“Devotio, hospitium y clientela”… Responsabilidad, justicia, actuar siempre bien y cumplir con las obligaciones.
CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN
Cualquier persona leída, algo más que medianamente formada, que no sea víctima de las leyes educativas progresistas, sabe –salvo que esté especialmente influida por el “marxismo cultural”- que la historia de los humanos no ha sido una confrontación “dialéctica” entre opresores y oprimidos, entre dominados y dominadores, entre explotados y explotadores, una constante lucha de clases, o tópicos y eslóganes por el estilo… Cualquier historiador serio, insisto: sin sesgo o influencia del marxismo cultural, afirma sin rodeos, claramente, que los humanos han ido progresando, avanzando para mejorar, mediante la acción espontánea, ensayando, unas veces acertando y otras equivocándose, y cuando algo han comprobado que funciona, siempre han tendido a conservarlo.
También, cualquier persona leída tiene noticias de que solamente en los grupos humanos en los que todos sus miembros tienen lazos de parentesco más o menos cercanos, e inevitablemente lazos afectivos, todos comparten los mismos objetivos e intereses, y todos se conocen, se puede afirmar que hay o puede haber solidaridad propiamente dicha, solo en tales casos, en los que media el conocimiento de la existencia del “prójimo” (próximo en Latín) se puede afirmar que un humano se siente concernido por lo que le ocurre a otros humanos… afirmar que uno se siente “solidario” con alguien de quien no conoce ni que existe, es un absoluto despropósito. Es por ello que los humanos, cuando las pequeñas comunidades dejan de ser tales y aumentan hasta tal extremo de que ya es imposible conocer a la totalidad de sus miembros, comienzan a crear “ficciones legales” y “comunidades imaginadas”, de manera que la gente pueda decir que se siente miembro, copartícipe de intereses, sentimientos, objetivos comunes y por tanto que se siente en comunión, y solidario y que lo que concierne a un miembro de la comunidad por numerosa que sea, también a él le afecta y no puede permanecer impasible.
En la Hispania prerromana, existían entidades, clanes, tribus con un poder político escaso y con una gran inseguridad en la protección territorial, incluyendo sus fronteras. Dichos clanes (gentilidad) o grupos supra-familiares podían pertenecer a tribus (como una Gens). Desde el punto de vista político y jurídico era vital pertenecer a un clan, que daba seguridad y protección a cada uno de sus miembros, así como unas normas por las que regirse. Algunas agrupaciones eran asociaciones temporales para ir a una guerra determinada, y se dotaban de un líder que solía ser reconocido como rey o reyezuelo por los romanos.
Con el paso del tiempo, los asentamientos en ciudades, de diversos clanes acabaron dando lugar a distintos reinos. Los miembros de los clanes gozaban de un derecho personal y propio, con su parte protectora pero también su parte represora, el cual era únicamente aplicable a los miembros del clan en concreto, por lo que las relaciones entre las diversas comunidades (que se regían por normas casi completamente diferentes) eran muy complicadas. Este problema se intentó solucionar con los pactos de hospitalidad y clientela.
Los pactos de hospitalidad eran acuerdos mediante los cuales una tribu “A”, pacta con la tribu “B” que cuando un miembro “A” va a la tribu “B” se le podrán aplicar las normas de la tribu que visita, siendo tratado como si fuera miembro de dicha tribu, y esto era recíproco. En el ámbito político, esta red de pactos permitió fortalecer a todas las gens en términos generales (mercado, alianzas militares…).
Las relaciones de clientela parten de la base de los pactos de hospitalidad. Consistía, por ejemplo, en que un agricultor entregase la mitad de su cosecha voluntariamente a un grupo de bandidos con cierta reputación, a cambio de su protección. Evitando así el acoso de estos y obteniendo a su vez protección frente al resto.
Entre las clientelas militares hubo una muy especializada, la “devotio” ibérica, se trataba de un juramento mediante el cual un cliente prestaba servicio a un patrón/caudillo y juraba ante una deidad proteger a su cliente con su vida, y si el cliente moría antes que ellos, estaban obligados a suicidarse… Tampoco era gratuita, solían obtener a cambio una manutención (víveres, vivienda) y sobre todo una mejora de su status social. Tanto los romanos como los cartagineses contrataron los servicios de los devotos iberos.
