Miguel del Pino, catedrático de Ciencias Naturales.
Digamos a los campesinos manifestantes de las jornadas de protesta que nos esperan, que extremen su civismo para seguir manteniendo su enorme carga de razón y nuestra solidaridad: la ciudad simpatiza con ellos y lo está demostrando, simpatiza con ellos tanto como desprecia a los políticos fanáticos y burocratizados.
Las cosas están cambiando para los burócratas de la UE que pretenden conducir a la agricultura hasta una situación económicamente insostenible para agradar a los defensores de las supuestas «verdades incómodas» de Al Gore. El campo español no puede más y estalla.
Es difícil entender la asunción por parte de la izquierda española de unos postulados europeos ultraecologistas que no tienen en cuenta la realidad económica de las actividades agrícolas, ganaderas y silvicultoras para rendirse a las exigencias de lo políticamente correcto desde el punto de vista urbanita.
Los agricultores están cargados de razón y muestran su indignación de una manera ejemplar, tan ardiente como civilizada, según corresponde a las buenas gentes.
Afortunadamente los altercados y enfrentamientos con las fuerzas policiales están siendo mínimos, pero, comprendiendo que los agentes del orden tienen que cumplir órdenes para evitar los colapsos en el tráfico y los desórdenes mayores, la imagen de agricultores revolcados o golpeados debería derribar de sus poltronas a los malos legisladores que son en realidad los verdaderos culpables.
La mayor parte de los problemas del campo no son bien comprendidos ni interpretados correctamente desde la ciudad, aunque todos aceptemos que los alimentos básicos no nacen en el seno de los supermercados; pero hasta los urbanitas empedernidos entienden que no se puede trabajar sin beneficio económico, por no decir a pérdidas. Realmente la llamada «transición ecológica«, con todo el peso de su ministerio a cuestas, viene a suponer realmente una «transición a la ruina«.
Pero una transición a la ruina no sólo para las gentes del campo sino para toda la sociedad en su conjunto, incluyendo en la catástrofe económica a un mundo urbanita que parece mostrar una conducta suicida.
La política de competencias económicas de una Europa en forma de «bombilla fundida», muy compleja pero ineficiente, es sencillamente disparatada: las concesiones al buenismo de algo que no se puede llamar ecologismo real, sino ensoñaciones «veganoanimalistaantihumanistas» por no alargar el palabro añadiendo más «istas», que cabrían, han terminado por provocar a quienes realmente sostienen el campo y los montes, los héroes que aún no se han marchado de estos entornos.
Claro que existen formas de preservar los entornos naturales no degradados y necesitados de protección, también de conservar las especies silvestres mediante las figuras de reserva adecuadas. El desarrollo agrícola y ganadero no tiene por qué incidir en la conservación del entorno natural, antes bien todo lo contrario.
La obsesión por las transformaciones que se suponen necesarias para frenar el supuesto «cambio climático antropogénico» ha venido a constituirse en un nuevo y poderosísimo enemigo para las producciones agrícolas y ganaderas: los bosques de molinos eólicos descuartizan aves y deterioran brutalmente la belleza de nuestros paisajes, al tiempo que las crecientes extensiones de los espejos solares, impropiamente calificadas de «granjas», ocupan miles de hectáreas que deberían dedicarse a la ganadería y la agricultura. Esta situación es insostenible.
Es insostenible porque la rentabilidad noble del campo, base de la obtención de alimentos, no puede competir con el gigante de las subvenciones y la compra de voluntades de las autoridades del mundo del campo; despidamos al turismo rural, a la ganadería extensiva, a las prácticas agrícolas tradicionales como el barbecho o la pradería; todo se inclina ante el poder del «ídolo climático».
Pero abramos una ventana a la esperanza: la indignación, por no decir el hartazgo del mundo rural, parece capaz de derribar tanto ídolo de barro; ha llegado la hora de que tantos especuladores saquen sus manos de los decretos y las prohibiciones contenidos en las PAC «superecológicas», que son en realidad sentencias mortales para la supervivencia de la población rural que, no lo olvidemos, es quien sostiene este medio con su presencia y su trabajo.
Digamos a los campesinos manifestantes de las jornadas de protesta que nos esperan, que extremen su civismo para seguir manteniendo su enorme carga de razón y nuestra solidaridad: la ciudad simpatiza con ellos y lo está demostrando, simpatiza con ellos tanto como desprecia a los políticos fanáticos y burocratizados.
Se abre un tiempo para la esperanza y para la caída de los ídolos climáticos, y para los adoradores del becerro de oro de las subvenciones. Así lo esperamos y deseamos.
Miguel del Pino, catedrático de Ciencias Naturales.
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