Miguel Ángel Navarro Crego
IES Jerónimo González, Sama de Langreo
Resumen:
El libro de José Sánchez Tortosa, «El culto pedagógico. Crítica del populismo educativo», es una obra de filosofía académica. En ella se hace una crítica profunda y seria del formalismo y totalitarismo pedagógico. La Enseñanza en España se ha movido desde el siglo XIX bajo el principio de acción y reacción, es decir, de forma pendular. Pero en las últimas décadas, el populismo pedagógico ha convertido la Enseñanza Secundaria Obligatoria en un mero aparcamiento de jóvenes, donde ya no se valoran los conocimientos. Sólo se valoran las emociones y los sentimientos por medio de retóricas falsamente izquierdistas, que proponen un igualitarismo formal y un modelo de felicidad canalla. Esta realidad educativa española surge de afirmar que la Pedagogía es una ciencia, cuando no lo es. La realidad educativa en España, afirma el autor, es la de la «escuela basura».
Digámoslo con sincera claridad. La obra de Tortosa no es apta para paladares melindrosos, el de aquellos
que buscan tranquilizar sus conciencias con manidas vaguedades o pánfilas equidistancias. Como trabajo
minucioso de filosofía sustantiva, su demoledora crítica no nos puede dejar indiferentes. Pues se enfrenta contra los espejismos disolventes del igualitarismo formal y de la felicidad canalla, que recaen sobre el discente sobre todo en la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) y en el nimio bachillerato español, como una losa entontecedora, a la que tan proclive es la indigencia intelectual y académica de las retóricas «progres» que se autoproclaman como izquierdistas. Y así afirma el autor: «la posverdad y el populismo han llegado a la enseñanza bajo la forma de Nueva Pedagogía o, con más precisión según la denominación propuesta, formalismo pedagógico» (p. 15).
Los mitos de la escuela democrática e igualitarista (con una igualación por abajo, luego de forma falaz y
mezquina) encubren la tendencia totalitaria y servil que aboca a un vaciado académico, a un relativismo moral y a un nihilismo pedagógico, que son la peor cara del pendular totalitarismo educativo que tiene aherrojada a España. En suma, la escuela basura es la fase superior de la escuela totalitaria, en la que la vieja función del sacerdote (que era ejercida por ejemplo en los tiempos del más rígido nacionalcatolicismo) queda hoy desplegada por el pedagogo (o psicólogo en funciones de «orientador
escolar»). Y este mito, aunque tiene sus antecedentes, se forja en España con la legislación educativa del
año 1990 (LOGSE).
Además, hay que subrayar que el «totalitarismo educativo» se basa necesariamente en el idealismo filosófico, bien en su variante religiosa, o ya en una versión democrática y también en su deriva utópica.
Sánchez Tortosa recurre a fuentes tan clásicas como los diálogos el Crátilo y el Sofista de Platón para demostrar la tesis de que el totalitarismo tiende al nihilismo sobre la base del relativismo. De ahí su arriesgada apuesta: afirmar que la escuela basura es la fase superior de la escuela totalitaria. Ya que «las creencias u opiniones y la conducta quedan subordinadas al imperio de los afectos como formas de manifestación social de los sentimientos e, incluso, de los deseos, según el postulado –-recogido
jurídicamente por la legislación y la dogmática pedagógica— de la “libertad de opinión”, oxímoron de
éxito gracias a su elevación metafísica. De un modelo de corte dogmático se pasa, como conclusión necesaria, a un vacío relativista. En él, la formación académica del sujeto es absorbida por lo psicológico y cae así bajo el dominio de los afectos, donde queda a salvo de cualquier crítica o intento de corrección, de modo que el error no es tal o resulta legítimo como expresión espontánea de la personalidad del sujeto, terreno sagrado para la ideología vigente.
Se consuma la metamorfosis lampedusiana: del sacerdote al psicólogo (p. 19).
Tenemos que resaltar que «El culto pedagógico» ahonda en las semillas, tanto teóricas como legislativas,
que en España han ido germinando desde el siglo XIX y que nos abocan al totalitarismo educativo actual.
Parte el autor de las primeras escuelas filosóficas griegas, sobre todo de la Academia platónica, como
cristalizaciones históricas donde confluyen conocimiento e instituciones. Esto le permite hacer una redefinición materialista del problema del libre albedrío, recordando que se es libre cuando se es esclavo de la racionalidad y que no hay que confundir «libertad de» con «libertad para». Y lo contrario de la libertad, como sostiene Gustavo Bueno, no es la determinación, sino la impotencia.
Además, frente a la actual banalización del lenguaje, donde todo se mezcla de forma oscura y confusa, evaluar las etimologías y genealogías de términos como Educación, Instrucción, Pedagogo, Demagogo, Maestro y Profesor sirve de punto de arranque para el estudio que esta obra nos propone.
En la primera parte del libro se expone la «Filomatía», es decir, una teoría materialista de la enseñanza que
enfrenta el modelo de Platón con el de Rousseau. Se responde así a una serie de interrogantes nucleares para el tema que nos ocupa.
