Constitución Española de 1978, desastre y cajón de sastre… de aquellos polvos, estos lodos.

CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN

La Constitución de 1978 nació en un mundo en declive, devorado, casi destruido por el relativismo moral. Y claro, todos sus artículos pueden ser interpretado como a cada cual le de la real gana.

Es conveniente empezar aclarando que la Constitución Española de 1978 no es una «carta magna» tal cual algunos analfabetos acostumbran a nombrarla, entre ellos muchos profesionales de la política, locutores de radio y televisión, periodistas en general, travadores, bufones y multitud de opinadores de los medios de información, creadores de opinión y manipulación de masas.

Bueno es también subrayar que tampoco fueron los ingleses los inventores del parlamentarismo y de la democracia representativa, sino los españoles, los leoneses en particular.

Todo el mundo se ha creído que la democracia parlamentaria nació en 1215, cuando la nobleza inglesa obligó al rey Juan Sin Tierra, hermano de Ricardo Corazón de León, a firmar la Carta Magna («Gran Carta de las Libertades»), para mantenerse en el poder. Todo el mundo cree que esa fue la primera vez en el mundo en la que el poder de un monarca se vio limitado por una asamblea; un precedente histórico del constitucionalismo clásico.

Pero no es verdad. No fueron los ingleses sino los leoneses nada menos que 27 años antes, en 1188. Concretamente en el Reino de León, por orden del monarca Alfonso IX.

En la primavera de aquel año, Alfonso IX convocó en la Iglesia de San Isidoro de León lo que entonces se denominaba Curia Regia, o consejo real, que hoy es considerado «el precedente institucional más cercano a las cortes», o parlamento.

A dicha asamblea fueron llamados los representantes del clero, la nobleza, y, por primera vez en la historia, los «ciues electti», representantes elegidos por el pueblo. «En el nombre de Dios: yo Don Alfonso, rey de León y Galicia, habiendo celebrado curia en León, con el arzobispo [de Santiago de Compostela] y los obispos y los magnates de mi reino y con los ciudadanos elegidos de cada una de las ciudades, establecí y confirmé bajo juramento que a todos los de mi reino, tanto clérigos como laicos, les respetaría las buenas costumbres que tienen establecidas por mis antecesores», declaró Alfonso IX en los Decreta. Los «Decreta» era un corpus documental que estaba compuesto por 17 estatutos o decretos que reconocían derechos, garantías y libertades y obligaba a todos los estamentos sociales, desde el monarca hasta el ciudadano más humilde, a cumplir la ley.

En otros países europeos, la burguesía no participó en las decisiones políticas hasta el siglo XIII: en Alemania, la burguesía se incorporó a la Dieta en 1232; en Inglaterra, el estamento popular alcanzó representación en el Parlamento por primera vez en 1265; y en Francia, lo hizo más de cien años después, en 1302.

Afirmar que la Constitución Española de 1978 es una «carta magna» es lo mismo que afirmar que la ley suprema de España fue otorgada por no se sabe bien quién o quiénes… De haber sido así, entonces no sería una «constitución» y sería equiparable al «estatuto real de Bayona», otorgado por Napoleón, tras haber secuestrado a la familia real española y a los principales miembros del gobierno.

¿Fue realmente la Constitución Española de 1978 resultado de la soberanía popular y resultado, también, de un periodo «constituyente» en el que los diputados elegidos en elecciones libres por los españoles, siguiendo su mandato redactaron una «constitución de consenso», tal como algunos afirman cuando dicen aquello de «la constitución que nos dimos todos los españoles»?

Teniendo en cuenta el resultado de lo que entonces echó a andar, la única conclusión posible es que todo aquello fue un paripé, todo fue una ficción -más o menos legal- todo impostado.

La Constitución Española de 1978 no se cumple por parte de ninguno de los poderes del Estado, ni el ejecutivo, ni el legislativo, ni el judicial; ninguno de los tres poderes está sujeto a la Constitución, los tres poderes actúan de manera arbitraria, lo cual implica que los tres están prevaricando de manera sistemática. A los ignorantes y mediocres que nos malgobiernan, además de sus electores que participan de lo mismo, es necesario indicar que, según el diccionario de la Real Academia Española, prevaricar significa decidir, adoptar resoluciones, actuar, dictar sentencias, etc. por parte de los diversos poderes, por parte de quienes tienen capacidad para hacerlo, de forma injusta, a sabiendas, de manera negligente y por ignorancia inexcusable.

Y todo ello sucede por la sencilla razón de que España no es un estado de derecho, en España no existe separación de poderes; el funcionamiento de los diversos partidos políticos (que más que partidos son cárteles mafiosos que se reparten territorios y capacidad de influencia) es antidemocrático e inconstitucional, en ellos no existe participación de sus afiliados en la toma de decisiones y sus finanzas son opacas, y sus dirigentes violan sistemáticamente la ley de partidos; España posee, mejor dicho, sufre un régimen político intrínsecamente corrupto, diseñado ex profeso para que quienes dicen servir a los españoles se sirvan de sus compatriotas, y no viceversa, parasiten, los saqueen de continuo (con absoluta impunidad) y todo ello porque no existen mecanismos disuasorios ni instituciones que persigan y sancionen a los corruptos y sus cómplices.