Hay un refrán que dice que no han de pedírsele peras al olmo, pues los olmos no dan peras ni mediante injertos. Efectivamente, si juntamos a individuos incompatibles o no suficientemente complementarios, lo lógico es que acaben saliendo híbridos, y como bien se sabe, los híbridos son estériles. Cuando se produjo la romanización de la Península Ibérica, tuvo lugar un mestizaje entre dos formas de vida aparentemente diferentes, pero si no hubieran tenido suficientes afinidades nunca se hubiera dado un cruce tan enriquecedor como el que se produjo.
Bien, volvamos al siglo XXI: En estos tiempos que nos han tocado vivir, en los que predominan la mediocridad, la maldad y la indigencia intelectual entre quienes nos mal-gobiernan, y que cada día que pasa se hace más urgente y necesaria una regeneración en España, es imprescindible releer a los clásicos, volver la vista atrás, no para regodearnos en la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino para aprender de los aciertos y de los errores de nuestros ancestros.
No hay día en el que quienes nos hablan de Europa y de la “identidad europea” no hagan referencia a la enorme aportación que hicieron a Europa y al mundo los antiguos romanos, pero nunca suelen decir qué aportaron y qué ha perdurado de aquella cultura, aquella civilización que surgió de una aldea de campesinos en el territorio de la actual Italia. Sí, aunque muchos lo ignoren, la antigua Roma y la cultura romana estaban dominadas por una oligarquía rural, de propietarios que, explotaban directamente sus propias tierras: una clase social muy distinta de la nobleza guerrera de la epopeya homérica de la antigua Grecia.
Una de las razones fundamentales por la que Roma duró siglos y siglos fue por la forma en que los romanos eran educados. La educación romana se basaba en el “mos maiorum”, “la costumbre de los ancestros”, conjunto de reglas y de preceptos que el ciudadano romano, apegado a la tradición, estaba obligado a respetar. Transmitir esa tradición a los jóvenes, hacerla respetar como un ideal incuestionable, como base de toda acción y de todo pensamiento, era la tarea esencial del educador.
Al joven noble, no sólo se le educaba en el respeto a la tradición nacional, patrimonio común a toda Roma, sino también el respeto a las tradiciones propias de su familia de origen.
En opinión de los antiguos romanos la familia es el entorno natural en el que debe crecer y formarse el niño. Incluso en la época del imperio, cuando la instrucción colectiva en la escuela, la enseñanza institucionalizada es ya una costumbre arraigada desde mucho tiempo atrás, se siguió discutiendo acerca las ventajas y los inconvenientes de ambos sistemas.
La educación de los niños y adolescentes en la antigua Roma se producía en el ámbito familiar hasta los diecisiete años; primero, hasta los siete años, bajo la supervisión de la madre; con posterioridad, bajo la vigilancia del pater familias, a quien acompañaban en sus actividades cotidianas.
En la antigua Roma el padre era considerado como el verdadero educador; el pater familias romano se entregaba con plena implicación, en el cumplimiento de su papel de educador.
El conservadurismo -conservar lo que funciona- del que vengo hablando justifica el que Cicerón, a mediados del siglo I a. C., acabe afirmando que el bien de la patria es la suprema ley –salus publica suprema lex esto-, y años después estará presente en el intento de restauración de los viejos ideales morales que llevarán a cabo algunos emperadores siguiendo las directrices de Marco Flavio Quintiliano (originario de Calahorra, La Rioja) en el primer siglo de nuestra era.
La importancia de la tradición, como ya he mencionado con anterioridad, se expresa básicamente en el peso que posee el mos maiorum que, hará afirmar a Cicerón que la fortaleza de Roma descansa tanto en las viejas costumbres como en el vigor de sus hijos –moribus antiquis res stat Romana virisque– y se manifiesta también en el profundo conservadurismo de la religión romana, que constituye uno de los elementos fundamentales de argamasa, de cohesión de la comunidad. Pero, además, la importancia del mos maiorum tiene otro ámbito de expresión de una importancia similar; concretamente, al peso de las tradiciones familiares, que se manifiesta en los grandes funerales, donde se hacen desfilar las imágenes de los antepasados, las oraciones fúnebres, donde se exaltaba grandeza de éstos, a la vez que la del difunto, y el propio hogar familiar, con la exposición de las imágenes, de las mascarillas de los ascestros, en el atrium de la casa.