¿Qué aportó Sócrates como primer profesor, en tanto que filósofo, frente a la tiranía del pensamiento poético-mítico y la relativista demagogia de los sofistas? ¿Qué nos demuestra el experimento del esclavo de Menón? ¿Cuáles son los fundamentos ontológicos de una teoría filosófico-materialista de
la enseñanza de estirpe platónica? Si sabemos que la jerarquía escolar es la palanca que hace posible una
cierta igualdad real en nuestras complejas sociedades, ¿por qué se ha optado por el proceder sofístico, que es la patología de la escuela actual? ¿En qué consiste la relevancia ontológica, pedagógica y por ende política, de la demostración del teorema de Pitágoras? ¿Cuál ha sido y cuál es la función del profesor en el proceso de geometrización de la enseñanza? ¿Por qué la enseñanza, si quiere formar individuos democráticos, no puede ser democrática? ¿Por qué el pedagogismo ecologista o naturalista posmoderno toma a la Naturaleza como un referente moral absoluto? ¿Qué papel juegan autores como Comenius, Rousseau o Condorcet en las iniciales diatribas pedagógicas?
A todas estas cuestiones responde Tortosa, sin llegar a las conclusiones últimas que nosotros ya hemos
adelantado.
En la segunda parte de la obra se profundiza en el concepto de totalitarismo educativo (o de utopía educativa), indagando sobre las siguientes preguntas:
¿Qué era lo esencial de la pedagogía soviética, de inspiración marxista, de la fascista y de la nacionalsocialista?
¿Cómo se gesta ese camino que lleva a la efebolatría, al igualitarismo mal entendido y al antiintelectualismo?
Pero es en la tercera parte del libro donde el autor se centra en la genealogía del formalismo pedagógico,
repasando la historia de la legislación educativa en España, que nos ha llevado con el régimen político del
78 al populismo educativo actual. Se cita así al plan de Jovellanos, que nunca llegó a implantarse; al Informe Quintana, impulsado por la legislación emanada de Cádiz; a los primeros intentos de superar el escolasticismo y a los pendulares movimientos de acción-reacción. Se menciona asimismo la Ley de Instrucción Primaria del 21 de julio de 1838 y también el Plan General de Estudios redactado por Antonio Gil de Zárate en 1845. Con más detenimiento se examina la Ley Moyano (1857). Pero es el surgimiento de la Institución Libre de Enseñanza (la ILE), bajo los auspicios del círculo krausista español y las reacciones frente a la misma, lo que con más minuciosidad analiza Sánchez Tortosa.
Aparecen aquí ya dos confusos mitos propios de la escuela nueva o nueva pedagogía, a saber: los mitos de la libertad individual y del progreso, que entroncan con el Idealismo Alemán de tradición protestante. A finales del siglo XIX y principios del XX, y en esos citados procesos de acción y reacción de la política española, vemos ya las huellas de lo que explotará de forma impune en la actual posmodernidad pedagógica; así, por ejemplo, la incipiente primacía de lo «psicológico», como reducto sacralizado a respetar en el discente, y la crítica al aprendizaje memorístico. Por otra parte, no es
menor la importancia de la Escuela Nueva de Madrid, del papel de Ortega y Gasset y de la síntesis de Lorenzo Luzuriaga años antes de proclamarse la Segunda República. Su influencia en la Transición postfranquista es también evidente, en un socialismo que renuncia al marxismo y que cada vez es menos obrerista. En los años veinte se desarrollan programas de alfabetización, y con el Plan Callejo se desarrolla un nuevo modelo de bachillerato.
Con especial cuidado estudia Tortosa la escuela republicana y sus contradicciones. Al maestro
republicano se le infunde una misión casi sacerdotal bajo el nuevo orden político, todo ello envuelto en una retórica mesiánica y salvífica que es heredera de la ILE. Durante la Segunda República el maestro ha de ser un educador, pues en la escuela laica la instrucción ha de quedar supeditada a la educación. Y ello es así en el marco del krausismo institucionista y de la pedagogía rousseauniana, elevado a norma fundamental del nuevo Estado.
La Pedagogía, afirma Tortosa, comienza ya a ser presentada de forma acrítica como la ciencia de la educación (p. 307). Y estos elementos doctrinales siguen hoy, tras la dictadura franquista, conformando teóricamente una especie de Teología de la posmodernidad en la que se ha convertido la Pedagogía,
entendida ahora como una institución dedicada a la gestión de los afectos de la infancia y la juventud. La
labor del profesor es entonces la de instruir según una orientación que no es académica ni científica, sino
ideológica.
En la actual fase posmoderna, la sumisión de la instrucción al adoctrinamiento concluye con la disolución de la misma (p. 317). A mayor abundamiento, el comisariado pedagógico para la formación y selección
de profesores ejerce un control ideológico (no técnico) de la enseñanza, y la función del sistema educativo es construir el nuevo Estado republicano.