De vez en cuando, y más cuando llegan estas fechas (y cuando se aproximan elecciones) tal como si del río Guadiana se tratara (que aparece y desaparece), vuelve a reabrirse el debate de si hay que cambiar la Constitución Española en tal o cual aspecto, o desarrollar tal o cual artículo, como darle ya alguna función concreta al Senado que nadie sabe aún para que sirve, o cambiar la legislación para evitar la terrible influencia que tienen las agrupaciones políticas que tienen por objetivo romper España y son en múltiples ocasiones la llave que abre la puerta a gobiernos o a la aprobación de determinadas normas… y un largo etc. Pero, los mismos que reabren el debate se olvidan de una cuestión fundamental: todos ellos, cuando juraron sus cargos, sea en el legislativo, en el judicial o en el ejecutivo, prometieron cumplir y hacer cumplir la Constitución… y todos ellos, salvo raras excepciones, evitan someter su conducta al mandato constitucional y quienes deberían estar vigilantes y velar para que se cumpla (jueces, magistrados…) miran para otro lado y se ponen a silbar, aunque haya que reconocer que no todos.

En fin, dado el panorama que describo y que los aduladores, trovadores, bufones y demás «bienpagaos» olvidan diariamente y más el día 6 de diciembre de cada año (así ha sido durante cuarenta y cinco) más valdría que alguien tenga la valentía de hablar de que, ante tamaña impostura, la situación de la España de 2023 es lo más parecido al «Retablo de las Maravillas» de Miguel de Cervantes Saavedra en el que, al final un militar acaba desbaratando todo y desenmascarando a los impostores y embaucadores…

Para los que no conozca la trama del «Retablo de las Maravillas» cervantino, tal vez sea necesario hacer un pequeño resumen:

Este entremés de Miguel de Cervantes encierra una visión crítica de la realidad de la época. Chirinos y Chanfalla, una pareja de pícaros, llegan a un pueblo con la intención de hacer una función con su retablo de las maravillas (una pequeña caja de títeres) y estafar a los espectadores. Hacen creer al gobernador y a las autoridades de la localidad que solo podrán ver las maravillas que suceden dentro del retablo aquellos vecinos que sean cristianos viejos —es decir, que no tengan sangre judía— y que no sean hijos bastardos.

Los vecinos que asisten a la función, y que sonl miembros de la clase alta del pueblo, se sienten presionados por la importancia de las apariencias y por el miedo a hacer el ridículo. En este punto es cuando se desencadena la desternillante trama de la obra. Aunque Chanfalla asegura que salen maravillas del retablo (Sansón, un toro, ratones, leones y hasta osos colmeneros), la realidad es que no está ocurriendo nada. Solo hay una caja de madera vacía, un público expectante y un narrador que pretende estafar a los asistentes con un espectáculo que no existe. Pero las autoridades, por miedo a ser tachadas de hijos ilegítimos o de judíos conversos, fingen y aseguran estar viendo las grandiosas maravillas que les son narradas. En este juego entre la ficción y la realidad, el espectador, consciente de que Chirinos y Chanfalla están timando a los asistentes, autoridades incluidas, se divierte tanto por la situación surrealista como por la crítica de costumbres que supone esta trama.

El desenlace del entremés llega cuando la ficción se convierte en realidad y un militar entra en escena pidiendo alojamiento para sus 30 hombres de armas. Las autoridades, creyendo que se trata de una ilusión más del retablo, no toman en serio al oficial. Éste descubre el engaño y afirma no ver nada dentro del retablo, y acaba siendo tachado de judío converso. Y al sentirse insultado la emprende a espadazos con todos los asistentes.

Asi que, más vale dejarse ya de paripés, de imposturas, de guardar las apariencias y llamar a las cosas por su nombre en lugar de seguirle la corriente a los Chanfallas y Chirinos que nos estafan día tras día en el Retablo de las Maravillas en el que han convertido a España.

¿Alguien se atreve a ponerle el cascabel al gato y a proponer que se reinstaure el «juicio de residencia», para perseguir y frenar la corrupción y disuadir y castigar a los corruptos?

El Juicio de Residencia era propio del derecho castellano, aunque, hay quien afirma que su origen estaba en el derecho romano tardío, fue introducido por Alfonso X el Sabio en las Partidas.

El Juicio de Residencia era un procedimiento para el control de los funcionarios de la Corona española, cuyo objetivo era revisar la conducta de los funcionarios públicos tanto de este lado del Atlántico como de las provincias de ultramar, verificar si las quejas en su contra eran ciertas, la honradez en el desempeño del cargo, y en caso de comprobarse tales faltas se les apartaba o se les imponían sanciones… Eran sometidos a él todos los que hubiesen desempeñado un oficio por delegación de los Monarcas.

