Comunismo no es lo mismo que cristianismo

Germán Masserdoti

Artículo originalmente publicado en La Prensa
 
A pesar de haber pasado ya más de cien años de la Revolución Rusa (1917), hay quienes todavía, incluso después de la caída del Muro de Berlín en 1989, la reivindican en los postulados cuando no también en los procedimientos. En este caso, y en íntima conexión con lo dicho, conviene reflexionar acerca de un problema que, para sorpresa de muchos, no parece haber quedado definitivamente claro para algunos:

¿Quiere lo mismo que el cristianismo lo mismo que el comunismo?


La clave para entender al comunismo está en la dialéctica de contradicción. Allí se encuentra la «esencia» de la praxis comunista. Sin muchas vueltas, se trata de una acción revolucionaria para la toma del poder político. Aunque a efectos de la propaganda diga lo contrario, al comunismo no le interesa la justicia. No le interesa, sencilla y a la vez maquiavélicamente, porque su alimento es el conflicto. El comunismo se nutre de injusticias y produce, necesariamente, injusticias. No se explicaría de otro modo aquella célebre y perenne sentencia de Pío XI cuando, en la encíclica Divini Redemptoris, enseña que «el comunismo es intrínsecamente perverso».
El Diccionario de la Real Academia española abona este sentido cuando señala que el término «pravo, va» proviene de pravus, que es el término que utiliza Pío XI. El adjetivo «pravo, va», según consigna el Diccionario, significa «perverso, malvado y de dañadas costumbres». Sucede que esta ideología de la praxis revolucionaria resulta incapaz de promover el bien. Su cometido es dividir. El comunismo lo divide todo. Si algo promueve no es la justicia social sino los antagonismos y las fricciones. Por esto, la Iglesia condena el comunismo no solamente por ser ateo sino también por ser una teoría y una praxis destructora del orden social y económico de convivencia.
En este sentido, Pío XI observa que «los comunistas afirman que el conflicto que impulsa al mundo hacia su síntesis final puede ser acelerado por el hombre». De este manera «procuran exacerbar las diferencias existentes entre las diversas clases sociales y se esfuerzan para que la lucha de clases, con sus odios y destrucciones, adquiera el aspecto de una cruzada para el progreso de la humanidad».


 
NO A LA VIOLENCIA
Conviene recordar la enseñanza continua de la Iglesia que, sin ambigüedades, condena a la violencia revolucionaria. Esto no quita, antes bien es un deber apostólico, que ella procure, por todos los medios que están al alcance de su ministerio, la reconducción a la senda de la verdad y de la vida cristiana auténtica a los que corren «fuera del camino».
En la encíclica Populorum progressio, Pablo VI enseña que la insurrección revolucionaria «engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas». En Octogesima adveniens, además, agrega que no corresponde «favorecer a la ideología marxista, a su materialismo ateo, a su dialéctica de violencia y a la manera como ella entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando al mismo tiempo toda trascendencia al ser humano y a su historia personal y colectiva». Para los cristianos sería «contradecirse a sí mismos».
Si bien es cierto que hay diversas tendencias del marxismo-leninismo en la misma interpretación del pensamiento de los fundadores y, además, entre las oposiciones abiertas entre los sistemas políticos que se manifiestan como derivados de él, y que pueden formularse distinciones entre los diversos niveles de expresión del marxismo, sin embargo resulta «sin duda ilusorio y peligroso olvidar el lazo íntimo que los une radicalmente, el aceptar los elementos del análisis marxista sin reconocer sus relaciones con la ideología, el entrar en la práctica de la lucha de clases y de su interpretación marxista, omitiendo el percibir el tipo de sociedad totalitaria y violenta a la que conduce este proceso».
Como observa la Congregación para la Doctrina de la Fe en la Instrucción Libertatis nuntius, sobre algunos aspectos de la «teología de la liberación», el recurso a la violencia revolucionaria es una de esas tentaciones que llevan a la ruina. En la lógica del pensamiento marxista, por otra parte, «el análisis no es separable de la praxis y de la concepción de la historia a la cual está unida esta praxis. El análisis es así un instrumento de crítica, y la crítica no es más que un momento de combate revolucionario. Este combate es el de la clase del Proletariado investido de su misión histórica».
En este «combate por la historia», un aspecto que no debe perderse de vista es que «la concepción misma de la verdad en cuestión es la que se encuentra totalmente subvertida: se pretende que sólo hay verdad en y por la praxis partidaria». Por esto, «la concepción de la verdad va a la par con la afirmación de la violencia necesaria, y por ello con la del amoralismo político».
Si todavía se tienen dudas respecto de la total incompatibilidad, debe tenerse en cuenta que el comunismo atenta, en la teoría y en la práctica, contra el núcleo específico del cristianismo. En lo que se refiere a las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, por ejemplo, «reciben un nuevo contenido: ellas son “fidelidad a la historia”, “confianza en el futuro”, “opción por los pobres”: que es como negarlas en su realidad teologal». De este modo, el programa marxista al interior de la Iglesia, fuera de introducir la «dialéctica de contradicción» en la vida eclesial, se plasma en la desnaturalización del carácter sobrenatural de la misión redentora de Jesucristo en clave puramente temporal.
Por último, y sin resultar exhaustivos, conviene recordar que «millones de nuestros contemporáneos aspiran legítimamente a recuperar las libertades fundamentales de las que han sido privados por regímenes totalitarios y ateos que se han apoderado del poder por caminos revolucionarios y violentos, precisamente en nombre de la liberación del pueblo. No se puede ignorar esta vergüenza de nuestro tiempo: pretendiendo aportar la libertad se mantiene a naciones enteras en condiciones de esclavitud indignas del hombre. Quienes se vuelven cómplices de semejantes esclavitudes, tal vez inconscientemente, traicionan a los pobres que intentan servir».
Quienes se dejan fascinar por el mito de la lucha de clases «deberían reflexionar sobre las amargas experiencias históricas a las cuales ha conducido. Comprenderán entonces que no se trata de ninguna manera de abandonar un camino eficaz de lucha en favor de los pobres en beneficio de un ideal sin efectos. Se trata, al contrario, de liberarse de un espejismo para apoyarse sobre el Evangelio y su fuerza de realización».
¿No resulta una inocentada, al menos, sostener que el comunismo quiere lo mismo que el cristianismo?

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