El candidato que en estos momentos tiene mayores opciones de convertirse en el próximo presidente de los EEUU es el republicano Donald Trump, de la mano de su recientemente nombrado aspirante a vicepresidente, JD Vance. Y aunque en materia económica una nueva presidencia de Trump no debería conllevar demasiadas sorpresas —ya gobernó durante cuatro años y podemos hacernos una idea general de cuáles serán sus líneas maestras—, sí parece haber una voluntad por profundizar en los ejes del llamado Trumponomics.
Primero, proteccionismo comercial: la primera presidencia de Trump sirvió para activar un notable giro proteccionista por parte de EEUU que Biden no solo no ha revertido, sino que incluso ha profundizado. Y ahora Trump promete ir aún más allá que Biden tanto contra China, cuanto también contra la Unión Europea (la cual tampoco es ajena a este repliegue proteccionista: esta misma semana, Pedro Sánchez criticaba desde el Congreso que el ahorro de la UE se invirtiera en EEUU en lugar de dentro de la UE).
Segundo, depreciación del dólar: muy vinculado con el enfoque proteccionista de las relaciones exteriores, Trump —y más que Trump, su vicepresidente Vance— aspira a debilitar el dólar para fomentar las exportaciones estadounidenses y reducir las importaciones del resto del mundo. El objetivo es reindustrializar el país mediante una moneda más barata: que EEUU deje de ser un exportador de dólares para financiar la importación de mercancías foráneas que arruinan a la industria local y pase a ser un exportador neto de mercancías fabricadas en EEUU.
Tercero, reducción de los tipos de interés: la principal palanca que pretende utilizar Trump para depreciar el dólar es la reducción de los tipos de interés, volviendo marginalmente menos atractivo al billete verde frente a otras divisas extranjeras. En su primer mandato, Trump ya se caracterizó por presionar públicamente a Powell para que abaratara el precio del crédito. En esta ocasión, puede que no sea necesario presionarlo demasiado: su presidencia al frente de la Fed concluirá en mayo de 2026 (año y medio después de un posible nuevo mandato de Trump) y ya sabemos que el republicano no le permitirá seguir, sino que, muy probablemente, busque a un gobernador que le resulte más manejable para mantener los tipos de interés bajos aun cuando la lucha contra la inflación requiriera subirlos.
Cuarto, rebaja impositiva con cargo al déficit público: Trump apuesta por aprobar nuevas reducciones tributarias (una de sus promesas estrella es rebajar el Impuesto sobre Sociedades al 15%) pero sin recortar apreciablemente el gasto. Es decir, que apuesta por financiar esos menores impuestos con cargo al déficit público y a la consecuente emisión de deuda. La esperanza lafferiana es que tamaña reducción fiscal impulse lo suficientemente el crecimiento económico como para aumentar la recaudación de manera compensatoria. Es bastante dudoso que eso vaya a ocurrir (no que aumente la recaudación, que si la economía crece lo hará, sino que aumente tanto específicamente a causa de esa rebaja) porque, de hecho, en su primer mandato no sucedió: hasta la presidencia de Biden, Trump ostentaba el récord de déficits públicos en tiempos de paz y de expansión económica. Así que todo apunta a que nos mantendremos en el régimen de ese elevado desequilibrio presupuestario en el que nos metió el propio Trump y en el que Biden ha profundizado aún más.
Quinto, para relanzar ese crecimiento económico reindustrializador y estimulante de la recaudación, Trump también plantea un ambicioso programa de desregulación económica que abarate el coste de invertir y emprender en EEUU (sobre todo, en el campo energético y medioambiental). Esto es algo que también aplicó, al menos parcialmente, durante su primera presidencia. Ahora bien, no pensemos que su enfoque regulatorio se basará solo en la abrogación de parte de la hiperinflación normativa que también aplasta a la primera economía mundial: Trump —y, de nuevo de manera todavía más enfática, su vicepresidente Vance— quiere meter en vereda a las grandes tecnológicas estadounidenses, a las que además atribuyen complicidad ideológica con el establishment demócrata. Dicho de otro modo, probablemente asistamos a una cierta penalización de (algunas) grandes tecnológicas establecidas al tiempo que se intenta empujar —incluso con subsidios blandos y apoyo estatal— al desarrollo de nuevas start-ups. Especial mención merece en este capítulo la apuesta por instituir un entorno regulatorio y de infraestructuras acogedor tanto para la Inteligencia Artificial como para los «criptoactivos»: las dos grandes apuestas de política industrial del republicano.
Y sexto, aunque esto no forme parte del programa económico de Trump, una consecuencia compartida por la mayor parte de sus políticas anteriores es la persistencia de la inflación. El aumento de los aranceles, la depreciación del dólar, el déficit público dirigido a cebar el gasto agregado interno y la rebaja de tipos de interés son todas ellas recetas que conducen a elevar estructuralmente la inflación. Solo las políticas de oferta, vinculadas a aumentos de la productividad, contribuyen a contrarrestar una parte de ese sesgo inflacionista propio del Trumponomics.
En definitiva, aun contando con la imprevisibilidad del personaje, diría que conocemos la casi totalidad del manual económico de Donald Trump. Hace ocho años habría sido muy crítico —de hecho, lo fui— con la mayor parte de esas medidas (proteccionismo y estímulos fiscales y monetarios de corte keynesiano): hoy lo sigo siendo, pero, en términos comparativos, Biden ofrece económicamente lo mismo o incluso algo peor a lo de Trump (tiene las mismas malas ideas y ninguna de sus buenas propuestas). Cargar ahora mismo excesivamente las tintas contra el Trumponomics sería no entender que lo peor que posee es aquello que se ha convertido en un consenso transversal entre republicanos y demócratas.
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