Pedro Insua
«¿No es nada cultural crear veinte naciones sin reservarse nada y engendrar, como engendró el conquistador, en pobres indias siervas, hombres libres» (Unamuno, Del sentimiento trágico, p. 277. Ed Alianza.)
La aún vigente ley 18/1987 del 7 de octubre de 1987, firmada por Juan Carlos I y con Felipe González Márquez en el gobierno, estableció el 12 de octubre como fiesta nacional de España. Según la dicha ley la fecha fue elegida por simbolizar una «efemérides histórica en la que España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los Reinos de España en una misma Monarquía, inicia un periodo de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos . La presente Ley trata de subrayar, a través de la decisión de los legítimos representantes del pueblo español, la especial solemnidad de la fecha».
Un «más allá» que con el lema «plus ultra» también aparece simbolizado en la cinta que envuelve las columnas de Hércules del escudo de España. Es este desbordamiento de los límites peninsulares producido a partir del 12 de octubre de 1492 lo que enlaza a la Nación española con sus hermanas del otro lado del océano quedando así entretejidas en esa urdimbre que llamamos Hispanidad, y que el 12 de octubre de 2017 hemos vuelto a celebrar.
Fiesta nacional, bandera, himno, etc, representan toda una emblemática que implica la Nación actuando y que, por muy plural que se la presuponga (social, lingüística, culturalmente, etc), esa acción entraña una unidad política definida por lo que, desde Bodino, viene denominándose soberanía (poder político).
Ahora bien, ¿cómo interpretarán esta fecha y su efeméride, es decir ese «más allá» que se ha conmemorado el actual secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, o el de Podemos, Pablo Iglesias, ambos con asiento en Cortes, y, por tanto, como representantes de dicha Nación?. ¿Cómo la interpretarán, nos preguntamos, cuando sostienen ideas sobre el carácter plural de España que parecen poner en cuestión, de hecho lo hacen, esa unidad soberana?
Y es que, creemos, la idea del vínculo, de la relación histórica, que existe entre España y América es decisiva en cuanto a la definición de la identidad de España (y, por tanto, también al mantenimiento de su unidad), siendo así que, en efecto, es muy distinta la idea de España del que comprende que su relación con América fue la de imponerse a sangre y fuego («identidad negra» de España), que la del que comprende que su relación representa la acción civilizatoria del hemisferio americano (identidad blanca, o incluso «rosa» de España).
Abunda, desde luego, la consideración de una identidad negra por parte de la acción de España en Indias, sobre todo entre los políticos que se adscriben a la llamada izquierda política, de tal modo que se resisten a hablar sin más de la «unidad» de España, teniendo que corregir y aclarar, inmediatamente, que España es «plural». Y es que, claro, esto es lo que creen, si se ha ganado la unidad de España fue a costa de reunir a diversos pueblos por la vía de la fuerza armada, una unidad forzosa indisociable, por tanto, de esa negra identidad. En el juicio sumarísimo (y final) sobre la acción histórica de España que estos democratiquísimos líderes políticos se atreven a hacer, España sale culpable, siendo así que, de algún modo, hay que pensar en su «pluralidad», una pluriEspaña, que relaje esos vínculos forzosos que han conducido a su unidad. Es decir, en definitiva, retirada la negra identidad de España, con la democracia, la unidad tiene que relajarse hasta, incluso, desaparecer.
Así lo piensan esos líderes «de izquierdas» que, de algún modo, no pueden hablar de la «unidad de España» -en seguida asociada con tiempos «antidemocráticos»- si no es a través de un correctivo que busque, de algún modo, su disolución en la «pluralidad».
En un caso, en el de Pedro Sánchez, cuando se le pregunta por la Nación se encuentra uno como respuesta a un «enjambre» de naciones (como decía Platón) -todavía está Sánchez, y dejémoslo ahí, contando, buscando, y recontando-, de tal modo que, y sea de ello lo que fuera, la cuestión es que la solución para reunir ese enjambre pasa, como un deus ex machina, por la federación (solución absurda para un país ya unido como es España).
