MANIFIESTO 11 DE SEPTIEMBRE DE 2023
Desde hace más de un siglo el nacionalismo representa una distorsión en la política nacional. Es un quejoso mal para los intereses de todos los españoles y desde su origen ha correspondido a las pretensiones de unas oligarquías locales disfrazadas de románticos relatos y tóxicos resentimientos. Pero estas pretensiones hubieran acabado en nada si no hubieran contado con la connivencia de los gobiernos de Madrid, ora conservadores, ora progresistas. Es conocido que al producirse la decadencia del siglo XVIII e inicios del XIX, la Cataluña decimonónica manifestó un impulso patriótico y regenerador que guió al resto de las regiones españolas, hasta tal punto que fue llamado el siglo de la “españolísima Cataluña”.
Pero las elites que habían conseguido sus fortunas en las provincias de ultramar, no pudieron digerir el desastre del 98. Iniciado el siglo XX quisieron regir los destinos de España como ya lo habían intentado en la catastrófica I República, traída por Republicanos federalistas principalmente catalanes, que casi deshace España en las guerras cantonales. Desde siempre, las relaciones entre el catalanismo y el poder central fueron intensas e interesadas. El primer partido catalanista del siglo XX, la Lliga Regionalista, se nutrió de militantes de un decadente y corrupto Partido Conservador en Cataluña. El partido de Cambó elaboró estrategias para sostener la monarquía liberal de Alfonso XIII y no dudó en apoyar el Golpe de Estado de Primo de Rivera para mantener sus prebendas ante el embate revolucionario. Este Directorio permitió la supervivencia de una casta empresarial catalanista que, por cierto, nunca se lo agradecería.
En 1934, el PSOE con su revolución de Asturias y ERC con su golpe de Estado independentista, colapsaron las estructuras del Estado y nos abocó a una inevitable Guerra Civil
Tras la caída de la dictadura y el fin del régimen monárquico-liberal, llegaría la República. Desde el tristemente famoso Pacto de San Sebastián, la Izquierda se alineó con los movimientos separatistas. Los nuevos poderes centrales alentaron a personajes como Macià y Companys. En 1934, el PSOE con su revolución de Asturias y ERC con su golpe de Estado independentista, colapsaron las estructuras del Estado y nos abocó a una inevitable Guerra Civil. El catalanismo conservador, el de las elites burguesas, apoyó sin dudar el Alzamiento cívico-militar de 1936. Mientras que el catalanismo de Companys se hacía cómplice de las matanzas en la retaguardia catalana, con el consentimiento del gobierno republicano.
Acabada la Guerra, el catalanismo conservador no tuvo ningún reparo en mimetizarse con el franquismo llegando a colaborar ocupando cargos en todos los niveles de la administración, especialmente en los municipales. Llegando el actual Régimen del 78, el catalanismo que estaba agonizante, fue resucitado por los pergeñadores de la Transición. Se le invitó a participar en la elaboración del marco constitucional y se cedieron voluntades para que en la Constitución tuviera cabida el infatuado régimen de las autonomías. Pronto el nuevo Borbón hizo amistad con Jordi Pujol y que fue tratado entre algodones por la UCD, la heredera de los dirigentes del Régimen anterior reciclados en demócratas de última hora. Y en Cataluña, muchos alcaldes franquistas renovaron democráticamente sus cargos en las listas de CiU. Sin lugar a dudas, el niño mimado de la Transición fue Jordi Pujol que, pactando bien con el PSOE, bien con el PP, logró que una autonomía regional se convirtiera en un Estado dentro del Estado. Y desde su atalaya separatista, para colmo de despropósitos, quiso seguir rigiendo los destinos de España.
Jordi Pujol fue como el dios romano Jano, aquél de dos caras que presidía los cambios y transiciones políticas. Supo aunar al conservadurismo catalán, ese extraño híbrido catalanista-franquista, con el progresismo revolucionario independentista. No olvidemos que CiU sostuvo y mantuvo a una esquelética ERC, hasta que esta se volvió contra la mano que la había alimentado. El declinar de Pujol, coincidente con el declinar de las elites económicas catalanas, sólo podía traer engendros. Los hijos malcriados de la burguesía ya no querían trabajar en las decadentes empresas de sus padres, sólo aspiraban -y aspiran- a ser altos cargos del funcionariado de la Generalitat. Y ese es el sueño de los dirigentes de ERC y Junts. Para ellos la independencia es sinónimo de perpetuar sus privilegios de casta viviendo a costa de los catalanes y, de paso, del resto de españoles que acabarán pagando la deuda de la administración catalana, cifrada en nada menos que 71.000 millones de euros.
Los órdagos separatistas que vivimos en 2017, fueron consentidos y permitidos desde los gobiernos de Madrid. Bien quedó demostrada la debilidad real del separatismo a la hora de conseguir sus pretendidos fines. ¡Qué fácil hubiera sido acabar con el separatismo legal y constitucionalmente! Pero cuando al Estado y su gobierno, a regañadientes, no les quedó más remedio que tomar medidas legales contra el separatismo por un Delito de Rebelión, se hizo entre algodones. Los delincuentes parecían ser los jueces, policías y ciudadanos que habíamos cumplido con nuestro deber y no los que habían puesto en peligro nuestra unidad política y territorial.
Todos vivimos la estafa de la aplicación del artículo 155 por parte del Gobierno de Rajoy, que tuvo su “premio” en una moción de censura por parte de la cámara que representa la soberanía nacional. Con el cambio de Gobierno, a nadie nos sorprendió la excarcelación, de manos del PSOE, de los sediciosos. Y todo ello se hizo bajo el amparo de la legalidad constitucional. Y esta es la paradoja, de nuevo, bajo el marco legal de Constitución, se alienta a aquellos que quieren barrerla. ¿Es tan difícil ver que el problema es la Constitución y los gobiernos centrales, y no su solución?
Hoy nos encontramos en la encrucijada de la posibilidad de que invistan un presidente del Gobierno de España gracias a los votos de los que quieren destruir España. Y ello se hará ante la incapacidad de llegar a un Pacto de Estado entre los dos grandes partidos que han llevado a España a la actual debacle. Por su lado, los separatistas, aprovechando la absurda legalidad española, se les ha permitido empuñar el timón de la nave común y arrastrarnos a los arrecifes. Todo ello nuevamente ahora con la connivencia de un PSOE que, desde su fundación, dejó clara su intención de liquidar la España de siempre. Pocas cosas han cambiado a lo largo de nuestra reciente historia. Y ya sólo nos cabe una reflexión. Viene siendo hora que reconozcamos la esterilidad del Régimen del 78 y su necesaria refundación. Dejemos de hablar del encaje de Cataluña en España, y empecemos trabajar para el encaje de la nación administrativa en el recipiente imperecedero de la Patria histórica.
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