Si observamos con atención, el contenido de aquella “antigua educación”, advertiremos, en primer lugar, un ideal moral: lo esencial es formar la conciencia del niño o del adolescente, inculcarle un sistema rígido de valores morales, de reflejos seguros, perdurables, un estilo de vida. En suma, como ya se ha dicho anteriormente, este ideal es el de la ciudad antigua, hecho a base de sacrificios, privaciones y devoción, de consagración total de la persona a la comunidad, al Estado.
Cuando los antiguos romanos acaban asumiendo la cultura griega y se “helenizan”, hacen suya la filosofía griega, sus costumbres (no sin reticencias y múltiples protestas “nacionalistas”) adaptan su sistema educativo a las nuevas corrientes de pensamiento y pedagógicas que les llegan de oriente.
Los romanos crearon un sistema nacional-estatal de enseñanza, una red de centros educativos en todas sus provincias, que llegaba hasta los lugares más remotos del imperio. Aunque no fueron especialmente innovadores, pues calcaron el modelo de la los griegos, mejor dicho atenienses, sí fueron ellos quienes lo divulgaron e implantaron por todos los lugares que rodean el “Mare Nostrum”, el Mediterráneo.
Los antiguos romanos consideraban, como se ha dicho y repetido a lo largo de este texto, que la educación en las primeras edades de los niños y niñas correspondía en exclusiva a la familia, y bajo la dirección y supervisión de la madre. Es decir que, no existían parvularios, centros de educación infantil.
Transcurrido el tiempo de educación en familia, hacia los siete años los niños se incorporaban a la enseñanza elemental o primaria; posteriormente (tal como en la actualidad en España) pasaban a la secundaria y finalmente a la enseñanza superior. A la misma vez que la red estatal de centros de enseñanza, existían centros educativos privados, obviamente de pago, a los que solamente se podía permitir acceder los hijos de la gente más acomodada, de las oligarquías urbanas y rurales.
Tanto en la red de centros estatal de enseñanza, como en los centros privados, el objetivo principal era preparar a la juventud para que acabase asumiendo cargos de responsabilidad, ya fuera en la empresa privada como en la administración de la cosa pública; tanto en un ámbito como en el otro, los antiguos romanos pensaban que debían estar presentes la honestidad, la laboriosidad y la lealtad. El sistema educativo y de enseñanza romano pretendía formar personas de orden, metódicos y enérgicos; una élite activa, emprendedora y bien educada. Los romanos de entonces nunca perdían de vista su ideal de “ciudadanos hechos a sí mismos”, para lo cual, para progresar, tanto académicamente como profesionalmente, o en la política, eran tenidos en cuenta la capacidad y el mérito, sin olvidar el compromiso ético de servicio a sus conciudadanos. Efectivamente, los antiguos romanos eran educados en la responsabilidad, en la justicia y en el sentido del deber… Todo lo contrario de lo que actualmente se practica en España.
En la época del Imperio los romanos, por decisión de los emperadores, crearon Universidades, la primera de ellas en Constantinopla (actual Estambul), centros de enseñanza a la vez que de investigación y experimentación.
Se puede afirmar con rotundidad que los antiguos romanos pusieron en marcha un sistema de instrucción pública equiparable a los actualmente existentes en el mundo desarrollado, y que este sistema educativo fue una de las razones de que la cultura, la civilización romana durara siglos y siglos.
Entre las muchas instituciones que heredamos de la antigua Roma está precisamente su sistema de enseñanza, que sin duda, si nos atenemos a sus resultados fue sumamente eficaz. Tal es así que todavía se sigue imitando en gran medida.
Y por ésta, y otras razones, la civilización romana superó en Europa Occidental más de un milenio de existencia (en la Oriental, sobreviviría hasta la toma de Constantinopla por los turcos).
