Irene González
Cuando Michel Houellebecq publicó en 2015 su libro de política ficción Sumisión lo leí con ese escalofrío que solo puede provocar la verdad. Todo estaba ahí, él sólo había acelerado el acceso de un líder islámico moderado, con el apoyo incuestionable de los socialistas -cualquier cosa antes que el Frente Nacional– a la presidencia de la República Islámica de Francia. El libro muestra cómo el instinto de supervivencia lleva a las personas a adaptarse al nuevo orden, a la sumisión sin resistencia, desactivada por el progresismo francés a costa de la desaparición de todo lo que fueron para mantener cierta cuota de poder. No es tan extraño cuando el relato previo de la izquierda era la aversión a Occidente siendo ellos su élite oficial.
Pocas cosas despiertan tanta repulsión como la cobardía y la estupidez travestidas de diversidad y superioridad moral para ocultar esa verdad inconsciente, la sumisión a quien te desprecia porque odiáis lo mismo, a vosotros mismos.
La sensación de batalla no meramente cultural quizá sea el catalizador perfecto para que la izquierda no pierda la oportunidad de subirse a un poderoso tren de hegemonía social, que es como considera al Islam, más que una religión. No son capaces de entender que precisamente de ella nace esa fuerza y compromiso incondicional que jamás llegarán a despertar ellos con su impostora e infantilizada religión “woke”.
La plenitud que inyecta la fe es algo difícilmente sustituible en cualquier sociedad, porque las necesidades que más hacen sufrir al individuo son las relativas a su existencia. La necesidad intrínseca del ser humano de creer en algo hace inevitable recordar a G. K. Chesterton y hundirnos en un vacío de melancolía al reconocer que cuando se deja de creer en Dios, se está dispuesto a creer en cualquier cosa. El comunismo, los nacionalismos y el hedonismo, todos ellos obsesionados con negar y sustituir el cristianismo, no han conseguido armar moral ni intelectualmente a Occidente dejándola expuesta, como un terreno en barbecho, frente a otra imposición religiosa.
Pero no creo que el reto de la civilización occidental sea una mera cuestión religiosa, sino de imperio de la Ley, de un sistema político de leyes cívicas frente a otro de origen religioso y vocación universal incompatible, como la sharía. Ninguna democracia occidental puede sobrevivir si permite que haya individuos en su territorio que se sometan, vivan y sean ajusticiados según leyes y normas decididas fuera de las instituciones democráticas dando relevancia política a la identidad transfronteriza que constituye el Islam.
Esto es el “separatismo islamista” que denuncia Macron en Francia, donde hay barrios y poblaciones que son un ecosistema paralelo legal donde se imponen principios radicales islámicos — de otra naturaleza suena familiar en lugares de Cataluña y País Vasco. Las reformas que se plantean para afrontarlo consisten en reforzar el papel del Estado en todos los lugares, en la escuela, la universidad y en impedir discursos de odio desde mezquitas y controlar injerencias extranjeras.
La izquierda francesa abandera las críticas contra este proyecto de preservación de la república democrática bajo acusaciones de racismo e islamofobia
No se hubiese llegado a este extremo sin la complicidad durante décadas de la izquierda francesa, quien abandera las críticas contra este proyecto de preservación de la república democrática bajo acusaciones de racismo e islamofobia a todo el que simplemente hable de ello o utilice el término islamo-izquierdismo.
En España contamos con esa izquierda quinta columnista del islamismo tanto en medios como en instituciones, y aunque pueda resultar paradójico viene precisamente del feminismo hegemónico. Cuando la ministra de Igualdad afirma que las mujeres en España estamos sometidas al mismo patriarcado que las mujeres afganas, pero en distinto grado, es mezquina y mentirosa, pero coherente con su relato actual de victimización. Si desde El País se denuncia el supuesto ambiente general de opresión sexual que sufrimos las mujeres, es la base para defender el hijab como una prenda liberadora, incluso protectora de la mujer ante los machistas que miran. Supongo que ninguna de las que escribe semejantes barbaridades ha paseado por ciudades islámicas. También acusan de islamofobia y extrema derecha a quien difunda una fotografía de mujeres en minifalda en Kabul en los años 60, porque toda reivindicación de la realidad es lo que hace daño a su ficción victimizada. Y esto es precisamente lo que hace más sencilla la sumisión del feminismo hegemónico al islamismo, no tener que cambiar su relato de desprecio a todo lo que es Occidente.
La obsesión por estigmatizar a la derecha hasta ser proscrita del poder es lo que permite análisis tan precisos de los atentados en Kabul que identifican a los talibanes con la derecha y al DAESH con la extrema derecha, convirtiendo en algo moderado y digno de alianza a todo el islamismo fuera de este grupo terrorista.
Este islamo-izquierdismo es lo que ha de combatirse, no la normal práctica de la religión musulmana. Quizá Houellebecq con su obra de ficción propició que la misma siguiese en ese género, despertando a una Francia que perdió el miedo a las acusaciones de islamofobia para defender su propia identidad, su existencia como una democracia occidental.
FUENTE: https://www.vozpopuli.com/opinion/islamo-izquierdismo.html
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