Cuando los socialistas, comunistas y anarquistas, durante la segunda república española arrojaban a católicos a los leones del Zoo de Madrid. Pero antes había que descuartizarlos…
Javier Paredes
¿Que por qué te detenemos? ¿Acaso no eres católico practicante? ¿Te parece poco motivo?
La Casa de Fieras del Parque del Retiro de Madrid, después del de Viena, fue el segundo zoológico que se instaló en Europa, durante el reinado de Carlos III (1759-1788). Dentro del recinto lo más característico era la “leonera”, un conjunto de jaulas adosadas que daban cobijo a leones, tigres y osos. Y para que la persecución religiosa de los socialistas, los comunistas y los anarquistas durante la Guerra Civil española en nada se diferenciase de las atrocidades cometidas por los emperadores romanos, unos detenidos, acusados de “oler a cera”, fueron arrojados a las fieras del Parque del Retiro de Madrid, para que los devorasen.
FUENTE: https://www.hispanidad.com/opinion/la-resistencia/mas-memoria-democratica-cuando-republicanos-arrojaban-catolicos-leones-zoo-madrid_12049176_102.html
Uno de estos mártires era un padre de familia, Alfonso Muñoz Tejada, que regentaba una droguería, uno de cuyos hijos con el tiempo se ordenó sacerdote y fue párroco de la madrileña iglesia del Cristo de la Victoria. Cuando los milicianos fueron a detenerle les preguntó el motivo por el que le apresaban, a lo que le respondieron:
-¿No eres católico practicante? ¿No te parece suficiente motivo?
Están también localizadas otras dos personas de las más de diez que se calcula que fueron arrojadas a las fieras. Uno se llamaba Antonio Klett Peláez y era gerente de la compañía de seguros la Estrella. El tercero se llamaba Eugenio Calzada Rexas.
Las fieras, menos crueles que republicanos y republicanas, esperaban a que las víctimas fueran asesinadas, antes de devorar sus pedazos
Pero sobre todo tenemos noticias de cómo se llevó a cabo este terrible suceso, gracias a una publicación de 1937 de Joaquín Pérez Madrigal. Un hombre que fue masón, diputado durante las Cortes Constituyentes de la Segunda República, en 1931, por el partido radical-socialista y diputado también en dos legislaturas más, en las elecciones de noviembre de 1933 y febrero de 1936, por el Partido Radical. Por su evolución religiosa y política, durante la Guerra Civil, se pasó al bando nacional. Pues bien, en el prólogo de su obra titulada Tipos y sombras de la tragedia, se puede leer: “En este libro, todo lo que se dice es verdad. La mía y la que, doblegada a la mía, extraje de los otros. No es novela, ni historia, ni reportaje… Es recreación de realidades comprobadas y reflexiones sinceras acerca de hombres y de hechos que conocí y viví…
No digo más por mi parte. Les dejo con el relato completo, que Joaquín Pérez Madrigal pone en boca del autor de estos crímenes, contado con todo lujo de detalles:
“He cometido muchos crímenes. Los que me ha dado la gana. Y he impulsado a otras bestias a que ejecuten las acciones más horrendas. Un día vino a buscarme un sujeto que despachaba, voluntario, a todos los curas que caían en su tcheka de las Ventas. Me llevó a su casa para enseñarme una cosa buena. Fui allá con él, en su magnífico Chrysler requisado. Me metió en la sucia corraliza de su vivienda. Me mostró un barreño lleno de ojos humanos… Me impresionó su ferocidad. Y me estimuló a la vez. Le convidé a la ceremonia romana que yo había proyectado para el día siguiente. Quedamos conformes. Me acompañó el «óptico», como yo le llamaba desde entonces, y la verdad es que no me resultó muy brillante aquel festejo. El «óptico» dudó al principio de mis aptitudes para el ejercicio de la justicia popular. Consistió aquello en asaltar, con las masas convocadas al efecto, la Casa de Fieras del Retiro. Habíamos guardado allí, la noche antes, a dieciocho presos de cuidado, jóvenes falangistas y militares rebeldes. Se ordenó a los camaradas