Más grave aún si cabe es el caso de Iglesias para el que España es innombrable, inefable, así lo puso de manifiesto en varias ocasiones («perdimos la guerra», afirma tajante y oracular), siendo así que su patria es, sin más, «la gente» y la Nación pues es un concepto «discutible y discutido», producto de «la casta» (Iglesias habla de «pueblo» o de «este país», pero nunca de Nación para referirse a España), y cuyo fin es oprimir y exprimir a esa «gente» de la que «Pablo» se ha autoproclamado adalid (lider, duce o führer, o como se quiera decir).
En este sentido, y a propósito de la efemérides del 12 de octubre, no estará Iglesias, seguramente, muy lejos de la idea de un Chavez o de un Evo Morales cuando entienden esa acción española en Indias como un acto de depredación genocida, destructora de las culturas indígenas precolombinas, según ambos líderes hispanoamericanos han manifestado en reiteradas ocasiones («soy un indio alzado», gustaba decir a Chavez). Así, el que fuera presidente de Venezuela, ya fallecido, en un discurso pronunciado, paradójicamente, en la lengua del conquistador, manifestó, sin tapujos e hiperbólico, como era habitual en el personaje, lo siguiente: «Cristóbal Colón fue el jefe de la invasión que comenzó aquí en estas tierras y que produjo no sólo una matanza, mucho más, un genocidio. Cuando llegaron los conquistadores invasores de España y de Europa por estas tierras, vivían en lo que hoy es América Latina y el Caribe 90 millones de aborígenes, 200 años después quedaban 3 millones de aborígenes». De esta manera justificaba la retirada de una estatua en Caracas del descubridor genovés -y que Chavez asimiló, sin ruborizarse, a Hitler (el lider nazi fue a los judíos lo que Colón fue a los indígenas, dijo)- para poner allí, en sustitución del Almirante de Castilla, a un indio o una india señalando un nuevo rumbo, distinto del colombino se entiende, esto es, afirmó literalmente, «el rumbo de la liberación de los pueblos, que es el rumbo del socialismo».
Otra personalidad admirada por Iglesias, según manifestó este en su tesis doctoral, es, justamente, el autor de la expresión «discutida y discutible» para referirse a la idea de Nación, en particular a la española. Fue siendo presidente del gobierno cuando José Luis Rodríguez Zapatero pronunció, en efecto, esas palabras en el Senado español, esto es, en una de las cámaras representativas de la soberanía nacional española. Pues bien, ¿cómo interpretaba Zapatero el 12 de octubre?
En un discurso pronunciado en la Universidad de Guadalajara (México), allá por el 2002 (aún no había sido elegido por esa nación discutible), el ahora ex presidente -muy involucrado por cierto últimamente con la cuestión venezolana-, recurría a la fórmula del «encubrimiento» (frente al, según él matizaba, «eurocéntrico» descubrimiento) para entender un proceso de acción imperial de España en América que, en la actualidad, tendría que verse compensado con un «des-encubrimiento», o sea, por la lógica de doble negación, un regreso a las sociedades indígenas. La fórmula, de resabio posmoderno, por supuesto no es de Zapatero, sino que la propagó Enrique Dussel, en un célebre título, «1492, el encubrimiento del Otro», cuajado con todos los topicazos negrolegendarios (saqueo, genocidico, esclavitud, etc) que Zapatero, al recordar la fórmula, sin duda asumía en aquella ocasión (y probablemente seguirá asumiendo).
¿Qué es pues lo que tienen en la cabeza Iglesias y Zapatero (y con ellos muchos españoles a los que estos representan, o representaron) al interpretar, desde dichas coordenadas del «encubrimiento», la efeméride del 12 de octubre de 1492?
