CRISTÓBAL VILLALOBOS
El deporte ha sido, con el permiso del cine y de la música, el mayor elemento globalizador del siglo XX, pariendo estrellas conocidas e idolatradas en cualquier punto recóndito del planeta. Por eso no puede extrañarnos que hoy sea utilizado para blanquear estados criminales: primero fue China y Rusia, con sus ensangrentadas olimpiadas, y ahora los árabes del Golfo Pérsico, que llevan décadas tejiendo un plan mucho más ambicioso y duradero que las potencias antes mencionadas.
¿Por qué gastar cientos y cientos de millones en contratar a jugadores en vías de retiro para que participen en ligas intrascendentes y carentes de cualquier atisbo competitivo? ¿por qué construir estadios enormes donde no hay afición ni población? ¿para qué fichar a un golfista donde no hay ni siquiera agua para regar los campos de golf?
El dinero todo lo puede y las ofertas son irrechazables, Cristiano o Jon Rahm dan fe de ello, pero no se trata de crear competiciones de importancia en sus países, ni siquiera de conseguir publicidad y, por tanto, futuros turistas extranjeros: se trata de comprar la aprobación internacional a sus regímenes, de normalizar a través de las retransmisiones deportivas una cultura donde el estado de derecho es sustituido por la ley religiosa más extremista. Compran el fútbol como antes compraron una franquicia del Louvre o los cuadros de Leonardo y Cézanne, en una apropiación cultural que no conlleva la asunción de los valores democráticos occidentales.
Mientras, la Francia de la Marsellesa, de los derechos del hombre y las libertades individuales, es el caballo de Troya en Europa de los países del Golfo. Como denunció la prensa gala en su momento, el Mundial de Qatar fue comprado por el emirato en pleno Elíseo a cambio de salvar de la quiebra al PSG, y de invertir en grandes corporaciones francesas y en armamento. Hoy el equipo parisino, con presupuesto ilimitado, tiene el objetivo de ganar una Copa de Europa que significaría, no un título deportivo, sino una victoria moral sobre Occidente.
Cuando jóvenes magrebíes inadaptados forman disturbios en el estadio de Saint-Denis, lo hacen luciendo la camiseta del PSG como símbolo de esa superioridad cultural en la que creen y lo hacen en el estadio nacional, símbolo del poder de la República que los acoge y que no es capaz de transmitirles sus valores.
El Manchester City, financiado por los Emiratos Árabes Unidos, ya consiguió el año pasado alzarse con la Champions. Solo el Real Madrid les hace frente en una competición viciada por el dinero árabe que también acaba, para nuestra vergüenza, estampado en las camisetas de muchos de nuestros equipos o dando nombre a estadios que antes eran recintos sagrados para los aficionados.
En España, los qataríes están entre los propietarios del Corte Inglés, antes símbolo del desarrollo de nuestra clase media, mientras que los saudíes se sientan en el consejo de Telefónica, nuestra principal empresa de tecnología y de comunicaciones. Los árabes están también en la gestión de algunos puertos, en la promoción de rascacielos y hoteles y hasta nos compran barcos de guerra.
Y desde hace un año nos han robado una competición oficial española: la Supercopa, vendida por Rubiales y por Piqué a los saudíes a cambio de suculentas comisiones ante el silencio general de una sociedad que deja impertérrita que le arrebaten parte de su cultura. En Arabia, en los prolegómenos de los partidos, debemos agradecer que se pite al fallecido Beckenbauer en vez de que apaleen a una adúltera. Para más inri, el Yuste de Juan Carlos es Abu Dabi.
Con su dinero normalizan la barbarie en los telediarios y se acaban relativizando, y después renunciando, nuestras convicciones. Los Derechos Humanos, los ideales occidentales, que ponen la dignidad del individuo por encima de todo, parece no valen nada si hablamos de fútbol, la cosa, como dijo Arrigo Sacchi, más importante de las cosas que no tienen importancia.
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