Inicialmente se aplicaba sólo a los jueces, que deberían de permanecer en el lugar en el que habían ejercido su cargo durante cincuenta días, para responder a las reclamaciones que le plantearan los ciudadanos que se consideraban perjudicados por ellos.

A partir del año 1308, se someten a él todos los «oficiales» del rey. Se consolidó a partir de Las Cortes de Toledo de 1480, así como en la Pragmática posterior de 1500 . Tenían que someterse a él desde los Virreyes, Gobernadores y capitanes generales hasta corregidores, jueces (oidores y magistrados), alcaldes y otros. Se realizaban al finalizar el mandato para el cual habían sido nombrados, para evitar los abusos y desmanes de los gestores de la administración pública.

El jesuita Pedro Ribadeneyra (1526-1611), uno de los preferidos de S. Ignacio de Loyola, en su «Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe cristiano para gobernar sus estados», expresa, refiriéndose al Juicio de Residencia: “…porque cuando no se oyen las justas quejas de los vasallos contra los gobernadores, además del cargo de conciencia, los mismos gobernadores se hacen más absolutos y los vasallos viendo que no son desagraviados ni oídos entran en desesperación”.   

Los funcionarios públicos, una vez terminado el perido de tiempo para el que habían sido elegidos, no podían abandonar el lugar en el que habían estado ejerciendo sus funciones, hasta haber sido absueltos o condenados. Una parte de su salario se les retenía para garantizar que pagarían las multas si las hubiere.     

Es muy importante prestar atención a esta última condición, ya que, en prevención del resultado del proceso, y en caso de que el funcionario público, o cargo electo, acabara resultando culpable y tuviese que pagar la sanción pecuniaria que le correspondiese, el tribunal sentenciador dispondría de la cantidad de dinero suficiente para satisfacer la pena que se le impusiera.

Muchos de los funcionarios esperaban con verdadero deseo que, al final de su mandato, llegase este momento, ya que si lo habían ejercido con honradez y ecuanimidad podrían aumentar su prestigio y ser promovidos para puestos superiores.

Evidentementes, cualquier cargo electo o empleado públicos sabía sobradamente que, más tarde o más temprano habría de somerterse a un «juicio de residencia», cuando finalizase su mandato. Es más, si habían sido fieles cumplidores de su deber, lo deseaban.

Otro instrumento disuasorio, aparte del Juicio de Residencia, utilizado para frenar la corrupción y perseguir y sancionar a los corruptos era la «visita» que, comprendía una inspección pública o secreta del desempeño de ciertas autoridades para detectar el grado de cumplimiento de sus funciones, y en caso de ser deficientes se les podía reprender o suspender,

Volviendo al Juicio de Residencia, también es importante señalar que, el residenciado tampoco podía ocupar otro cargo hasta que finalizase el procedimiento.

Una vez finalizado el periodo del mandato, se procedía a analizar con todo detenimiento las pruebas documentales y la convocación de testigos, con el fin de que toda la comunidad participase y conociese el expediente que se incoaba, el grado de cumplimiento de las órdenes reales, y su comportamiento al frente del oficio desempeñado.

El Juez llevaba a cabo la compilación de pruebas en el mismo lugar de la residencia, y era el responsable de llevar y efectuar las entrevistas.

Este juicio era un acto público que se difundía los cuatro vientos para que toda la sociedad lo conociese y pudiese participar en el mismo. El juicio de residencia se comunicaba a los vecinos con pregones, y se convocaba a todos aquellos que se considerasen agraviados, por el procesado.

Se componía de dos fases: una secreta y otra pública.

En la primera se inquiría de oficio la conducta del enjuiciado, y se interrogaba de manera confidencial a un grupo de testigos, se examinaban los documentos y se visitaba la cárcel.

En la segunda, los vecinos interesados podían presentar todo tipo de querellas y demandas contra los encausados que se tendrían que defender de todas las acusaciones que se hubiesen presentado en las dos etapas del proceso.

Según fuese la importancia de los delitos, se castigaban con multas, confiscaciones de bienes, cárcel y la incapacitación para volver a ocupar funciones públicas. Generalmente, las penas que más se imponí­an era multas económicas junto a la inhabilitación temporal y perpetua en el ejercicio de cargo público.

Los Juicios de Residencia fueron una herramienta poderosísima y redujeron enormemente la corrupción y los abusos que, seguramente se habrí­an cometido sin ellos.

Famosos fueron los juicios de residencia contra Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Pedro de Alvarado y otros muchos más. Nadie estaba libre de ser enjuiciado.

Los juicios de residencia funcionaron hasta que fueron derogados por las Cortes de Cádiz de 1812.

Sorprende especilamente que, fueran los liberales los que eliminaron una herramienta tan potente para el control de las corruptelas y abusos polí­ticos de los gobernantes. Indudablemente, sólo cabe pensar que les incomodaba tremendamente…

Otro día hablaremos de otro fabuloso invento «constitucional»: La gran estafa del «estado de las autonomías», un despilfarro superior al 10% del PIB (Producto Interior Bruto)…

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