Cantaba Sabina que Madrid es ese lugar al que regresa siempre el fugitivo. Aquellos que, como el escritor Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 1953), se marcharon de su pueblo natal para buscarse la vida en la capital, la abandonaron y luego volvieron atraídos por esa «mezcla de desechos de ciudad y lujos de aldea» que describía Galdós. Desde que aterrizó en la ciudad han pasado ya más de cuarenta años, pero la fascinación de Trapiello por el que es desde entonces su hogar sigue siendo la misma. En su última obra, ‘Madrid’ (2020, Destino), el también editor recorre calles, de antes y de ahora, barrios nobles y bajos, el esplendor y las miserias de la historia de un lugar en constante transformación. Hablamos con él antes de que recibiese la Medalla de Honor de Madrid y se desatase la polémica después de que algún representante político le acusara de «revisionista».
Comparte con Galdós esa visión de Madrid como «pueblo grande y revuelto», de ciudad generosa y fascinante donde «todo va tirando, hecho de pobretería y locura a partes iguales, de penurias y alegrías, de viejo y nuevo, belleza y fealdad». ¿Qué nos queda de ese Madrid galdosiano?
Esto sigue igual que en tiempos de Galdós. La grandeza de un escritor la descubrimos no solo en su manera de contar el pasado, sino en la de prefigurar el futuro, a menudo creándolo él mismo, ayudando a que cristalice. Galdós comprendió que Madrid estaba hecho de gentes que le caían de todos los puntos cardinales. Cada una de esas personas traía a cuestas su provincia, su pueblo, su agro, que se añadía a la provincia, pueblo y agro de quienes le precedían. Y ese carácter lo impregnaba todo. En un sitio tan grande hecho de gentes necesitadas (la mayoría de los que venimos a Madrid lo hemos hecho por necesidad y pobretería), la locura está al orden del día. La locura de los ricos suele estar hecha de tontería; la de los pobres casi siempre bordea la genialidad. Madrid abunda en esa clase de individuos, anónimos y geniales, de los que se ocupó tanto Galdós.
A lo largo del libro va narrando su experiencia vital en una ciudad que va transformándose rápidamente. Habla de un progreso que se extiende como metástasis. ¿Qué es para usted el progreso?
El progreso en una ciudad es siempre ambivalente. Y problemático: lo que crea forma parte con frecuencia de una destrucción, y lo que se destruye a menudo merecía ser conservado. Pero no se puede. El drama de Madrid se llamó hasta 1868 «cerca», el cinturón arancelario que impidió su expansión. Eso hizo que se vieran obligados a derribar mucho para construir en el lugar que dejaba lo viejo. En cuanto Madrid dejó de notar la presión porque podía expandirse, dejó también en paz muchos de sus palacios y casas que hubieran acabado desapareciendo. Es difícil el equilibrio entre el progreso y el pasado; un equilibrio, digamos, desinteresado, sin presiones económicas, ideológicas, especulativas.
La gestión de la crisis sanitaria parece haber aumentado, más si cabe, la polarización en un «país de bandos». ¿Dónde se sitúa Madrid?
Repartido en los bandos. Esto, tratándose de la sanidad, puede ser un drama. ¿Por qué no ha habido una política sanitaria común? Se entienden los bandazos de los científicos: al fin y al cabo, la ciencia es a menudo ensayo y error. Pero en política eso es imperdonable. Por eso, hasta donde yo me cato, la gente en Madrid está aplicando, a la diabla, su propio sentido común, y cuando ha visto que en la ciudad nos va, con bares y restaurantes abiertos, poco más o menos como en otras partes sin ellos, se dice: «Mejor como estamos, e iremos sorteando el virus como podamos». Morir por el virus es malo, pero morir de hambre, o de pena, o de depresión, también.
«El progreso es siempre ambivalente: lo que crea forma parte con frecuencia de una destrucción»
Durante la pandemia, se ha empezado hablar de sentimiento de rechazo a Madrid, de «madrileñofobia». ¿Qué opina? ¿Podríamos decir que existe una identidad madrileña?
Tiene el aspecto de ser cosa de los políticos de izquierda, furiosos con Ayuso y su gestión de la pandemia, que contradice o ridiculiza otras medidas irracionales… Por lo demás, la madrileñofobia o madritirria es muy vieja, desde Isabel II. Desde que Madrid pasó de ser la Corte a ser la capital del reino, y del Estado luego, con dictaduras, repúblicas y democracias… Y es natural que de otras partes se codicie su suerte. Pero pocos querrían compartir con ella todos los inconvenientes de ser la capital: aquí la vida es más dura que en otras partes, la gente tiene menos tiempo para sí, cuesta más salir adelante, los gastos son mayores, ruidos, estrés… Y desde luego: la identidad de Madrid es no tener identidad. Aquí todo es de todos y todo somos madrileños, claro que por ser de Madrid no te dan puntos, como en Cataluña si te llamas Puig o en el País Vasco, Arraspalakagurroigoitia. Aquí con García ya nos vale.
Cuando hace unas semanas el vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, anunció que dejaba el Gobierno para presentarse como candidato a las elecciones a la Asamblea de Madrid, usted escribió un tuit en el que decía que no tenía pensado ir a votar hasta ese momento. ¿A qué se debe ese cambio?
La salida de Iglesias del Gobierno fue la gran noticia del año, solo superada si saliera también de la política española a cargo de los presupuestos. Y votar en estas elecciones, para mí al menos, tiene un sentido complementario: subrayar el fracaso de la política de quien llevó a Iglesias al Gobierno, y a todos los independentistas y nacionalistas con él. Madrid puede ser el modo de decirle a Sánchez que no solo se ha equivocado en Madrid, sino en España. Claro que no parece que ese sea de los de aprender de sus errores. Para eso hace falta ser un hombre de ciencia.
La presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso, escogió el eslogan «Comunismo o libertad» después de que Pablo Iglesias dijese que se presenta para «combatir el fascismo» en Madrid. ¿Nos hemos adentrado, definitivamente, en una democracia en clave populista?
¿Por qué? Que el comunismo es el principal enemigo de la libertad no lo duda nadie. Lo sabe hasta Monedero. El populismo es siempre un atajo que acaba en el despeñadero. La tentación de los atajos es mayor cuanto menos fe se tiene en el Estado de derecho. Yo no veo que liberalizar el régimen de los bares o bajar los impuestos atente contra el Estado de derecho. Sí es más preocupante observar los atajos que tratan de tomarse para acabar con él: en Cataluña, por ejemplo. O ahora en Madrid, tratando de importar el modelo de la kale borroka.
En su libro cita de forma recurrente la frase de ‘Fortunata y Jacinta’: «Pueblo nací y pueblo soy». ¿Qué le evoca esta cita?
Que el fondo de Madrid es rural, pero también realista y modesto. El pueblo es más realista que ningún otro estamento porque está pegado a la tierra, sale de ella. Así lo entendía el institucionismo español. Iban más lejos, siguiendo la filosofía krausista: lo mejor del ser humano nace del pueblo, de la naturaleza, cuanto más cerca se está de la naturaleza, más aristocrática es la cultura.
El debate sobre la memoria histórica recorre algunas de sus obras como Las armas y las letras, y está también presente en su nuevo libro, donde reflexiona sobre el cambio del nombre de las calles o el derribo de estatuas. ¿Cómo estamos tratando nuestro pasado?
Las armas y las letras es una historia de hechos reales que trajeron mucho dolor a este país. Ese libro trató de comprender la razón de la sinrazón española, el delirio totalitario que sedujo primero a unos miles de españoles que acabaron imponiéndolo a tantos millones de españoles luego. Noventa años después, hay quienes añoran la Segunda República y tratan de traer una tercera, sin comprender dos cosas importantes: no hay ni una sola aspiración de la Segunda República que no se haya visto satisfecha con creces en esta monarquía parlamentaria, junto con otras que aquella república ni siquiera planteó (desde los matrimonios homosexuales a la sanidad universal), y nadie ha explicado en qué mejoraría una hipotética tercera república el régimen actual. Bueno, sí; la tercera república es la aspiración de los nacionalistas para tener ellos su primera república (que sería para unos, Bildu o la CUP, de corte totalitario, y para otros, de corte etnicista, o sea el din de la libertad e igualdad de los ciudadanos). Lo delirante es que alguien esté buscando modelos políticos de hace noventa años para España. El pasado solo sirve si nos ayuda a mejorar el presente, no a repetirlo.
«La identidad de Madrid es no tener identidad: aquí todo es de todos y todos somos madrileños»
Su segunda novela, El buque fantasma (1992) fue recibida con hostilidad por algunos sectores de la sociedad. Ahora estamos viendo como algunas obras o autores quedan silenciados públicamente por la cultura de la cancelación. ¿Dónde trazar la línea entre la crítica y la intolerancia o censura?
Fue recibida con una hostilidad unánime, cierto, pero por los críticos. Pero los críticos nunca han sido la sociedad. Son otra cosa. Son una especie de casino donde se pasan el día haciendo votaciones para ver quién va a formar parte del casino y quién no. De joven, uno le da importancia a las exclusiones. Todas te parecen injustas. Ahora lo veo de otra forma. Gracias a esas exclusiones yo soy lo que soy como escritor. Estoy conforme con ello, sea peor o mejor. ¿Cómo reprocharles a sus ofendidismos (en algún caso rabiosos) porque el protagonista de esa novela se tomara a pitorreo la lucha antifranquista, de la que él había formado parte? Les molestó no tanto la crítica como lo que consideraron una deserción, una traición. Hoy debería darles las gracias a los cinco editores que rechazaron el primer tomo de mis diarios casi tanto como a Manolo Borrás, que ha editado los 22 que siguieron. Gracias a ellos soy el escritor que soy, y los diarios son lo que son. Cancelaciones habrá siempre, caza de brujas también. Y estorbos. El escritor ha de escribir libremente y encontrar el modo de hacerlo, con o sin éxito. Ni el éxito ni el fracaso forman parte de la literatura. Ni el fracaso te hace mejor ni el éxito te hace peor, y a la inversa. Y si el escritor ha de permanecer callado (sin editor o sin tribuna), tendrá que aprender a estarlo. Media historia de la literatura la forman poetas y novelistas que escribían para el cajón de su escritorio. Y no por ello dejaron de escribir.
¿Es posible, a día de hoy, en nuestra sociedad, valorar el arte o la cultura sin unas gafas ideológicas?
Por supuesto. Claro que esas gafas a menudo facilitan mucho la visión. Que lo digan los escritores orgánicos. Esos tienen la visión de Superman. Tener detrás una ideología a muchos les da poderes.
Escribe que en la vida hay que tomar una decisión: celebración o elegía. ¿Por cuál se inclina?
Se celebra, y al poco tiempo uno echa la vista atrás y puede caer o no en la elegía. Depende en muchos casos de la naturaleza. Mi amigo Sánchez Rosillo fue un poeta elegiaco espléndido, y hoy es un poeta celebrativo igual de bueno. Tomó esa decisión. Cervantes es las dos cosas al mismo tiempo. Se percibe, por ejemplo, en el prólogo del Persiles, escrito la víspera de su muerte. En ese prólogo, él pone la celebración y el lector pone la elegía.
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