encargados de la vigilancia y alimentación de las fieras, que no les echaran de comer hasta que yo lo mandase. Iban a ayunar veinticuatro horas. Me convenía que los leones tuviesen apetito. Penetramos en los jardines del parque zoológico a las once de la mañana. Éramos mucha gente. Más de dos mil: hombres, mujeres y chicos. Conocedores todos del espectáculo clásico que iban a presenciar, pugnaban alborotados por ocupar buenas posiciones alrededor de las jaulas de los leones, de los tigres y de los osos. Querían verlo bien. Rugía la muchedumbre impaciente. Pero rugían aún más, acuciadas por el hambre, las fieras en su encierro. El aire estaba cargado de intensa algarabía en la que, fundidos el bramido, la maldición, la queja y la risa, no se acertaba a precisar si eran las fieras o los hombres, o las dos especies compenetradas, las que levantaban y mantenían aquel horrísono clamor de tempestad… Ordené que, bien defendidos, entre dos filas de milicianos, extrajesen a los presos de su cárcel —unos apartados jaulones que encontráramos vacíos —y los condujeran ante la jaula del león y la leona. La pareja, sin probar carnaza ni machacar huesos desde el día anterior, soliviantada, además, por la muchedumbre y su agudo clamor, vibrante de amenazas, bramaba a dúo y danzaba nerviosa a todo lo redondo de su encierro. Parecíales pequeño a los leones aquel espacio de su cautiverio y querían ensancharlo lanzándose con dientes y garras contra los barrotes inconmovibles. El «óptico» se relamía de gusto. Aquello me iba a salir muy bien.
Ya venían los fascistas. La multitud deliraba. Caminaban aquellos entre todos sus guardianes, con paso firme y alta la cabeza. En sus caras pálidas había huellas de fatiga y de sufrimiento, pero no de espanto. Confieso que aquella serenidad, bien poseído de mi bárbaro papel, me humilló. Llegó la comitiva a un metro de la jaula en que iban a ser sacrificados. Se detuvieron. Ordené:
—¡Desnudad a los cinco más valientes! ¡Pronto!
Hubo un punto de vacilación. Entre los dieciocho habían de elegirse cinco. ¿Quiénes? No se movió nadie.
Una voz de mujer se destacó sobre todo el griterío de la masa.
—¡Dejadnos a nosotras! ¿No es esto una kermesse?… Pues el Jurao da el premio…
Una mujerona, embutidas sus carnes correosas en un mono azul, se abrió paso.
—Anda Loba… y tú Exterminio… Semos el Tribunal… Vamos a desinar los cinco más bonitos.
Efectivamente, con la tía gorda comparecieron las dos milicianas aludidas. Hombrunas, desgreñadas, con cuchillos al cinto y calaveras bordadas sobre el lugar del corazón…
Se metieron las tres entre los presos. Los examinaron.
—Este, no; desnudo, ni la de leona le hinca el diente…
—Mira, este rubio es cosa fina… «¡Mis Apio!»
Se armó. El preso devolvió el ultraje; asestó un puñetazo a la jurao y la tiró contra el suelo. Con ella cayó al foso que circundaba la jaula el agresor, de un culatazo que le metió en el pecho un miliciano… Las otras dos mujeres, presto el cuchillo en sus manos diestras, acuchillaron a unos cuantos presos… Costó gran esfuerzo poner orden en aquel tumulto… Los leones rugían; la muchedumbre bramaba, inquieta, en alto pistolas y puñales… Yo gritaba aconsejándoles serenidad, explicándoles que ellos no eran las fieras, que las fieras no andaban sueltas… Pude conjurar el motín… Separaron a las juraos de los concursantes; recogieron del suelo, moribundos, y fueron llevados al botiquín, cinco de los apuñalados, inmolados, improvisadamente a la furiosa acometida de tres leonas no catalogadas, y aparté por mí mismo, sin pararme más, a los cinco que habrían de afrontar a los leones auténticos. Se les despojó de sus ropas. Y era de ver cómo aquellos hombres, que iban a recibir inmediatamente muerte tan horrible, cuidaban pudorosos de conservar en recato desnudeces que la multitud reclamaba imperiosa…
—¡Sin taparrabos! ¡Fuera! ¡Sarasa! ¡Huy, qué vergüenza! ¡Que no lo vea mamá!
