Hace poco más de una semana que hubo otro atentado yihadista en Francia: el jueves pasado un joven tunecino que había entrado en el país vecino ilegalmente mató a dos mujeres -una de ellas degollada- y a un hombre en la basílica de Notre Dame de Niza. Algunos testigos declararon que se le oyó gritar “Alá es grande”. Al terrorista se lo llevaron detenido con una herida de bala.
El asesino se llama Brahim Aouissaoui y es natural de un pueblo próximo a Kairouan, Túnez, donde nació en 1999. En ese país norteafricano no hay guerra ni conflicto alguno. Aouissaoui no es, pues, un refugiado ni huye de ninguna guerra. Llegó a Francia después de pasar por Lampedusa, en Italia, siguiendo una de las rutas habituales de la inmigración irregular y de los traficantes de seres humanos. Su familia -padre, madre, ocho hermanas y tres hermanos- recibió una llamada suya pocas horas antes del crimen. Les dijo que en Francia había trabajo y más creyentes que en Italia.
Han proliferado las crónicas y los reportajes sobre las condiciones en que Aouissaoui hizo su viaje desde la ciudad en que vivía, Sfax, hasta Niza. Son generosas en detalles como las condiciones de pobreza en que vivía y el peligro que afrontan quienes cruzan el Mediterráneo en las embarcaciones que algunos periodistas han dado en llamar “botes de la muerte”. Sin embargo, las condiciones sociales de pobreza coadyuvan al proceso de radicalización, pero no son determinantes. Si la pobreza generase terrorismo, los países más pobres del mundo -Burundi, Malawi, Haití- serían fábricas de terrorista. Y no es así.
En Europa operan, como mínimo, dos tipos de organizaciones dedicadas a la radicalización religiosa: las islamistas y las yihadistas. Se diferencian en el nivel operativo -la comisión de atentados terroristas- pero no en el ideológico. Forman parte de un mismo proceso que en Francia se ha denominado el “separatismo islamista”: la construcción de un orden social paralelo al del Estado con sus propias normas religiosas y sus propios métodos para imponerlas dentro y fuera del grupo. Aprovechando el sistema de derechos y garantías que las democracias europeas les brindan, estas organizaciones tratan de socavarlas desde el interior. A menudo, cuentan con financiación de Estados extranjeros o de organizaciones pretendidamente de caridad o de derechos humanos.
Europa sufre un problema identitario y, frente a él, el islamismo y su prolongación yihadista ofrecen una alternativa: una identidad religiosa que no acepta los compromisos de las democracias europeas, sino que aspira a vencerlas en su propio territorio. Esta lucha se libra, desde luego, en un plano policial, pero también tiene una dimensión cultural. La transformación del espacio público de muchas ciudades europeas mediante la construcción de alminares ya hizo saltar las alarmas de los ciudadanos suizos que, en 2009, sometieron a referéndum si habían de prohibirse por ser un “símbolo aparente de una reivindicación político-religiosa del poder, que cuestiona los derechos fundamentales”. En 22 de los 26 cantones suizos se aprobó prohibirlos.
El islamismo no aspira a adaptarse a las sociedades europeas, sino a islamizarlas. Su objetivo no es la integración, sino el dominio cultural progresivo mediante la explotación de una masa critica que exija, al amparo de los derechos que las legislaciones europeas les reconocen, medidas que harán irreconocibles nuestras sociedades.
Europa ha llegado tarde a esta guerra cultural. Las políticas identitarias y el multiculturalismo sin límites han conducido a nuestro continente a una confusión tal que, después del atentado de Niza, se cerraron las iglesias en lugar de cerrarse los lugares de reunión de los islamistas. Al parecer, los cristianos cuyas vidas segó Aouissaoui ni siquiera merecen campañas en las redes sociales. Los mismos que se apresuran a advertir contra la estigmatización del “otro”, callan cuando ese otro es cristiano o judío. No habrán visto campañas con el lema “Catholic lives matter”.
Este atentado se ha producido pocos días después de que el profesor Samuel Paty fuese asesinado por un joven checheno. Lo habían señalado en las redes por mostrar en una clase sobre libertad de expresión unas caricaturas del Profeta. La reacción del gobierno francés, que ha desarrollado una estrategia para enfrentarse al separatismo islamista, ha provocado boicots a productos franceses en países islámicos y manifestaciones frente a embajadas de Francia. El líder de la organización terrorista chií Hizbulá ha declarado que “las autoridades francesas, en lugar de solucionar el problema […] se obstinaron en que se tratara de libertad de expresión” y quisieron “continuar con caricaturas satíricas”. El presidente de la República de Turquía ha aconsejado a Emmanuel Macron una “terapia mental” después de que se cerrase una mezquita y se disolviese una asociación islamista en Francia.
Por otro lado, no se trata ahora de abrir un debate sobre la laicidad en Europa. No son “las religiones” (así, en general) las que amenazan la libertad y el modo de vida de las sociedades occidentales, sino el islamismo y su prolongación yihadista. Estas ideologías no reivindican un modo legítimo de vivir la fe, sino que pretenden la islamización del espacio público y, a través de ella, la transformación de las sociedades europeas. No fueron las víctimas cristianas de Aouissaoui quienes cuestionaron la laicidad, sino su asesino.
Frente al islamismo y el yihadismo, los europeos no debemos dar ni un paso atrás. Debemos preservar el espacio público y las costumbres de la islamización que estos grupos pretenden. No debemos ceder ante quienes no quieren vivir en paz junto a los demás, sino cambiar nuestra forma de vida por la suya.
Europa ya trató en el pasado de apaciguar a sus enemigos. Lo intentó en 1938 en Múnich traicionando a Checoslovaquia. En 1939, hizo lo propio con los polacos. En 1956, la desgracia se abatió sobre los húngaros, por quienes casi nadie movió un dedo. En 1968, de nuevo fue abandonada Checoslovaquia. La trágica experiencia del nazismo y del comunismo debería haber preparado a nuestro continente para hacer frente al separatismo islamista y el yihadismo, pero los complejos y la demolición de la cultura derivados de Mayo del 68 y del marxismo cultural debilitaron los fundamentos de nuestra civilización.
Hay que recuperarlos y fortalecerlos.
Analista político
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