Jano García @janogarcia
«El objetivo final no es otro que acabar con la identidad de España. Y es que una tarde de toros refleja qué es España»
Anunciaba este viernes el ministro de Incultura –un tal Ernest Urtasun– la supresión del Premio Nacional de Tauromaquia. No es de extrañar, pues la tauromaquia afortunadamente no encaja en el terrible mundo moderno que premia la fealdad, la mentira y requiere para continuar su senda delirante dosis de victimismo. Todo lo contrario a lo que significa la tauromaquia: una representación de la vida misma en la que los protagonistas buscan la gloria eterna para convertirse en héroes del pasado en un mundo que ha vaciado de sentido, belleza y razón de ser nuestra existencia.
Como suele ser habitual no han faltado los que no poseen temor alguno para exhibir su estupidez jaleando la medida y pidiendo que se prohíba la fiesta más culta jamás conocida. Vivimos en una época en la que muchos exigen que se prohíba lo que no les gusta sin percatarse que, en cualquier momento, serán ellos los que conformen la minoría y serán aplastados por esa masa pueril y siempre despreciable que conforma la mayoría. A ello debemos sumarle el silencio de muchos aficionados. Demasiada osadía para esos pobres acomplejados subyugados al qué dirán que les hace repudiar -o al menos no exhibir- en público sus aficiones privadas en un ejercicio lamentable de cobardía.
Y es que a uno le puede gustar o, por el contrario, disgustar la tauromaquia. Es lógico y normal que los gustos sean dispares entre nosotros, pero negar el valor cultural de la tauromaquia sólo está al alcance de aquellos a los que no les importa presumir de su ignorancia. Porque la tauromaquia, como decía García Lorca, es la fiesta más culta del mundo. Lo es por diferentes razones. Si asumimos que la cultura es el conjunto de conocimientos, tradiciones, ideas, modo de vida y costumbres que caracterizan a un pueblo, sin lugar a dudas en el caso de España la tauromaquia es su máxima representación.
Cada tarde de toros es un ritual didáctico que nos muestra los pasajes de nuestra existencia en el que se enlaza la tragedia y la felicidad, la gloria y el fracaso y, sobre todo, la muerte y la vida. La tauromaquia ayuda a asumir la cruda realidad de hallarnos continuamente en un viaje al borde del abismo. La lucha eterna entre el ser humano y la naturaleza por la supervivencia y cómo a través del uso de la razón dominamos a la bestia irracional con gallardía, técnica e inteligencia. Con un plus añadido: el arte. Hasta el propio toro, el gran protagonista de la fiesta, da lecciones de entrega y lucha hasta el final.
«La tauromaquia es una representación de la vida misma en la que los protagonistas buscan la gloria eterna para convertirse en héroes del pasado en un mundo que ha vaciado de sentido, belleza y razón de ser nuestra existencia».
Esta realidad resulta del todo incomprensible para las víctimas de la modernidad que han creído que pueden borrar algo tan natural como la muerte de su inequívoco destino. Pero la eliminación no se lleva a cabo por proteger al toro, si esa fuera la verdadera intención -a pesar de que resultaría igual de absurda- entonces estaríamos asistiendo a un carrusel de prohibiciones que vaciarían los mercados y restaurantes de cualquier atisbo de lo que llaman maltrato animal.
El objetivo final no es otro que acabar con la identidad de España. Y es que una tarde de toros refleja a la perfección qué es España. Las terrazas están abarrotadas, el griterío es generalizado y los ciudadanos se aglutinan alrededor de la música. Con la ilusión de un niño pequeño, con una sonrisa perenne y con las prisas siguen la estela de aquellos que corren para llegar al primer toro tras haber apurado, como buen español, hasta el último segundo para entrar a la plaza. Una vez dentro la suerte está echada. Uno no sabe qué puede ocurrir. Puede estar a escasos minutos de contemplar una gesta histórica o, por el contrario, una tarde sin pena ni gloria.
Eso sí, cuando se da una tarde histórica se produce una escena incomparable de felicidad en la que ancianos y niños, ricos y pobres se aglutinan alrededor de un torero entre vítores y aplausos. Los desconocidos se abrazan, la camadería entre los distintos brota espontáneamente y la alegría es compartida y distribuida entre los presentes. Se puede observar un pueblo feliz. Una estampa que resulta del todo incomprensible para esos pobres individuos como Urtasun y compañía que desprecian, como buenos ignorantes, todo aquello que no alcanzan a comprender.
Y es que España –sin importar si uno es amante o no de los toros– queda representada a la perfección en esos momentos. Sólo un pueblo como el español regido por la espontaneidad, el caos ordenado y las ganas de vivir es capaz de generar un espectáculo único en el mundo que no se puede explicar con palabras, pues trasciende a la razón. Todo ello de forma improvisada que es –a fin de cuentas– la única forma de hacer algo de verdad, auténtico e irrepetible.
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