Pa que esos coman hay que echarles los hombres a cuartos… Tú se los has metío vivos y enteros, sin una pupa siquiera. Hazlos sangre y verás lo que es bueno…
Enteramente desnudos, fueron empujados los cinco a la puerta de la jaula. Esta fue rápidamente abierta, y los cinco cayeron de bruces dentro del espacio ocupado por el león y la leona. La muchedumbre, cual si un resorte la doblegase al silencio, cayó unánime. El momento era en realidad estremecedor. Rugían las fieras ante la carne viva y caliente que se les arrojaba para pasto rico del hambre estudiadamente insatisfecha… Rugían los leones; a un metro sus fauces, sus mandíbulas, sus garras del manjar palpitante que se rebozaba de secreto terror…Pero los leones no acometían; dijéranse que meditaban… Las víctimas tendidas en el suelo, en la misma posición en que cayeron, guardaban la cabeza bajo los brazos extendidos, enlazados por las manos que se apretaban como se aprietan cuando se sufre y se reza…
Yo estaba en ridículo. Aquellas fieras no se comían a nadie. Eran un timo más del Ayuntamiento. Hubiera aconsejado ir por el alcalde y los concejales de Madrid y haber con ellos organizado un concurso bajo la autoridad de un Tribunal como el que acababa de actuar allí mismo… ¡Eso eran fieras y no estos ratoneros de pelo duro, llamados leones por mal mote, buenos tan solo para asombrar a los niños y a los militares sin graduación de la extinguida democracia burguesa!
—Oye, tú —me gritó un chusco de la masa— ¿No nos habrás traído pa ver multiplicao el milagro de Danielito?
—¡A ver! —gritó otro— que esos señores leones están desganaos. Que les sirvan dos «vermuths» del bar Cascorro…
—¡Inteligentes que son! ¿No habíamos quedao que toa esa gentuza fachista es venenosa? Pos si esa pareja de fieras es feliz, ¿por qué va a suicidarse?
La gente tomó a chunga el espectáculo. Me avergoncé. Yo parecía el regiseurs miserable de un circo de feria pueblerina. A mi lado tenía al feroz vecino de las Ventas, al «óptico», que me dijo decepcionado:
—¡Bah! No basta la buena intención. Has fracasao… Pa que esos coman hay que echarles los hombres a cuartos… Tú se los has metío vivos y enteros, sin una pupa siquiera. Hazlos sangre y verás lo que es bueno…
Confieso que me faltaban energías para descuartizar a los condenados. Pensé en otro recurso para embravecer a los leones. Saqué mi pistola. La monté. Ordené a los milicianos.
—Hay que enardecerlos. Disparemos al aire.
Disparé. Todos dispararon fusiles y pistolas… Quemamos un minuto en estampidos de gran batalla… Los leones, sobre las patas traseras, rugían, empinándose contra domadores o enemigos invisibles… El efecto de las descargas fue contraproducente; la fiera pareja, desatendida de las piezas del festín, recelaba, nerviosa, amenazadora, pero sin abalanzarse sobre los condenados…
—Oye, tú —repitió el chusco —. Danos a los leones, que son Hermanas de la Caridad disfrazás… Hay que «pasearlos»…
El «óptico» repitió en voz baja:
—Lo que te he dicho. ¿Te comerías un carnero vivo, con felpa y to, en un reservao del Barbas? Hay que descuartizarlos…
—No —respondí resuelto—, hay que hacer otra cosa.
Corrí con varios milicianos hacia la puerta de la jaula. Entreabrí esta, y agarrando de los pies a uno de los condenados me lo traje, arrastrándole hasta fuera de los gruesos barrotes.
