juguete. ¿Por qué nunca lo aplicaron al transporte o la construcción?
«La innovación hace que las sociedades humanas sean más prósperas», escriben Acemoglu y Robinson, «pero comportan la sustitución de lo viejo por lo nuevo, y la destrucción de los privilegios». La industrialización triunfó en Inglaterra porque la monarquía había salido muy debilitada de la Revolución Gloriosa de 1688 y no pudo retener el monopolio para la concesión de patentes. «El progreso se produce cuando no consiguen bloquearlo ni los perdedores económicos, que se resisten a renunciar a sus prerrogativas, ni los perdedores políticos, que temen que se erosione su poder».
En el caso de los romanos, el gran impedimento para la innovación era el trabajo forzado. Los sistemas basados en la esclavitud o la servidumbre carecen de incentivos para automatizar procesos. No les reporta ninguna ventaja. Por el contrario, allí donde los salarios son elevados, los empresarios no dudan en sustituir la mano de obra por capital.
«Sin esclavitud no habría algodón, y sin algodón no habría industria moderna», pontificó en 1846 Karl Marx. Muy pocos historiadores (si es que hay alguno) comparten hoy su opinión. En un reciente artículo que resume más de seis décadas de investigación, el profesor de la Universidad de Stanford Gavin Wright concluye que el régimen esclavista constituyó una rémora, y no un acicate, para el progreso. «La esclavitud», escribe, «enriqueció a los propietarios de esclavos, pero empobreció a los estados [sureños] y contribuyó poco al impulso del conjunto del país».
«La invención está sobrevalorada», sostiene Thompson, y añade que Estados Unidos no languidece porque se haya quedado sin ideas. «No nos faltan desarrollos científicos […] de lo que andamos escasos es de capacidad para desplegar la tecnología disponible».
En ocasiones, lo que frena la incorporación de avances son esos intereses creados que mencionan Acemoglu y Robinson.
Otras, el problema es cultural. «El covid», argumenta Thompson, «es la primera causa de muerte entre los estadounidenses de mediana edad, y las vacunas de ARN mensajero reducen ese riesgo en un 90%. Sin embargo, aproximadamente un tercio de los estadounidenses de 35 a 49 años no consienten que se la administren».
Y no pocas veces el obstáculo es ideológico. «¿Qué me dirían», pregunta Thompson, «si les anunciara que los científicos han encontrado una fuente de energía barata, que es un 99% más segura y limpia que el carbón o el petróleo, y que emite menos CO2 por gigavatio-hora que la solar o la eólica? Es increíble, responderían, ¡tenemos que llenar el país de esa cosa! Pues bien, el invento del que hablo tiene 70 años y se llama reactor nuclear».
Los ecologistas aducirán que genera residuos, y no les falta razón, pero ¿qué no carece de defectos para ellos? Los huertos solares fomentan la especulación y amenazan los espacios protegidos, las incineradoras son cancerígenas, los molinos de viento guillotinan a las grandes aves… Como nos obsesionemos con alcanzar la perfección, advierte Thompson, «acabaremos con una cabalgata de escasez».
FUENTE: https://theobjective.com/economia/2022-05-14/ecologistas-colapso/
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