CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN.
Vaya por delante afirmar que ninguna decisión política -para bien o para mal, por acción o por omisión- está exenta de moralidad. La acción política, más allá de trivializaciones y frivolidades, es un lugar de verificación de la relación existente entre el ser humano y sus referentes morales, ya sean individuales o colectivos. Teóricamente las acciones que emprenden los gobernantes deberían tener como objetivo «el bien común». No es mi intención definir qué es el bien común, pues pienso que este momento está de más ¿O tal vez no?
Es de suponer que, tanto el ciudadano que acude a votar, como el político que adopta una decisión, se
debate entre diversas opciones, entre diversas maneras de resolver un mismo problema, entre valores en conflicto; o al menos así debería ser.
Nicolás Maquiavelo, en sus meditaciones sobre el poder se hacía preguntas tales como ¿Cómo debe de
proceder el Príncipe? ¿Deberá infundir respeto o temor? ¿Habrá que atacar a todos los
enemigos o solo a uno? ¿Será deseable pactar con quien no piensa como nosotros o es
preferible avanzar solamente con quienes percibimos como afines? ¿Es necesario renunciar a cuestiones irrenunciables para ser exitoso en la política?
La acción política en muy pocas ocasiones consiste en vencer al oponente, en derrotarlo sin más, son muchas las veces en que las circunstancias empujan, o invitan a trabajar junto con el supuesto enemigo, puesto que pretender derrotarlo por completo, anularlo, aniquilarlo es pecar de ingenuidad, y menos en los países de democracia representativa.
Tampoco podemos perder de vista que, cuando se está en minoría, jugar al todo o nada puede significar nada, cuando está uno en la tesitura de tener que adoptar una decisión sobre un asunto delicado, polémico, e incluso acerca de algo que no cabe duda de que es una aberración moral, jurídica o política de forma rotunda. ¿Qué es lo mejor en estos casos, renunciar, inmolarse, retirarse..? Inevitablemente surge aquello del «mal menor».
En esos casos se nos presentan dos circunstancias, ninguna de las cuales nos satisface: una nos anuncia claramente un posible grave daño al bien común, a la justicia social, a derechos humanos fundamentales o a la seguridad de la nación. La otra circunstancia plantea impedir que suceda ese grave daño pero, será preciso transigir en algunos valores, o principios, o cuestiones fundamentales, irrenunciables.
Elegir la segunda opción significa optar por el mal, aunque sea calificable de «mal menor», de la opción «menos mala»… Indudablemente, nuestra conciencia en tales situaciones se ve inmersa en un callejón “sin salida”, o en una “salida” incómoda, incomodísima, pero aparentemente necesaria, en la que no es
posible hacer el bien.
¿Se puede equiparar tal situación a cuando en una intervención médica en la que se requiere hacer una intervención quirúrgica, y se daña tejido sano para poder acceder al área enferma, por ejemplo, al tumor que se pretende extraer? Esta acción sería considerada por cualquier persona como moralmente admisible, pues el corte de tejidos y estructuras sanos, aunque se pueda calificar de mutilación, sería necesario para alcanzar el objetivo deseado que no es otro que preservar la vida de la persona enferma y que ésta recupere la salud.
Vistas así las cosas, parece que la idea del “mal menor” no es un ejemplo a seguir de conducta pero es un recurso necesario bajo ciertas condiciones; pero, no podemos olvidar que en algunas ocasiones, nuestra inacción o abstención puede facilitar que acabe triunfando el mal mayor y es por ello que es necesario buscar una forma inteligente de combatirlo o al menos de mitigarlo, en algún grado. Claro que, también hay que tener en cuenta que si un fin bueno se obtiene a través de medios malos la actuación se corrompe y convierte a la decisión tomada en ilegitima, incorrecta e inmoral en suma.
La solución a todo lo que venimos narrando es elegir «el bien posible». Decidir, optar por el bien posible y mover nuestra voluntad (lo cual conlleva hacerse uno responsable del resultado de sus actos) implica no perder de vista los siguientes factores:
– Para empezar, no olvidar que no estamos hablando de “salvar el propio pellejo” ante una determinada situación mientras recae el daño en los demás, sino de entender que el daño a terceras personas es inevitable o casi.
– Evitar auto-engañarnos afirmando de modo tácito o implícito que el fin justifica los medios.
– No perder de vista que el único fin es el bien y el bien debe estar presente en los medios utilizados, incluso si estamos inmersos en una situación política compleja.
– Seguir nuestra conciencia de manera recta evitando mentirnos a nosotros mismos.
– Respetar siempre a las personas -y su dignidad- como fin y nunca usarlas como medio.
— Las buenas acciones, aunque sean modestas nunca son estériles, incluso aunque aparentemente no logren la eficacia política deseada.
– La más aparentemente pequeña de las buenas acciones, realizada rectamente y con valentía, tiene mayor consistencia y belleza que la mala o menos mala.
– No dejarse llevar por el deseo, el capricho, las simpatías… dejando a un lado la razón.
– No olvidar, tampoco, que nadie está obligado a hacer lo imposible por evitar el mal y conseguir lo mejor.
Bien, regresemos al presente, o mejor dicho al futuro inmediato, el 23 de julio. Evidentemente nunca ha habido ningún candidato a presidir el gobierno de España que haya dejado completamente satisfecho a ningún votante y nunca habrá una aplastante mayoría que esté conforme con la totalidad del programa electoral de algún candidato concreto; siempre que seamos llamados a elecciones nos vamos a ver en la tesitura de elegir entre varios males o como poco entre dos y deberemos pensar que el daño a terceras personas es casi inevitable.
Y, ya para ir terminando, aparte de acercarse al colegio electoral el próximo 23 de julio, con la nariz tapada, en el momento de votar, pregúntese:
¿De verdad no podemos hacer otra cosa que votar por un mal? ¿no cabe la posibilidad del voto en blanco o la abstención? ¿el voto en blanco o la abstención pueden ser un mal mayor que elegir a un candidato? ¿Puede uno de los candidatos a la presidencia del gobierno de España ser solo perjudicial en cierto grado sin que por ello se convierta en un verdadero mal? ¿Existe alguna opción que pueda aportar el mayor bien para el mayor número de personas?
Son muchas las veces que usamos la expresión “votar por el mal menor, votar por el menos malo» desde el prejuicio o la ignorancia, y sin tener realmente conocimiento del proyecto, de los objetivos a corto, medio y largo plazo del candidato y sus ideas. E incluso es mucha la gente que tampoco es plenamente consciente de lo que realmente quiere.
Es por ello que, podemos poner esperanzas imposibles en lo que puede aportar la acción política y sus pretendidas soluciones.
Y, una última reflexión: el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones… y, por favor: ¡Háganse ustedes responsables de las consecuencias de su voto!
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