Pues lo siguiente: el 12 de octubre se celebra el día en que una «discutible», y también «discutida» (discutida por discutible), Nación dio un salto predatorio sobre el océano, «más allá de los límites europeos», para recaer sobre los inocentes indios del Nuevo Mundo, esa Arcadia feliz que el imperialismo español tuvo a bien depredar ferozmente. La Nación española, pues, y esto es lo que representa España históricamente para muchos, es ese velo que hay que rasgar (también a escala peninsular) para que reaparezca de nuevo, encubierta durante 500 años por la opresión hispanocéntrica, esa humanidad indígena americana inocente y violentada, ese «buen salvaje» rouseauniano cuyo bienestar se vio sacudido por la irrupción allí de la Pinta, la Niña y la Santa María. España es un velo de Maya, un auténtico monstruo histórico, «prisión de naciones», americanas pero también peninsulares, que, ahora, en la actualidad del agiornamiento democrático, pugnan por liberarse de ese Leviatán genocida y cruel. «Nada que celebrar» el 12 de Octubre, se dice pues, si no es la «resistencia indígena» frente a esa forma teratológica, España, que, como en los bestiarios medievales, es digna de que pase definitivamente a la historia figurando solo en los libros, pero no en la realidad actual.
Ahora bien, ¿esto que tienen en la cabeza estos hombres con asiento en la sede de la soberanía nacional, se corresponde con la realidad histórica, o, más bien, es una desfiguración caricaturesca, negrolegendaria de la misma?
Existe una poderosa corriente ideológica, que surge ya a principios del s. XVI con el auge del Imperio español -lo que Julián Juderías denominó «leyenda negra antiespañola»- y que permanece aún muy instalada en la historiografía, a pesar de sus desmentidos documentales, cuya posición podríamos resumir bajo la fórmula que le dio el publicista De Brosses: «lo único que hizo España fue destruir la raza humana en América. Desdeñosamente, como si fueran bestias extrañas e infames, masacraron a millones de indios a los que podrían haber convertido en hombres»[1]. La literatura que habla, así, de «genocidio» (expolio, saqueo, etc), en esta línea de De Brosses, es abundantísima, teniendo además un influjo extraordinario a nivel divulgativo en otros muchos ámbitos (cine, literatura, etc).
Ahora bien, dicha bibliografía viene contrapesada con la tesis contraria, en una línea historiográfica, hay que decir, desde luego, que de menor alcance divulgativo, pero de base documental sólida, y que se refiere a la obra de España en América en el sentido de una práctica imperial generadora, civilizatoria, y no depredadora.
Así tomaremos como referencia canónica en este sentido, lo que dice a finales del XIX (frente a De Brosses) el historiador norteamericano Carlos F. Lummis, comparando la acción de España con la acción de otros Imperios: «Tal era pues la situación del Nuevo Mundo al empezar el siglo XVII. España, después de descubrir las Américas, en poco más de cien años de incesante exploración y conquista, había logrado arraigar y estaba civilizando aquellos países. Había construido en el Nuevo Mundo centenares de ciudades, cuyos extremos distaban más de cinco mil millas, con todas las ventajas de la civilización que entonces se conocían, y dos ciudades en lo que es ahora Estados Unidos [San Agustín, en Florida y El Paso, en Nuevo Méjico], habiendo penetrado los españoles en veinte de dichos Estados. Francia había hecho unas pocas cautelosas expediciones, que no produjeron ningún fruto, y Portugal había fundado unas cuantas poblaciones de poca importancia en la América del Sur. Inglaterra había permanecido durante todo el siglo en una magistral inacción, y entre el Cabo de Hornos y el Polo Norte no había ni una mala casuca inglesa, ni un solo hijo de Inglaterra»[2].
Por su parte, en esta línea de la «civilización» (en el sentido etimológico de formación de ciudades), Richard L. Kagan habla también en referencia a España, directamente, de un «imperio de ciudades»[3], y Constantino Bayle dedicará su importante obra Los cabildos seculares en la América española a la acción de fundar municipios como célula fundamental de la acción española en Indias[4].
