PERO GRULLO DE ABSURDISTÁN
Desde el comienzo de la guerra en Ucrania, el discurso dominante en los medios de información y manipulación de masas occidentales ha sido clara: Rusia llevó a cabo una invasión injustificada y sin provocación previa contra su vecino. Sin embargo, una mirada crítica a los acontecimientos previos al conflicto sugiere que esta versión de los hechos es, en el mejor de los casos, simplista y, en el peor, una estrategia propagandística deliberada.
Contrario a la versión oficial que se difunde en Occidente, la incursión rusa en Ucrania fue anticipada y advertida por una serie de expertos, diplomáticos y políticos de distintas ideologías a lo largo de décadas. Estas advertencias no surgieron debido a simpatías hacia Rusia, sino de un análisis geopolítico realista sobre la expansión de la OTAN hacia el este y su impacto sobre la seguridad rusa.
Ya en 1997, cincuenta expertos en política exterior, incluyendo ex senadores y oficiales militares de Estados Unidos, enviaron una carta al presidente Bill Clinton advirtiéndole de que la expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas sería un «error político de proporciones históricas». Henry Kissinger, en la misma línea, afirmó que Ucrania nunca podría ser «simplemente un país extranjero» para Rusia y que su integración en la OTAN era una provocación innecesaria.
George Kennan, el arquitecto de la política de contención durante la Guerra Fría, calificó la expansión de la OTAN como un «trágico error» que llevaría inevitablemente a una «mala reacción de Rusia». En 2015, Noam Chomsky destacó que la idea de integrar a Ucrania en una alianza militar occidental sería «totalmente inaceptable para cualquier líder ruso» y que esta acción no protegería a Ucrania, sino que la pondría en peligro de guerra.
Estas advertencias no se limitaron a intelectuales y académicos. Jack F. Matlock Jr., ex embajador de EE. UU. en la Unión Soviética, advirtió en 1997 que la ampliación de la OTAN generaría la «amenaza más grave a la seguridad» desde el colapso de la URSS. Bill Burns, ex director de la CIA, en 2008, calificó la incorporación de Ucrania a la OTAN como la «línea roja más clara» para Rusia.
Si bien se suele presentar a la OTAN como una organización meramente defensiva, en la práctica su expansión ha funcionado como un factor de desestabilización en la región. La crisis de 2014 en Ucrania, con el derrocamiento del presidente Viktor Yanukovich tras protestas apoyadas y promovidas por Occidente, marcó un punto de inflexión. La anexión de Crimea por parte de Rusia fue una respuesta directa a la posibilidad de que Ucrania se convirtiera en una base de operaciones de la OTAN.
En 2021, el Kremlin intentó un último esfuerzo diplomático enviando un borrador de acuerdo a la OTAN, en el que solicitaba, entre otras cosas, la exclusión de Ucrania de la alianza. La negativa de la OTAN a considerar siquiera esta posibilidad selló el destino de la diplomacia y allanó el camino para la guerra.
Insistir en que la guerra de Ucrania fue «sin previa provocación, e injustificada» no es solo un error fatal, sino también una estrategia comunicativa diseñada para evitar cualquier tipo de análisis crítico sobre la responsabilidad de Occidente en la escalada del conflicto.
Al construir un discurso en el que Rusia es el agresor irracional y la OTAN el garante de la paz, se justifica el ininterrumpido envío de armamento a Ucrania, la imposición de sanciones económicas y el mantenimiento de un clima de tensión internacional.
Las consecuencias de esta política poseen suma importancia. Ucrania, lejos de fortalecerse, se ha convertido en un escenario de destrucción y desplazamiento masivo de su población. Europa, que en un principio optó por un apoyo incondicional a Kiev, se enfrenta ahora a las secuelas económicas de su postura. Y Rusia, en lugar de debilitarse, ha consolidado alianzas estratégicas con China, India y otros actores globales.
La guerra en Ucrania no fue un acto espontáneo de agresión rusa. Fue la culminación de años de provocaciones, advertencias ignoradas y decisiones políticas irresponsables por parte de las potencias occidentales. Presentar el conflicto como «no provocado» no solo distorsiona la realidad histórica, sino que perpetúa un ciclo de confrontación que podría haberse evitado con una política exterior más prudente y realista.
El verdadero interés de la paz y la estabilidad en la región no radica en alimentar un discurso de buenos y malos, sino en reconocer que las acciones tienen consecuencias y que la seguridad de un país no puede garantizarse a costa de la inseguridad de otro. Solo asumiendo esta realidad podría encontrarse una salida diplomática viable al conflicto y evitar que errores del pasado sigan marcando el destino de Europa y del mundo.
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