El Turuñuelo de Guareña y el mito de «Tartessos».

Para empezar, es conveniente acudir al Diccionario de la Real Academia Española, en él se dice que «mito» y sus derivados son palabras sinónimas de ficciónquimerainvencióncuento, etc. Aunque, también el DRAE afirma que «mito» tiene que ver con una «narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico.»

Por otro lado, el DRAE añade que «mito» significa, también, «historia ficticia o personaje literario o artístico que encarna algún aspecto universal de la condición humana» y pone de ejemplo el mito de Don Juan. “Mito”, igualmente es sinónimo de persona o cosa rodeada de extraordinaria admiración y estima; y de persona o cosa a la que se le atribuyen cualidades o excelencias que no tiene…

De todo ello participa un poco el mito de Tartessos, aunque yo me inclino por lo de ficciónquimerainvención y cuento.

Si uno busca en Google «El Turuñuelo de Guareña» se encontrará con multitud de «entradas», y en todas ellas, casi sin excepción, se habla de TARTESSOS, de «cultura tartésica» y cosas por el estilo. Por supuesto, en la información de Google se da por segura, por cierta, la existencia de Tartessos. No se hace referencia a que Tartessos es un mito, con todo lo que ello conlleva.

De Tartessos se viene hablando desde hace siglos, ya lo mencionaba Platón hace dos milenios y medio; también, según algunos, la Biblia Hebrea, denominada Antiguo Testamento por los cristianos, aunque en ella, se habla de «Tarsis»… pero hasta el siglo XIX casi no volvió a suscitar interés de arqueólogos e historiadores; fue por entonces cuando surgió la idea de intentar localizar la supuesta ciudad-estado que supuestamente tuvo el mítico nombre, animado y empujado todo ello por todavía por la arqueología «romántica»… De Tartessos se ha hablado y se ha escrito muchísimo, sobre todo falsedades. Que si fue una gran civilización prerromana y contemporánea de la fenicia y de la griega; un rico imperio que se extendía desde Huelva a Murcia y que llegaba por el norte hasta Extremadura y el Alentejo y el Algarve portugueses; un reino floreciente que se ubicaba en el sur de la Península; un foco de civilización en el extremo de Occidente; que albergó la mítica Atlántida… 

En el siglo V a. C., Heródoto hablaba de un lugar de gran riqueza más allá de las Columnas de Hércules. Eso llevó a muchos a pensar que Tartessos era un puerto de la costa sur de España.

Los recientes descubrimientos -en 2023- en el Turuñuelo de Guareña, Badajoz, han dado alas a quienes vienen propagando el mito de Tartessos, con el apoyo entusiasta, todo hay que decirlo, de las autoridades de Extremadura, que es de suponer están contentísimas de haber dado con la «seña de identidad» que les faltaba para homologarse con el resto de las Taifas Hispánicas (léase «comunidades autónomas»).

Esculturas tartésicas halladas en el yacimiento arqueológico del Turuñuelo de Guareña, en Badajoz, presentadas el 18 de abril de 2023.

El equipo de arqueólogos dirigido por Esther Rodríguez y Sebastían Celestino, que investiga en «El Turuñuelo» no para de repetir hasta aburrir, hasta el hartazgo que lo encontrado en Guareña es una prueba inequívoca de la existencia de una civilización -superior- autóctona, en el suroeste de la Península Ibérica, entre los siglos IX y V antes de la era cristiana; equiparable a las culturas griega y fenicias de la misma época.

Quienes en la actualidad dan por cierta la existencia de Tartessos afirman que sus habitantes desarrollaron una lengua y una escritura propias y, afirman que sólo en su fase final, tuvieron influencias culturales de egipcios y fenicios. Ni que decir tiene que de todo ello no existe ninguna prueba con suficiente consistencia.

Viene a cuento recordar que el vocablo «mitología», al menos para Platón, que es posiblemente su usuario pionero, parece designar claramente los relatos protagonizados por personajes sobrehumanos, no solamente dioses, sino también héroes que realizan hazañas o fundan comportamientos, lugares o pueblos con una perspectiva moral, pedagógica o explicativa.

Desde comienzos del siglo XIX, y gracias a la mitología comparada, sabemos que los mitos, dioses y héroes tienen sus correspondencias en diversas latitudes, épocas y culturas, y que expresan una gran historia paralela de la humanidad, con una serie de elementos invariables que pueden coincidir, en esencia, en unos cuantos argumentos básicos: temas, escenas míticas, símbolos, arquetipos o personajes, etcétera.