Tras la Guerra Civil, con el franquismo, se dará pendularmente un giro a todo lo anterior, pero no
precisamente, y si nos atenemos a las nuevas leyes, a la renuncia al método docente memorístico, si bien el nacionalcatolicismo impondrá un peso muy fuerte a lo que llamamos educación (moral, religiosa, política: la conciencia) (p. 332). Se reacciona así contra Rousseau, y sin embargo la tradición rousseauniana no rompe radicalmente con la tradición católica, «sino que sofistica sus postulados (con notables variaciones) haciéndose más eficaz» (p. 336). Los nuevos usos pedagógicos, en las dos primeras décadas del Régimen de Franco, estarán al servicio del citado nacionalcatolicismo, que se significa por su anti-enciclopedismo, su anti-liberalismo y su anti-rousseaunismo (p. 341). Por lo tanto, político y
pedagogo se fusionan en la figura del demagogo, pues la política no es otra cosa que pedagogía social, educación para mayores de edad, erigiéndose el Estado en Pedagogo supremo. Pero en la posmodernidad veremos también cómo educa el Estado, a través de esa «Iglesia» en que la Pedagogía oficial y actual se ha transmutado.
Asimismo, un rasgo esencial de la pedagogía totalitaria católica (donde la Iglesia es el mejor colaborador del Estado), y a diferencia de otros totalitarismos pedagógicos, es que es enemiga necesaria, por incompatibilidad material y conceptual, estructural y doctrinal, de un Estado totalitario. Además, también asume un cierto paidocentrismo, en este caso centrado en el origen sobrenatural del alma humana, a la que se salva formando y educando al niño. Este paidocentrismo no disminuye con la llegada al poder de los tecnócratas. Mas las relaciones entre Estado e Iglesia ya no son de subordinación, sino de colaboración, y se sientan las bases (también en materia de legislación docente) del desarrollismo tecnocrático.
Surge así en los años sesenta un nuevo trinomio, el compuesto por la «promoción social a través de la
Educación», la «democratización» y la «masificación» de las aulas de primaria y bachillerato.
Al llegar a los años setenta España entra en una esquizofrenia educativa, pues así denomina Tortosa a la
ley de 1970, la de Villar Palasí, ya que sirve de eslabón intermedio entre el dogmatismo nacionalcatólico y
el relativismo de la actual posmodernidad educativa. Surgen ahora preocupaciones sociales que, caminando el tiempo, van a llevar «del dogmatismo al relativismo, de la Teología a la Pedagogía, de la escuela Totalitaria a la Escuela Basura» (p. 368).
Tras la Transición, en la Democracia coronada y ya en los ochenta, asistimos a la primera gran huelga
estudiantil de 1987 como forma social del complejo de Edipo, con manifestaciones y usos propios de una
rebeldía trivial en una sociedad española aburguesada. Se reivindicaba una Educación nueva, diferente, menos autoritaria, cuando justamente esta estrategia ya había sido incubada por el propio sistema, cristalizando definitivamente en la LOGSE de 1990. Con ésta última ley, en la que la escuela se vacía de contenidos, las clases medias-bajas más desfavorecidas quedarán aún más indefensas ante el Estado y el Mercado. Con la consolidación del paradigma LOGSE (con sus añadidos y variaciones posteriores) y en el seno de una estructura autonómica del Estado, se entrega la instrucción al reino de los afectos, a la progresiva nihilización y a la desaparición material de la figura del docente. El profesor, se afirma, ya no enseña, siente, pues es un sujeto más entre alumnos que también sienten. La cuestión escolar se convierte en una ingeniería de control demográfico e ideológico de los niños y adolescentes, pues en el imperio de los sentimientos nadie es más que nadie, ya que todo tiene el mismo valor, y el ejemplo palpable es que la Educación Secundaria Obligatoria (ESO) no mide realmente la adquisición solvente de
conocimientos, sino que es un tránsito burocrático generalizado. Se impone así, por vía ideológica pero
presentada como «ciencia pedagógica», una nueva jerga: «paidocentrismo», «transversalidad», «comprensividad», «diversificación curricular», «flexibilidad curricular», «aprender a aprender» y un largo etcétera de consignas demagógicas donde la instrucción acaba desertizándose.
El conocimiento pierde y la psicología vence, pues al «personalizar» la enseñanza ésta se «idiotiza».
Por último, hemos de señalar que en estos tiempos de postrimerías del siglo XX y comienzos del XXI, en
un contexto geopolítico de economía globalizada, para gobernar se requiere una «Tele fuerte y una Escuela débil». Ya que en las sociedades posmodernas todos los conocimientos se subordinan a los afectos e intereses de los alumnos. Según esta variante populista la Pedagogía actual es la nueva Teología, concluye Tortosa, y nosotros añadimos que la Pedagogía es, entre otros narcóticos sociales, el nuevo opio del pueblo.
FUENTE: https://fgbueno.es/bas/bas52j.htm
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