Y es que, en efecto, según se desprende de esta corriente historiográfica, la fundación de ciudades presidiría la norma conquistadora española, en la línea del imperio macedónico alejandrino, y del romano, siendo así que la acción de conquista no se considerará completa si no va acompañada de la acción fundacional (civilizatoria). López de Gómara, el cronista que justifica la obra de Cortés, lo dirá con toda nitidez, «quien no poblare, no hará buena conquista, y no conquistando la tierra, no se convertirá la gente: así que la máxima del conquistador ha de ser poblar»[5]. En este sentido John Elliot, basándose en las cifras que ofrece López de Velasco para el s. XVI, hará el siguiente recuento, en cuanto a las fundaciones municipales españolas hasta el s. XVIII: «Hacia 1580 había una 225 villas y ciudades en las Indias españolas, con una población hispana de quizás 150.000 habitantes[…]. Hacia 1630, el número había aumentado a 331, y se iban a fundar muchas más durante el s. XVIII»[6].
Y será esta tupida red de ciudades, organizadas administrativamente a través del derecho indiano (las Leyes de Indias, virreinatos, audiencias, etc), la mole imperial que dejará España al otro lado del mundo, una mole que será la base, en efecto, sobre la que se asienten las naciones que, ulteriormente, ya en el XIX, nacerán emancipadas del tutelaje imperial. El mismo Bolivar, a pesar de su criollismo anti-español, lo reconocerá con claridad: «la base del derecho público que tenemos reconocido en América […] es que los gobiernos se fundan entre los límites de los antiguos virreinatos, capitanías generales, o presidencias»[7].
Precisamente es la Legislación Indiana, implantada por los españoles, y no otra cosa, lo que está a la base del derecho público de los países hispanoamericanos. El tristemente fallecido Alfonso López Michelsen, quien fuera presidente de Colombia, en sus estudios sobre la conquista española[8] lo expuso de un modo clarividente, llegándose a preguntar retóricamente si hay alguien que aún pueda dudar del cumplimiento de esta idea: «¿se podrá todavía discutir si la legislación española cumplió sus fines y si se alcanzaron los objetivos que se proponía la política castellana?».
Y es que España esto lo realizó, no exterminando a la población indígena, sino contando, incluso mezclándose y conviviendo (connuvium y convivium), con ella (es el modelo alejandrino), reconociendo a la población indígena, a los indios, como legítimos propietarios de sus tierras y ejerciendo su tutela para sacarlos del «estado de naturaleza» y ponerlos en «estado de derecho».
Y es esto, en definitiva, lo que se conmemora el 12 de octubre: solo hay que ver el origen de la población hispanoamericana como prueba terminante en contra de la identidad «genocida» de España. Por decirlo con Venancio Carro «ahí está la misma permanencia de los indígenas de Hispano-América, que superan en mucho a los existentes en los países civilizados por otras naciones europeas. La cara de muchos hispano-americanos es un documento viviente y nuestra mejor apología»[9].
Mucho que celebrar.
Notas
[1] Charles De Brosses, apud, Anthony Pagden, Pueblos e Imperios, p.150, Ed. Mondadori, 2001.
[2] Carlos F. Lummis, Los descubridores españoles del s. XVI, Ed. Grech, p. 81.
[3] R. L. Kagan, Imágenes urbanas del mundo hispánico, ed. El Viso, 1998, p.61.
[4] Constantino Bayle Los cabildos seculares en la América española, Sapienta ediciones, 1952.
[5] López de Gómara, Historia general de las Indias, BAE, vol 22, p. 181; hablando de la expedición de Pánfilo de Narváez a La Florida
[6] Elliot, Imperios del Mundo atlántico, p.80
[7] Bolívar a Sucre, 21 de febrero de 1825, en Cartas, IV, p. 263.
[8] Alfonso López Michelsen, La Conquista española y sus frutos, ed. Cultura Hispánica, 1976.
[9] Venancio D. Carro, La Teología y los teólogos-juristas españoles ante la Conquista de América, p. 9.
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