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Delitos de pensamiento en la España de Sánchez: el caso de Begoña Gerpe – ¡Que le corten la cabeza…!» – y la erosión de la libertad de expresión.

“¡Que le corten la cabeza!”, ordenaba con furia la Reina de Corazones en Alicia en el País de las Maravillas ante cualquier contrariedad. La escena, grotesca y absurda, reflejaba una lógica autoritaria en la que el juicio precede a la acusación, y la condena se impone antes del razonamiento. Hoy, esa lógica ha dejado de ser una caricatura literaria para instalarse como praxis institucional en la España de Sánchez. Esa frase caricaturesca, símbolo del despotismo irracional, ha dejado de pertenecer al reino de la ficción para encarnarse en el ejercicio real del poder en España. Hemos llegado a tal extremo que, pese a que en España existe un sistema de gobierno en el que aún se realizan elecciones, los ciudadanos no tienen conocimiento de las actividades de quienes ejercen el poder real debido a la falta de libertades civiles; por tanto, no es una «sociedad abierta», tampoco un estado democrático y de derecho. En este clima de intolerancia institucional al disenso, la libertad de expresión sufre un deterioro inquietante.

El caso Gerpe se inscribe en una estrategia más amplia de control ideológico por parte del Estado, canalizada a través de instrumentos institucionales formalmente orientados a la protección de derechos, pero funcionalmente empleados como órganos de censura. La proliferación de observatorios, fiscalías especializadas y oficinas contra los “delitos de odio” ha dado lugar a un sistema de vigilancia ideológica, una policía del pensamiento, donde la frontera entre delito y disenso queda peligrosamente desdibujada.

En marzo de 2024, el Observatorio Español contra el Racismo y la Xenofobia (OBERAXE) firmó un acuerdo con la Fiscalía General del Estado y la Red de Entidades contra el Racismo para “mejorar la detección de discursos de odio en redes sociales”. Este tipo de convenios, lejos de limitarse a la persecución de conductas violentas o verdaderamente discriminatorias, tienden a amplificar la interpretación extensiva de lo que constituye un “discurso de odio”, abarcando expresiones críticas hacia políticas identitarias, inmigración o privilegios étnicos.

A esta arquitectura institucional se suman herramientas de censura tecnológica, como la Orden Ministerial de 2022 sobre “lucha contra la desinformación”, que faculta al Gobierno a coordinarse con plataformas digitales para identificar y neutralizar contenidos “peligrosos para el interés general”, sin necesidad de control judicial previo. Además, iniciativas como el Plan Nacional contra los Discursos de Odio (2023) o la reforma del Código Penal para reforzar los delitos de odio lingüístico y simbólico refuerzan una política criminal cada vez más subjetiva y dependiente del clima ideológico del poder político.

El resultado es una criminalización creciente de la opinión política, especialmente cuando cuestiona el consenso progre-institucional. Como ha señalado el jurista alemán Kai Ambos, “la categoría de delito de odio está siendo instrumentalizada para sancionar posiciones que simplemente disienten del discurso dominante, socavando el núcleo duro de la libertad ideológica” (Zeitschrift für Internationale Strafrechtsdogmatik, 2023). Esta tendencia ha sido criticada también por el informe del Instituto Iustitia de 2024, que denuncia que “el Estado español ha creado un sistema de vigilancia discursiva incompatible con una democracia pluralista”, y por el grupo European Centre for Law and Justice (ECLJ), que alertó en un policy brief de 2023 sobre “el peligroso uso de categorías jurídicas ideologizadas para silenciar la disidencia legítima”.

El derecho a la libertad de expresión, «columna vertebral», principal sostén de toda democracia liberal, atraviesa hoy una crisis profunda en España. Lo que antes se consideraba un espacio sagrado para la deliberación pública ha sido progresivamente invadido, ocupado por una mentalidad autoritaria que no tolera la disidencia. El caso de la periodista Begoña Gerpe —investigada y perseguida judicialmente por manifestar en redes sociales opiniones críticas hacia Pedro Sánchez y su entorno— representa un ejemplo alarmante de la deriva antiliberal que sufre el régimen político español.

El caso Gerpe y la criminalización de la opinión

Begoña Gerpe fue imputada por un juzgado madrileño tras publicar desde su canal de YouTube y su cuenta de X (antes Twitter) una serie de mensajes críticos hacia determinadas políticas públicas del Gobierno de Pedro Sánchez. A pesar de que sus manifestaciones se enmarcan en el ejercicio legítimo de la crítica política y el periodismo de opinión, se la acusa de delitos de odio, especialmente por supuestas manifestaciones de «antigitanismo».

Uno de los elementos más controvertidos del caso es que esta persecución judicial se produce en el mismo momento en que el Gobierno socialcomunista —apoyado parlamentariamente por formaciones separatistas y herederas de ETA— ha declarado el año 2025 como el “Año del Pueblo Gitano en España”. Si bien esta declaración ha sido presentada como un gesto institucional de «reconocimiento e inclusión», para amplios sectores sociales ha supuesto un contexto político especialmente sensible, en el que cualquier crítica a las políticas identitarias o a los privilegios jurídicos diferenciados se convierte en blanco de criminalización.