—¡Tú! ¡Y tú! —mandé rápido— Sacad lo mismo a esos.
Ya estaban, desnudos, en pie, sin temblores, pero como insensibles, fuera de la jaula, los cinco hombres que las fieras no habían querido devorar
El «óptico» me observaba.
—¡A ver! —grité a los milicianos, con voz potente para que me oyese la muchedumbre—. ¡Poned en los fusiles los cuchillos! ¡Pronto!
Los milicianos calaron la bayoneta.
Uno de los condenados se desmayó. Cayó al suelo como tocado por un rayo. Los demás, apercibidos de mis propósitos, quisieron volver junto a las fieras, a meterse en la jaula por entre los barrotes… Al león y a la leona, hambrientos y rugientes, le tenían menos miedo que a mí.
Le arrebaté a un miliciano su fusil con el cuchillo armado, y disponiéndome a acabar, dije a mi tropa:
—¡Imitadme! ¡Y adentro con ellos!
Me lancé contra uno de los condenados; le metí el cuchillo por entre las costillas y asomaba la punta por el vientre… Retrocedí; no sin trabajo logré desenredar de las entrañas de aquel infeliz el hierro con el que le había atravesado… Se desangraba en el suelo boca arriba y le hinque de nuevo mi cuchillo en un brazo para que brotase sangre, mucha sangre…
Al propio tiempo, habían sido acuchillados del mismo modo los otros cuatro sentenciados… A los bramidos de la muchedumbre satisfecha y entusiasmada, y a los rugidos agudos e incesantes de los leones, sumáronse los alaridos cortos, pero insufribles; los jadeos y los estertores de los acuchillados en la agonía.
El «óptico» saboreaba risueño el espectáculo único…
Se entreabrió la puerta de la jaula y se empujó hacia adentro, bañados en su propia y en la ajena sangre, a los que iban a acabar de morir…
Apenas tuvimos tiempo de empujar al último y de echar el pesado cerrojo a los barrotes de la puerta. El «óptico» había acertado. ¡Sangre! ¡Sangre! Los leones olfatearon, vieron la sangre y con sus garras y sus dientes despedazaron a los cinco hombres… Cabezas, troncos, piernas, brazos, bailoteaban espantables y sueltos por el suelo y por el aire… No quedó un cuerpo entero, y era de ver cómo el león y la leona que tenían comida de sobra, se encaprichaban de la misma pierna exangüe y se la disputaban furiosamente como se disputarían dos púgiles un trofeo…
—¡No te lo decía yo! —me sopló, sabio, el de las Ventas.
Las masas, embriagadas por el fuerte sabor del festín que acababan de presenciar, pedían, como los leones sangre, sangre, más sangre…
Yo, créame usted, me sentí mareado. Este duelo íntimo en que he vivido tanto tiempo me quebrantaba profundamente. Por aquel día mi capacidad de hombre cruel había dado todo su rendimiento. El residuo de hombre de bien que quedaba en mi alma, erguíase dolorido, aporreaba indignado en mi corazón.
—“¡A los tigres! ¡A los tigres! —pedían.
—“¡A la piscina del hipopótamo! ¡Que se bañen con el hipopótamo!
Se llevaron a los otros presos al sacrificio que la soberanía popular reclamaba… Los osos, los tigres, el hipopótamo, el «óptico»… Procure que el tumulto me embozase; simule una llamada telefónica y me fui… Sentía asco; me rechinaban los dientes… Caminaba solo por las calles conteniendo unas ganas muy fuertes de echarme a llorar… Tenía mucho frío… ¡Vivir! ¡Vivir! ¡Yo quería vivir! Tenía que alimentarme de sangre humana… Había que matar… Cada muerte que hiciera uno entonces era un pedestal y era un escudo… Llegué a casa de la Eugenia. Le conté lo ocurrido. Me tumbé. La Eugenia me dijo que tenía más de cuarenta grados de fiebre”.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá