El gran apagón del 28 de abril: España, un país sin luz y sin brújula… que camina a ciegas, dirigido por analfabetos funcionales.

CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
La jornada de ayer, el día y la noche del 28 de abril de 2025 no serán fácilmente olvidados por los españoles. Un apagón masivo sumió a buena parte de España en la oscuridad (y dejó a los españoles incomunicados, sin agua… y los hizo regresar al siglo XIX), paralizó servicios críticos, dejó inoperativos nodos logísticos y puso en jaque al sistema productivo, revelando en toda su crudeza la extrema fragilidad de nuestras infraestructuras esenciales. Este evento no fue un accidente aislado, ni un fallo técnico fortuito. Fue el síntoma visible y brutal de un mal sistémico mucho más profundo: la hipertrofia burocrática, el colapso administrativo y la descomposición de las estructuras de gestión pública.
Lo sucedido no es una anomalía, sino el desenlace lógico de un proceso de deterioro institucional promovido durante años, en el que la ineficiencia, el amiguismo y el parasitismo político han corroído los pilares del Estado hasta convertirlo en una maquinaria enormemente costosa, autocomplaciente e incapaz de responder a emergencias reales. Mientras los ciudadanos se enfrentaban al caos, los responsables, con el presidente del gobierno a la cabeza, se escondían tras eufemismos técnicos, comunicados evasivos y ruedas de prensa vacías. La sociedad descubría de golpe que no había nadie al timón.
Un Estado elefantiásico y ciego
España sufre una enfermedad profundamente arraigada: la conversión de su aparato estatal en una estructura oligárquica de poder, no orientada al servicio público, sino al sostenimiento de su propia existencia y de las redes clientelares que la alimentan. Como señaló Ludwig von Mises, la burocracia tiende a perpetuarse a sí misma y a crecer en complejidad sin atender a criterios de eficacia. El Estado devora recursos, crea regulaciones, impone controles y despliega una actividad normativa incesante, pero rara vez produce resultados tangibles para el bien común.
El resultado es una administración hipertrofiada, fragmentada en miles de entes duplicados, triplicados, e incluso cuadruplicados, organismos parasitarios, agencias ineficientes y cargos de -libre- designación política cuyo único mérito es la lealtad partidista. El sistema eléctrico español no está exento de esta lógica. Subordinado a decisiones ideológicas, intervenido por decretos cambiantes, lastrado por trabas regulatorias y desincentivos fiscales, su capacidad de inversión y modernización ha quedado comprometida por años de improvisación, populismo energético y abandono técnico.
El mito de la sostenibilidad y la realidad de la fragilidad
Durante años se ha construido un discurso pseudorreligioso, fanatizado, ideologizado, en torno a la “transición ecológica” y las “energías verdes”, convirtiendo el sistema eléctrico en un campo de experimentación ideológica donde la ciencia, la rentabilidad y la seguridad han sido desplazadas por el dogma. La clausura de centrales nucleares en perfecto estado de funcionamiento, la penalización del gas y el carbón sin garantizar alternativas fiables, y la sobrerregulación del autoconsumo han debilitado la soberanía y el futuro energéticos de España.
El apagón del 28 de abril nos recuerda que un sistema energético no puede sostenerse sobre dogmas políticos ni sobre ilusiones planificadoras. Como advertía Friedrich Hayek, el conocimiento está disperso y los intentos de centralizarlo mediante ingeniería social llevan inevitablemente al fracaso. En nombre del ecologismo, se ha desmontado la base técnica que garantizaba el suministro estable y se ha entregado el control del sistema a burócratas -maayoritariamente ignorantes, analfabetos funcionales- sin responsabilidad real, incapaces de prever ni gestionar una contingencia como la vivida ayer.
De la administración técnica al clientelismo tribal
La transformación del Estado en España no ha sido neutra. Se ha pasado de un modelo de administración técnica y meritocrática, orientada a la gestión eficiente, a otro dominado por el sectarismo ideológico, el reparto tribal de cargos, la promoción de lealtades partidistas y la colonización institucional. Esta degeneración ha sido particularmente intensa en los sectores estratégicos: energía, transporte, agua, telecomunicaciones y protección civil.
Como señaló Antonio Escohotado, el principio liberal del buen gobierno se basa en la responsabilidad, la transparencia y la competencia técnica. Nada de eso queda en la actual España. Las decisiones energéticas se toman por motivos ideológicos, emocionales… o electorales; nada que ver con la lógica y el raciocinio. Los cargos se asignan como premios a la obediencia. Las alertas de vulnerabilidad se ignoran sistemáticamente. Las consecuencias, como hemos visto, no son teóricas: son apagones, pérdidas económicas multimillonarias, daños irreparables en la confianza social y caos en los servicios.
La metáfora del apagón: un país sin luz ni rumbo
El gran apagón es una metáfora perfecta del estado general de la nación: una estructura que ya no funciona, que consume enormes cantidades de recursos sin ofrecer resultados, que castiga la iniciativa privada y premia el conformismo. La oscuridad que se apoderó de España ayer, 28 de abril, no fue solo física: fue institucional, política, cultural. Fue la expresión tangible de un gobierno, de una administración del Estado que ha dejado de servir a los españoles para servirse a sí mismo.
Frente a esta deriva, se impone una cirugía de hierro, como exigía Joaquín Costa. No basta con parches ni reformas cosméticas. Es necesaria una regeneración, un rediseño completo del aparato estatal, una devolución radical de competencias al ciudadano, una eliminación de capas inútiles de burocracia, una restauración del principio del mérito, la capacidad y la responsabilidad, y una reapertura del debate sobre la energía con criterios técnicos, no ideológicos.
Consecuencias económicas inmediatas y riesgos a futuro
El coste económico del apagón del 28 de abril aún está por calcular, pero se anticipa devastador: millones de euros en pérdidas productivas, daños en equipos, cancelaciones de vuelos, pérdida de datos, fallos en servicios críticos y parálisis comercial. La confianza en la estabilidad del país, ya deteriorada por años de inseguridad jurídica y afán recaudador voraz, ha recibido un golpe más.
Lo más preocupante no es lo ocurrido, sino la certeza de que puede volver a ocurrir. Nada en la estructura actual permite prever una mejora. No hay incentivos para el cambio. Los mismos actores que generaron el colapso siguen al mando. Los planes de contingencia son papel mojado. Los órganos de control están politizados. Las inversiones reales se sustituyen por propaganda institucional. La vulnerabilidad persiste, se agudiza y se normaliza.
Conclusión
El apagón del 28 de abril debe marcar un antes y un después. No solo en la política energética, sino en la comprensión del colapso sistémico que amenaza a España. No se trata de un error puntual, sino de un modelo fallido. Si no se actúa con determinación y coraje, España corre el riesgo de repetir estos episodios de forma creciente, hasta convertirse en una nación fallida incapaz de garantizar lo básico.
Necesitamos recuperar la lógica del servicio, la exigencia de resultados, la moral de la responsabilidad. Como escribió David Hume, todo gobierno se basa en la opinión. Si la opinión pública acepta el deterioro, la decadencia será irreversible. Si, por el contrario, exige una transformación real, aún estamos a tiempo de salvar lo esencial. El gran apagón nos ha mostrado con crudeza lo que está en juego. No podemos volver a cerrar los ojos y dejarnos manipular por los encantadores de serpientes que dicen estar «procupados»…