Francisco J Lopez
Anaciclosis social: Polibio desarrolló la teoría de la anaciclosis, según la cual el ejercicio del poder en cualquier sociedad sigue un ciclo de seis fases, en el que —primero— la monarquía se convierte en tiranía, que es seguida por una aristocracia que se tornará en oligarquía, a la que sucede una democracia que se convierte en oclocracia, para volver a comenzar.
Para prosperar como sociedad necesitamos un nuevo modelo de gestión de nuestros activos y efectivos profesionales. Especialmente, en determinados ámbitos y estratos laborales existe una marcada discordancia entre el grado de responsabilidad adjudicada a los individuos y el de su preparación, aptitud e idoneidad para asumirlo. Demasiado frecuentemente encontramos competencias en manos inadecuadas, que ponen en evidencia tanto a los que las ejercen como a quienes los nombran.
Resulta difícil comprender cómo y por qué algunas sociedades, entidades y personas, consciente o inconscientemente (no sé qué es peor), nos entregamos a quien caiga, porque somos igual de laxos al asignar que al aceptar responsabilidades. Esto contrasta con el espíritu de otras que se respetan más a sí mismas y aspiran decididamente a progresar. Decía Steve Jobs que “la gente A contrata a gente A, mientras que la gente B contrata a gente C”.
En muchas ocasiones, tanto quien adjudica como quien acepta la responsabilidad lo hacen con una alacridad pasmosa trufada de insensatez, idiocia (en el sentido etimológico de la palabra, relacionado con el egoísmo nesciente), o desconocimiento agnotológico de la propia condición y de lo que cabe demandarse al cometido encomendado. Como dijo Descartes en ‘Discurso del Método’, el sentido común es el don mejor repartido, pues todo el mundo cree tener suficiente.
Nuestro modelo social constituye un caldo propiciatorio basado en principios apodícticos muy enraizados que coartan la sociedad mediante un rígido sistema igualitarista que no reconoce ni recompensa apropiadamente el talento y la competencia profesional. Aspira, además, a enrasar a los individuos (siempre por abajo) con cierta independencia de sus méritos, a costa de alienar la motivación por el esfuerzo, la mejora y la superación.
Es preciso incentivar la iniciativa, premiar el éxito y el talento, y poner a funcionar la creatividad y la innovación a pleno rendimiento. Porque, como dice el adagio popular, no hay nada más injusto que tratar igual a los desiguales. Ni nada más inútil, añado yo, que desperdiciar gratuitamente los recursos intelectuales y profesionales.
Las diferencias interindividuales surgen de las leyes naturales que distribuyen las capacidades siguiendo un orden gaussiano, y nos confieren la posibilidad biológica de evolucionar, adaptarnos y subsistir como especie y como colectivo. Anularlas por decreto, en lugar de aprovecharlas, constituye un error pírrico, infructuoso y contraproducente que facilita el acceso a cualquier puesto a personas tanto adecuada como inadecuadamente cualificadas. La ausencia de filtros efectivos es preocupante en todos los niveles y alarmante en los de mayor responsabilidad.
También contribuyen los motivos crematísticos individuales (a veces comprensibles), y un afán de éxito mal entendido que se confía más a la apariencia (justificada o no, eso no importa tanto) que a un serio proyecto de desarrollo personal y colectivo que persiga conseguir verdaderos logros útiles y tangibles en nuestro nicho de competencia. Por ello, comúnmente, el objeto principal de ocupar un cargo se ciñe mayoritariamente a ostentarlo como si de un premio o medalla se tratase, y a tramitarlo rutinariamente ajenos a la realidad y a nuestra impertinencia.
La ‘okupación’ irresponsable o inconsciente de un puesto para el que no estamos preparados desenmascara nuestra petulante ineptitud, proporciona una oportunidad irresistible para hacer el ridículo, y perjudica al sistema por la incomparecencia funcional en un mundo competitivo. Eso sí, que nos quiten lo bailado. Ya nada de esto nos avergüenza, ni (casi) nadie nos lo afea. Sin percatarnos de ello, individual y colectivamente hemos renunciado a la dignidad y normalizado y asumido la mediocridad.
Pero la razón última que ampara toda esta fruición conductual es la impunidad derivada de la flácida exigencia de rendición de cuentas en todas las esferas de la sociedad. La ataraxia social es un mal síntoma de abandono a la suerte que se rige inexorablemente por la ley de la termodinámica, según la cual el tiempo avanza en el sentido en el que la entropía (el desorden) crece. De la ineptocracia a la oclocracia de Polibio hay un paso.
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