Alguno dirá que olvido nombrar la principal aportación que los antiguos romanos nos hicieron: “El derecho romano”, por supuesto que no podemos ignorarlo, pero ése es un asunto para otro artículo.
La Civilización Romana emprendió el camino hacia el abismo desde el momento en que sus ciudadanos perdieron de vista los valores de los que he venido hablando, y abrazaron el ideal del “homo festivus”, cuando se adoptó por parte de los gobernantes la máxima de “panen et circenses”, y se condujo a los romanos a una situación de igualdad en la necedad, igualdad en la mediocridad; por supuesto, la administración del estado acabó endeudándose cada vez más, despilfarrando, provocando inflación, entrometiéndose en el mercado, recurriendo al control estatal de los precios, regalando generosamente subvenciones…, las ciudades se fueron empobreciendo, la gente productiva fue esquilmada por el estado, y como era de esperar acabó huyendo al campo, abandonando las ciudades… ¿Por qué hacer el esfuerzo de trabajar tu propia tierra cuando sus productos no pueden venderse a precios rentables, ya que el estado los distribuye casi gratis en Roma?, antes de la invasión de los “bárbaros” ya se había producido el colapso del estado, por haber aplicado durante largo tiempo políticas socialistas, por hacer que los ciudadanos llevaran una vida regalada.
Y paralelamente a todo esto, tal cual nos describe Amaury de Riencourt, en “Sexo y poder en la Historia”, “a medida que el imperio romano ganó en extensión, la sociedad romana experimentó una extraordinaria mutación con asombrosa rapidez, pasando del sano estoicismo y la simplicidad a una vida de libertinaje desenfrenado. La prostitución aumentó a pasos agigantados, la homosexualidad se importó de Grecia, y las mujeres se liberaron pronto de cualquier traba. No contentas con suprimir la autoridad absoluta del paterfamilias, las mujeres romanas empezaron a abandonar sus hogares para desempeñar un papel cada vez más importante en la vida política del Estado”.
Fruto de la cultura grecorromana desequilibradamente masculina, esta rebelión feminista adoleció de un defecto decisivo: al revolverse contra la autoridad masculina y la supremacía de los valores viriles en términos estrictamente masculinos, las mujeres romanas destruyeron en definitiva los cimientos de su propia sociedad y civilización.
Inconscientemente, las mujeres romanas destruyeron con sus propias manos sus bastiones femeninos en una sociedad patriarcal; las altivas, respetadas e influyentes madres de los primeros tiempos de la República pasaron a despreciar su función biológica primordial en la época imperial y comenzaron a competir con los hombres en términos masculinos. En ese proceso, fracasaron y no hicieron ninguna contribución significativa a la cultura romana; y al no ser capaces de restablecer el respeto por los valores específicamente femeninos contribuyeron a corromper la vida romana bajo el dominio imperial de los Césares sin lograr siquiera participar directamente en el poder político, cada vez más sujeto al influjo de las legiones y de la guardia pretoriana.
Las similitudes entre la forma de vida del mundo occidental contemporáneo y del imperio romano en lo que respecta a decadencia son increíblemente turbadoras: la misma falta de objetivos éticos, la misma degeneración cultural y misma ausencia de creatividad, la misma brutalización, el mismo envilecimiento, la misma zafiedad y el mismo culto a la violencia sin venir a cuento. El circo romano en el que los gladiadores derramaban su sangre para la satisfacción sádica de las multitudes se sustituye ahora por el cine y la televisión, en los que el ketchup ha reemplazado a la sangre para satisfacción del mismo tipo de multitudes narcotizadas y alienadas.
Pero psíquicamente el significado es idéntico en ambos casos.
Es más, la rebelión de las mujeres tanto entonces como ahora tiene idéntico alcance y el mismo propósito de destrucción de la civilización y de la sociedad, ya que en ambos casos las mujeres se sublevan contra el marco de referencia masculino, en lugar de desplegar un enfoque creativamente femenino respecto de cómo restablecer el poder de la mujer y su influencia, sin destruir la sociedad y dándole al componente femenino su verdadero lugar en la sociedad.
Dicen que quienes no conocen su propia historia, la Historia, están condenados a repetirla. Pues “eso”.