Bien, retomemos el mito del reino opulento: Tartessos

Las nieblas evanescentes del mito y la leyenda a veces pueden tornarse historia en un proceso que se ha repetido frecuentemente gracias a los vuelcos que han causado ciertos descubrimientos arqueológicos. En efecto, a veces las arenas del desierto o alguna colina sospechosa nos han devuelto reliquias de un mundo que se creía mítico y que se ha mostrado histórico. Así ha ocurrido a menudo que la historia mítica de un pueblo ha devenido historia y cultura material. Espectaculares hallazgos han supuesto cambios revolucionarios en la visión que teníamos de nuestra historia más remota…

Si antes se creía que el mundo de Homero estaba más cerca del mito que de la realidad, Heinrich Schliemann, a finales del siglo XIX, descubrió, en hallazgos espectaculares, las antiguas ciudadelas de Troya y también la de Micenas, de ecos lejanos en la Ilíada, cuyo recuerdo se había perdido hacía mucho. Arthur Evans, en torno a 1900, descubrió mágicamente una Grecia antes de Grecia con la sinuosa y fascinante cultura minoica que explicaba el mito del Minotauro en su laberinto, y Howard Carter desveló en 1922 la legendaria riqueza de los faraones con la tumba de Tutankamón. Si se pensaba que las leyendas de los escitas que narraba Heródoto, con sus amazonas guerreras y sus enterramientos suntuosos, eran puras fabulaciones, en el siglo XX se encontraron maravillas en Asia, como la cultura de los kurganes o la célebre «Princesa del hielo», tatuada y con armas. Y en cuanto a la filología y las lenguas, pensemos en la piedra de Rosetta, encontrada en 1799 y descifrada más tarde por Champollion, poco después en las tablillas cuneiformes y las lenguas escritas en ellas, asirio, acadio y demás, explicadas por Grotefend, Smith, Rawlinson… O en los desciframientos del siglo XX —los textos micénicos por Ventris o los hititas por Hrozný—, por citar solo algunos momentos estelares de la arqueología y la filología que sacudieron como un terremoto las ciencias de la Antigüedad. No sería extraño que otros hallazgos desvelasen culturas hasta hoy enigmáticas: y, entre las más esperadas, ciertamente, algunas que se relacionan con la historia antigua de la península Ibérica y que, hasta hoy, han tenido la consideración de mitos más que de realidades. Tal es el caso de Tartessos, el reino opulento e inefable de la Antigüedad ibérica y, por supuesto, todo lo que se relaciona con su contexto, tanto material como lingüístico. El desciframiento de las lenguas, a la par que los hallazgos arqueológicos, podrían deslindar el mito de la historia, como tantas otras veces, en algunas de las culturas más fascinantes y desconocidas de la Europa antigua. Tal es el caso de Tartessos, a menudo asimilado a otros nombres de ecos legendarios en torno a una supuesta civilización del sudoeste peninsular, como Tarsis o Atlántida, ya mencionada. Faltan aún, acaso, los hallazgos que den un giro a la historia de Tartessos, pues hace ya cien años que arqueólogos, filólogos e historiadores trabajan sin cesar sobre esta cultura y otras prerromanas, como la ibera. Parte de esta historia mítica entonces habría de devenir simplemente historia.

Hace más o menos un siglo, en 1922, el alemán Adolf Schulten publicó su libro sobre Tartessos, piedra de toque de los estudios modernos sobre esta civilización mitificada desde antiguo en la historiografía española, que quería resaltar la antigüedad y preeminencia de la monarquía hispánica. Schulten redactó un compendio que apasionó a su tiempo y abrió la vía —al ser muy pronto traducido al español bajo la égida de Ortega y Gasset— tanto para los estudios posteriores sobre esta civilización como para la fascinación del gran público. Desde muy pronto, con la historiografía que mitificaba el edén hispano primordial, se relacionó Tartessos con la mítica Tarsis de las fuentes bíblicas y con el reino legendario de las fuentes griegas, intentando trazar un panorama verosímil de aquella supuesta España precursora. Se postularon ya en el siglo XX hipótesis atrevidas como la presencia de colonias egeas, procedentes de Creta, en una fecha muy temprana, en competencia con las colonias fenicias. A veces se cargaban las tintas en ponderar el elemento indoeuropeo, celta o helénico, entre otros, por encima del semita. Era el espíritu de los tiempos, me temo. Y es que Tartessos es parte de la historia mítica e ideológica de Europa, España y Andalucía, y su halo de leyenda a veces no permite evaluar imparcialmente lo que verdaderamente sabemos. Recientemente, los magníficos hallazgos del yacimiento de Casas del Turuñuelo (Guareña, Badajoz) sorprendieron sobremanera con dos delicadas efigies, que algunos afirman que son del mundo tartésico, que nos permiten poner rostro a una fascinante y desarrollada civilización del primer milenio a. C. en el sur de España.