En este contexto, Begoña Gerpe ha tomado la decisión de exiliarse voluntariamente en Andorra, denunciando públicamente la falta de garantías jurídicas, la hostilidad mediática y el hostigamiento ideológico que ha sufrido. Su salida del país está siendo interpretada como un gesto de denuncia frente a lo que considera un sistema de represión política encubierta mediante el uso instrumental del Derecho penal.

El hecho de que un contenido de naturaleza opinativa pueda devenir causa penal evidencia el colapso del principio de mínima intervención del Derecho Penal y la quiebra de la doctrina constitucional sobre el valor preferente de la libertad de expresión (STC 6/1981, STC 104/1986, STC 136/1999, entre otras).

La libertad de expresión en retroceso

Tal y como advirtió el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en el caso Lingens v. Austria (1986), las opiniones políticas, incluso ofensivas o provocadoras, deben gozar del mayor nivel de protección en una sociedad democrática. Esta doctrina ha sido reiterada en sentencias posteriores como Castells v. Spain (1992), mediante la cual el TEDH dictó sentencia condenatoria contra el Estado español por condenar, por injurias graves al gobierno, a un senador vasco, Miguel Castel por criticar al Gobierno.

En palabras del Tribunal: “la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales de una sociedad democrática, una de las condiciones primordiales para su progreso y para el desarrollo de cada individuo”. Esta libertad no se limita a la información “bien recibida” o “inofensiva”, sino que incluye también las expresiones que “ofenden, chocan o perturban”.

El caso Gerpe, sin embargo, parece inaugurar una jurisprudencia inversa: las opiniones que cuestionan al poder se penalizan con instrumentos jurídicos desproporcionados o de dudosa constitucionalidad, como la ley de odio o la ampliación de tipos penales difusos como el de “desinformación maliciosa”.

He aquí algunas citas académicas y doctrinales

Como señala el catedrático Gregorio Peces-Barba en su clásica obra La libertad de expresión en el Estado democrático (1984), el pluralismo ideológico exige tolerancia hacia los discursos críticos: “El poder no debe temer al lenguaje de sus detractores, sino temer el silencio de una sociedad que ya no puede expresarse”. Más recientemente, el profesor Manuel Cancio Meliá ha alertado sobre el abuso del Derecho penal para castigar conductas meramente discursivas: “El populismo punitivo encuentra en las redes sociales un campo fértil para criminalizar a los discrepantes con la coartada de la defensa de la democracia” (Revista de Derecho Penal y Criminología, 2022).

Comparaciones internacionales y otros casos

A diferencia de países como Estados Unidos, Francia y Alemania, donde la libertad de expresión cuenta con protecciones robustas, España muestra una preocupante tendencia a penalizar el disenso político, especialmente cuando proviene de sectores conservadores o disidentes del discurso oficial.

En Estados Unidos, la Primera Enmienda protege incluso los discursos más ofensivos siempre que no inciten directamente a la violencia (caso Brandenburg v. Ohio, 1969). En Francia, aunque existen leyes contra el discurso de odio, su alcance está más acotado, y la crítica política sigue estando protegida (Décision n° 2009-580 DC). Alemania, por su parte, combina una legislación estricta contra el discurso de odio con una férrea defensa de la sátira y la crítica política, como refleja el célebre caso Lüth (1958), en el que se reconoció que la libertad de expresión es “el fundamento de cualquier convivencia democrática”.

En contraste, en España proliferan casos como los de Cristina Seguí, “Un Tío Blanco Hetero” o César Vidal, en los que es evidentísimo el uso selectivo del Derecho penal como herramienta de censura ideológica. A ello se suma el escarnio digital sistemático, promovido desde medios afines al poder, incluso antes de que se dicten resoluciones judiciales firmes.

Conclusión

El caso de Begoña Gerpe es un síntoma inquietante de la erosión del derecho de crítica en la España contemporánea. La libertad de expresión, lejos de ser un lujo retórico, es la piedra de toque de toda democracia genuina. Sin ella, no hay control al poder, ni deliberación pública, ni posibilidad de disenso legítimo.

Frente a su instrumentalización partidista, urge reivindicarla como un principio democrático irrenunciable. Como demuestran los modelos jurídicos comparados de Estados Unidos, Francia y Alemania, es posible garantizar la convivencia plural sin sacrificar el derecho a disentir. La libertad de expresión no puede quedar al albur de la corrección política ni de la sensibilidad gubernamental. Es, en última instancia, la garantía de que ninguna verdad oficial se imponga por decreto.

El papel de los medios y la autocensura periodística

Un factor determinante en esta involución democrática es el papel que desempeñan los medios de comunicación. La televisión pública se ha convertido en aparato propagandístico gubernamental, mientras que muchos medios privados practican una autocensura preventiva para evitar sanciones, pérdida de subvenciones o campañas de desprestigio. La concentración de la propiedad mediática y la dependencia económica del Estado han deteriorado la pluralidad informativa.

Periodistas críticos han sido apartados, estigmatizados o judicializados, lo que ha generado un clima de miedo entre los profesionales. El resultado es una prensa dócil, más interesada en reproducir el mensaje políticamente correcto del poder que en ejercer su función informativa, o de control y fiscalización… Como afirmaba George Orwell, “el periodismo consiste en publicar lo que alguien no quiere que se publique; todo lo demás es propaganda”.

Hoy en España, cada vez hay más publicidad, propaganda y menos periodismo.

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Carlos Aurelio Caldito Aunión

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