RUBÉN ARRANZ
Quisiera evitar señalar a nadie porque es un fenómeno generalizado, pero diremos que un diario global que se publica por las mañanas difundió hace unos días un artículo que abundaba sobre lo fantástico que es estar divorciada -sólo en femenino- en estos tiempos. Tal es así que el término incluso ha adquirido una connotación positiva como sinónimo de independencia y libertad.
Afirmaba la pieza periodística que la palabra divorciada “ha experimentado un cambio radical para ciertos colectivos de jóvenes”, dado que ya no hace referencia solamente a un estado civil, sino a “una mujer que ha tomado las riendas de su propia vida, librándose de convenciones obsoletas y abrazando la autenticidad sin reservas. Desvergonzada y dicharachera. Sin culpabilidad y sin gatos”.
Recogía el texto la opinión de un sociólogo llamado Brontë (¿?) que aseguraba: “Una divorciada va a las cosas que le gustan, disfruta de sus amigas, de su tiempo libre, sin pensar en mucho más que eso. Es un poco el carpe diem moderno”. El texto añadía posteriormente: “Es disfrutona y se toma un dry martini en un club céntrico de la ciudad a las seis de la tarde sin ningún tipo de bochorno”.
Habrá quien piense tras empaparse de estos argumentos que leer está sobrevalorado o que directamente se ha convertido en un hábito nocivo. A la vista de los acontecimientos, resulta imposible rebatir ese argumento o evitar convencer al ciudadano medio de que no destine el periódico a envolver el bocadillo. O a otras labores de higiene corporal.
Es cierto que sería un error cogérsela con papel de fumar. Tiene cierta lógica que la prensa añada unas gotas de almíbar o de dramatismo -y digo sólo unas gotas- a los titulares para enganchar a los lectores. El propio arte abusa de eso constantemente; de un porcentaje aceptable de sensacionalismo y de analgésicos espirituales -facilones- que nos aplicamos a diario para aguantar el tipo. “El actor reina en lo perecedero”, que escribió Camus.
Lo que ocurre es que el ejercicio que hace ese artículo parece exagerado. Es cierto que España registra casi 85.000 separaciones al año y que el divorcio es una bendición cuando el matrimonio se convierte en un lugar terrible, bien porque suceden muchas cosas indeseables; o bien porque nunca pasa nada y «la terrible armonía seca los corazones». Pero su final no es como el desenlace deseado de una película. Es el primer día de algo diferente. De una nueva etapa con más desvelos, más rutina, más gente cargante, más facturas… y a lo mejor, en el horizonte, con una divorciada incauta que al terminar ese dry martini se siente sola o con ganas de cometer un error sentimental y acaba celebrando un traspiés de efecto retardado.
La gente que se deja llevar por la euforia suele ser imprevisible y poco fiable. Se le pasó por alto eso al tal Brontë al abordar la cuestión.
Si los medios todavía se presumen con la capacidad de relatar la realidad de forma aproximada, este artículo comete un fallo garrafal, como sucede en otros tantos casos, dado que describe un mundo inexistente. Una fantasía etílica de empoderamiento de cafetería madrileña, maratón de Anatomía de Grey y adolescencia inconclusa. A lo sumo, glorifica una situación normal y aceptada. O define lo habitual como algo memorable. Una cosa es ‘dulcificar’ y, otra… esto. Sea lo que sea.
Todo esto hace concluir que los sofistas contemporáneos más nefastos son (comos) los periodistas y eso somete al público a sus intereses empresariales o a sus manías personales. Nada nuevo ni especialmente revelador, pero conviene recordarlo de vez en cuando para no caer en una innecesaria credulidad. Michel Collon lo definía bien en su ensayo titulado Ojo con los media. No abundaba sobre los divorcios, pero sí sobre las guerras. Exponía que no es lo mismo hablar de un “ataque” que de una “invasión” o de una “operación especial”. Tampoco es igual denominar “baja” a un “asesinato” ni “daño colateral” a una “matanza”. Todo depende de la intención del emisor y de la parcialidad del medio. O de lo que se quiera alejar de la verdad porque le conviene.
Sin ir más lejos -por abundar más allá del texto de la divorciada-, esta semana Israel bombardeaba una carretera en la Franja de Gaza y los proyectiles mataron a siete personas de la ONG de José Andrés. Un periódico incidía en su portada en que Israel había “matado a siete cooperantes”. Otro, apuntaba: “siete miembros de la ONG (…) mueren en un ataque israelí en Gaza”. Un tercero, decía: “Netanyahu, tras la matanza en Gaza: ‘Así es la guerra’”. Según cuál se leyera primero, la percepción de lo sucedido -pese a que el suceso se cuenta en los tres casos- podía ser muy diferente.
Cuando los sucesos pillan tan lejos -no duelen lo mismo los muertos lejanos que los cercanos-, el asunto no tiene tanta trascendencia en la vida diaria. Hubo grandes cabeceras internacionales que intentaron suavizar la retirada de Estados Unidos de Afganistán y afirmaron poco menos que los talibanes se habían reformado y ahora eran más tolerantes. A las pocas semanas, estaban dando latigazos y ejecutando a inocentes. Fue ridículo e incluso malvado informar de eso, pero para el ciudadano de a pie no tuvo mayor trascendencia. Otra mentira más.
En cambio, sí la tiene el abordaje erótico-festivo que hace la prensa sobre los asuntos más patéticos de la rutina de los hombres y mujeres corrientes. No tengo duda de que el periodismo ha jugado un papel esencial a la hora de maquillar la decadencia de todo lo que nos rodea, comenzando por nosotros mismos.
El artículo de la ‘divorciada feliz’ incurre en la peor actitud de los sofistas, como es la romantización del fracaso… porque vende o porque viene bien. Siempre es más sencillo -y más práctico- extender un futón y echar una cabezada sobre las cenizas de tu casa, cuando se quema, que pararse a contabilizar lo que se ha perdido en el incendio. Sucede así cuando se desata la euforia mediática sobre cualquier hecho patético. O sobre cualquier modalidad de empobrecimiento.
Se puede poner el foco sobre el incremento desmedido de los precios del alquiler o celebrar las posibilidades de socializar que permite el compartir piso. O se puede escribir un artículo sobre las conversaciones de lavandería o criticar que en 30 metros cuadrados no cabe el electrodoméstico. Incluso es posible asociar al término nesting la imposibilidad de pagarse unas vacaciones y tener que pasar los días libres en el sofá de casa.
El enfoque y el lenguaje pueden suavizar todo: desde un divorcio hasta un fallo en el suministro eléctrico. O una situación de guerra, un asesinato o una Ley de Amnistía.
Todo depende del grado de propaganda que cada cual quiera otorgar a lo suyo. Sofistas sobran en este mundo moderno. También escritores de textos que no merecen la pena muchas veces (me incluyo). Así que, sí… muchas veces es mejor no leer. Ni, por supuesto, considerar que camuflar un fracaso con un dry martini o una amnistía bajo la mentira de la ‘reconciliación’ es una buena idea. Todo eso al final genera resacas y conduce a tomar malas decisiones.
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