Pero ¿dónde estaba Tartessos? Para empezar, no sabemos si el topónimo se refiere a una ciudad, a un reino o a una cultura regional. En cuanto al paralelo con la bíblica Tarsis, quiere evocar un lugar —o acaso varios— mencionado una veintena de veces en el Antiguo Testamento como reino semilegendario y opulento: la expresión «las naves de Tarsis» alude a un comercio a larga distancia, por mar, de mercancías preciosas y materias primas con un pueblo rico en metales, pero su localización es dudosa y se quiere situar entre la región sirio-palestina y nuestros lares. Ya la antigua historiografía mítica quiso hacer la ecuación con Tartessos, que se menciona en fuentes grecorromanas, y tender puentes entre España y el país legendario al que alude la Biblia hebrea. Sin duda era interesante, para la católica España del Medievo y el inicio de la Edad Moderna, equiparar Tarsis con las antigüedades hispánicas.

Mítica era Tartessos también para los griegos, lugar de leyenda donde habitaban reyes longevos y opulentos, como Argantonio, ‘el hombre de plata’, si queremos seguir su popular etimología. Dice el poeta Anacreonte que no quiere «riquezas mil ni reinar 150 años sobre Tartessos», en alusión al legendario monarca que habría tenido relaciones con los griegos. En Heródoto se cuentan los viajes de Coleo de Samos, que llegó por casualidad a Tartessos, y la expedición de los focenses, a quienes Argantonio habría acogido y agasajado. El episodio parece en relación con aquel espléndido reino del sur peninsular en plena época de los viajes de los griegos al lejano Occidente, que están en el trasfondo de mitos como el de Odiseo o Heracles. Los griegos, buscando acaso su «El Dorado» en Hesperia, habían fundado Massalia y Ampurias en tales rutas. Pero, para cuando conocieron los enclaves de Tartessos, parece que este reino estaba ya en cierto declive, aunque conservaba su riqueza. Posteriormente, el topónimo pervive en época romana y los autores romanos ahondaron en su leyenda. Autores como Avieno (siglo IV) mencionan una ciudad de tal nombre que afirmaban que aún podía verse en su periplo por las costas del sur peninsular.

Los orígenes de Tartessos son discutidos en dos líneas principales, la que aboga por una misteriosa autoctonía y la que lo hace derivar de los procesos de interacción, aculturación y mezcla entre la colonización fenicia y el elemento indígena. En todo caso, la edad de esplendor es de suponer que comienza en torno al siglo IX a. C., cuando llegan los fenicios a una costa que, por cierto, era muy diferente de lo que es hoy. Los geólogos han estudiado los cambios del litoral de la Andalucía atlántica y mediterránea y su relación con los asentamientos fenicios: Cádiz y San Fernando eran islas, el golfo tartésico —para los romanos, luego, Lacus ligustinus— se extendía casi hasta Sevilla y parte de las provincias actuales eran mar o, mejor dicho, la bahía de desembocadura del Guadalquivir. Por no hablar de lo que cambió el litoral y la navegabilidad de los ríos de la zona de Málaga. La descripción de la zona ha obsesionado a los estudiosos empeñados en buscar el vínculo con Tarsis, que puede ser verosímil, o incluso, algo más que dudoso, con la citada Atlántida platónica.

Y es que todo son enigmas hasta que la arqueología, a veces, va aclarando el panorama. Los avances han ido en progresión geométrica casi cada década. Hace 30 años, un congreso y una monografía colectiva, editada por los profesores Jaime Alvar y el ya fallecido José María Blázquez, Los misterios de Tartessos (1993), daban cuenta cabal de lo que habían avanzado las investigaciones desde que Schulten, meritoriamente, aunque con sus limitaciones, abriera el camino; actualizó la cuestión Alvar con Juan M. Campos en otro congreso publicado luego también como monografía (Tartessos. El emporio del metal, 2013). Una década más tarde, y un siglo después de Schulten, otro interesante ensayo, esta vez de Diego Ruiz Mata (Tartessos y tartesios, 2023), compila minuciosamente toda la información que tenemos y constata que la investigación ha avanzado de manera impresionante. Pero este último libro no ha podido evaluar los últimos hallazgos, como el mencionado descubrimiento de los rostros del Turuñuelo, que permiten ahora albergar mejores esperanzas acerca de lo que se puede encontrar en años venideros. Estos rostros, que quizá tengan que ver más con factura helenizante que orientalizante, en todo caso, son los primeros que nos miran desde el sudoeste de la Península en esta cultura. La idea de Tartessos como el «Oriente en Occidente» —no otra cosa venía a buscar Schulten, émulo de Schliemann, que la «Troya hispana», la ciudad de los orígenes— es muy sugerente, y más al ver los perfiles extraídos de esa excavación en la provincia de Badajoz, pero, y he ahí el pero: todavía no existen pruebas concluyentes de que Tartessos estuviera situado en el sur de España, tampoco que lo encontrado en «El Turuñuelo» sean de origen tartésico y menos aún que existiera una civilización superior autóctona en España aquellos siglos en los que los fenicios y los griegos dominaban y surcaban el Mar Mediterráneo…

La tesis más audaz, y por ahora difícil de demostrar, quiere remontar el inicio de Tartessos a la Edad del Cobre, estableciendo vínculos con las navegaciones más antiguas. Se propone la preeminencia del elemento autóctono, en diversas variedades, sea este indoeuropeo o no, con la posterior interacción con los otros pueblos que surcaron el Mediterráneo, especialmente griegos y fenicios. Ciertamente, el Estrecho nunca fue un muro y desde el paleolítico ha sido una vía de comunicación con África, así como se ha navegado desde Oriente a Occidente desde al menos el III milenio a. C. Pero lo más prudente es por ahora considerar que el esplendor de esa época en el sur peninsular se debió a la influencia de la presencia pionera de los fenicios.

La tesis doctoral de Candela Hernández, genetista de la Universidad Complutense de Madrid, Historia evolutiva de la población andaluza basada en su herencia materna y su relación con el poblamiento humano del espacio mediterráneo, estudió el ADN mitocondrial de la población onubense para mostrar que la zona era de alto tránsito y que hay semejanzas genéticas con los Balcanes, por ejemplo. Está, por supuesto, la añeja cultura de El Argar en el III milenio a. C.; ya en la convulsa época del final del Bronce, marcada por las catástrofes en el Mediterráneo oriental, no sería extraño detectar múltiples movimientos —se halló cerámica micénica tan lejos como en Córdoba, por ejemplo—; y hay quien quiere incluso retrotraerse a milenios anteriores, a la cultura dolménica andaluza o a tiempos míticos y primordiales. Pero las ciencias de la Antigüedad no pueden aventurar nada, solo hipótesis, y lo que se afirme ha de ser construido en avances sólidos, paso a paso…

No podemos saber con seguridad cómo era lo que algunos -muy osados ellos- llaman cultura tartésica, pero sí indagar en la cultura material, las fuentes literarias y la epigrafía para dar un panorama de la gran transformación provocada en la sociedad autóctona por el intercambio con fenicios y griegos, hasta llegar a la decadencia de esta cultura. En cuanto a la lengua, tenemos una serie de evidencias que permiten indagar en lo que se hablaba en la zona. Las estelas de guerreros del bronce y las inscripciones del sudoeste (llamadas «tartésicas» por algunos, ante lo que hay que mostrar precauciones) reflejan un abigarrado mundo lingüístico prerromano en el que no hay unidad. A tenor de la antroponimia y la toponimia de la zona parece que conviven lenguas diversas, indoeuropeas y no, con varios sistemas de escritura del que el llamado «tartésico» es el más antiguo y cuya interpretación es todavía controvertida. Se ha propuesto, quizá con demasiada ligereza, que su lengua fuera de la familia celta, pero actualmente seguimos sin conocer la filiación lingüística de la lengua de estas inscripciones «tartésicas». Nos remitimos a la obra de referencia, del añorado profesor Javier de Hoz (Historia lingüística de la península Ibérica en la Antigüedad, v. I, CSIC) y a los trabajos actuales de investigadores como Joaquín Gorrochategui, Javier Velaza o Eugenio Luján, en el meritorio «Proyecto Hesperia». Igualmente, apasionante es el caso del ibero, del que tenemos más de dos millares de inscripciones pero que, lamentablemente, a día de hoy sigue siendo intraducible. Parte de la mitología hispánica de los orígenes quedaría más afianzada en la historia si se llega a descifrar y entender todo el conglomerado de las lenguas paleo hispánicas y, en concreto, el ibero.

En suma, poco sabemos sobre quiénes eran, cómo vivían y qué hablaban en el lugar que algunos se empeñan en llamar Tartessos. Por ahora, solo cabe seguir esperando que la arqueología y la filología nos ofrezcan nuevos avances —o incluso un «vuelco» definitivo— para profundizar en la fascinante historia de este «no lugar» histórico, ciudad o reino, definitorio de la España mítica. Sigue siendo parte integrante de la nebulosa geografía legendaria que hemos querido esbozar aquí a modo de introducción.

FUENTE: «Pequeña historia mítica de España» de David Hernández de la Fuente.

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