Carlos Aurelio Caldito Aunión
Según «Transparencia Internacional», España empeora en percepción de la corrupción: baja dos puestos y está por debajo de países como Catar o Bután, situándose en el puesto número 35 de un total de 180 países analizados.
Cuando cualquier persona oye hablar de corrupción, y especialmente la política, da por hecho de que es inmoral. Sin embargo, no todo los que es considerado socialmente inmoral es ilegal, ni viceversa.
Evidentemente, cuando alguien afirma que la corrupción, el despilfarro, el enriquecimiento abusivo -e ilegal- de quienes ostentan cargos de responsabilidad en la gestión de lo público, es profundamente inmoral, lo hace pensando en que la corrupción provoca un grave daño, un enorme perjuicio a la sociedad, es decir, a todos quienes formamos parte del conjunto de la sociedad.
Son muchos los estudios de los economistas que concluyen que la corrupción implica un enorme coste y priva a los ciudadanos de recibir prestaciones de salud, educación e infraestructuras de toda clase.
La corrupción crea grupos que se aprovechan de su posición ventajosa dentro de la burocracia del Estado, para obtener beneficios personales o grupales; y, evidentemente, son muchos los funcionarios, los empleados públicos que hacen dejación de su responsabilidad de velar por los intereses de todos los ciudadanos.
Por otro lado, las acciones u omisiones de quienes están implicados en la podredumbre de la que venimos hablando, atentan contra los valores morales más comunes, imprescindibles para que exista una sana convivencia social, tales como la honestidad, la honradez, la confianza, el respeto, etc.
Si en las convocatorias diversas, a las que recurren las administraciones públicas, quienes contratan bienes y servicios obligan a los proveedores a pagar determinadas cantidades de dinero, para, de ese modo recibir trato de favor, entonces se destruyen las relaciones de confianza que deberían existir entre los administradores y los administrados. Como consecuencia de ello, los empresarios que deseen conseguir contratos de obra pública u otros bienes y servicios con los gobernantes, se verán obligados a reservar un dinero para sobornar, de lo contrario, perderán la oportunidad de hacer negocios. El resultado lógico es que los ciudadanos desconfíen más cada día de la burocracia estatal, cuyos miembros piensan más en acrecentar su patrimonio y el de sus allegados que, en resolver las necesidades sociales.
Entre las causas de la corrupción están las “políticas sociales” del Estado socialdemócrata o Estado del bienestar que, se traducen en prestaciones sociales, subvenciones, contratos de servicios u obras, etc. en las que los políticos son los encargados de la selección de las “demandas sociales”.
Otro asunto que abre la puerta a la corrupción es la capacidad que poseen los políticos gobernantes de “privatizar” algunas actividades del sector público mediante concesiones administrativas, lo cual se suele realizar de forma bastante arbitraria y caprichosa, y por supuesto “descontrolada”. Luego, también están las supuestas “descentralizaciones” de actividades, transferidas a los ayuntamientos, o a las diputaciones, o cabildos insulares o gobiernos regionales, que, aparte de provocar duplicidades, triplicidades, cuadruplicidades, etc. se llevan a cabo sin ninguna clase de control o supervisión.
Pero, sin duda alguna, lo más preocupante en este panorama de putrefacción que vengo describiendo, es la corrupción moral que está acompañada de anomía, de inmoralidad, de ausencia de moral pública que denuncie o castigue de un modo u otro a los corruptos. Sin duda es preocupante que se haya generalizado la disculpa, la insensibilidad respecto de la corrupción y los corruptos y que, nadie o apenas nadie se haga responsable de que estemos en manos de golfos, bandidos, corruptos… Desgraciadamente, entre los ciudadanos predominan los cómplices (también fraudulentos) y los conformistas que, consideran que la corrupción es un daño, un mal soportable.
Existe un enorme número de ciudadanos que no son considerados corruptos (y tampoco tienen la percepción de ser ellos corruptos), al no tener posibilidad de obtener una ventaja en una determinada actividad criminal como hombres públicos, ya sea como funcionarios o como cargos electos, pero que sí cometen fraude habitualmente, o cuando tienen ocasión, como en el cobro ilegal de prestaciones por desempleo y subsidios, o “rentas básicas”, o becas, o por incurrir en impago a la Seguridad social, o en economía “sumergida”, trabajo y dinero negro, el “PER” (Plan de Empleo Rural), cobro indebido de la PAC (Ayudas Europeas de la Política Agraria Común) etc.
Pues sí, la moral pública debe comenzar por uno mismo; uno no puede exigir a otros un comportamiento correcto, virtuoso, si no se lo exige a sí mismo.
Por otro lado, están los conformistas que, como indicaba más arriba, consideran que la corrupción es un daño soportable; cumplen con las normas legales a la vez que prefieren “no complicarse la vida” y afirman que, “allá cada uno con su conciencia.
Estoy hablando de quienes hacen la vista gorda respecto de los comportamientos ajenos cuando son ilegales e inmorales, llegando en algunos casos a la pública alabanza del defraudador-corrupto, con una actitud de “sana envidia”, cuando no admiración, especialmente cuando se trata de defraudar a la Hacienda Pública, por ejemplo.
Generalmente, detrás de estas actitudes suele estar el miedo, pues son muchos los que, temen que les suponga algún perjuicio si toman una actitud crítica. Es por ello que procuran no implicarse y pasar desapercibidos. Aquello que decía mi abuelo de “no seas tonto y hazte el torpe”.
Evidentemente, en lo que respecta a los políticos las causas de la corrupción política residen en la falta de normas jurídicas y de instituciones de control y exigencia de responsabilidades. Es imprescindible legislar sobre la responsabilidad de funcionarios y cargos públicos, si se quiere hacer frente a la corrupción, frenar a los corruptos, disuadirlos y castigarlos. Cuando, como es el caso de España, no existen, o apenas, normas e instituciones de vigilancia del comportamiento correcto se acaba generalizando la arbitrariedad en la gestión de los dineros ajenos y bienes y servicios públicos, a la vez que se abre la puerta a la tentación para incurrir en corrupción, desde el convencimiento de que existe una general impunidad…
ALGUNAS ACCIONES NECESARIAS PARA FRENAR LA CORRUPCIÓN Y DISUADIR Y CASTIGAR A LOS CORRUPTOS:
El juicio de residencia era propio del derecho castellano, aunque, al parecer, su origen estaba en el derecho romano tardío, fue introducido por Alfonso X el Sabio en las Partidas. Era un procedimiento judicial mediante el cual funcionarios de cierto rango (Virreyes, Presidentes de Audiencia, alcaldes y alguaciles) eran juzgados por su actuación en sus funciones de gobierno, tratando de ese modo de minimizar y evitar posibles abusos y corruptelas en el uso de su poder. Dicho proceso se realizaba al finalizar su mandato, al acabar el ejercicio de su cargo y era ejecutado normalmente por la persona que le iba a sustituir. En el “Juicio de Residencia” se analizaba detenidamente con pruebas documentales y entrevistas a testigos el grado de cumplimiento de las órdenes reales y su labor al frente del gobierno. La investigación y la labor de recabar pruebas e información las realizaba un juez elegido por el rey en el mismo lugar encargado de reunir todos los documentos y de realizar las entrevistas.
La “residencia”, que es como acabó llamándose para abreviar, era todo un evento público que se pregonaba a los cuatro vientos para que toda la comunidad participase y tuviese conocimiento del mismo. Estaba compuesto por dos fases: una secreta y otra pública. En la fase secreta el juez interrogaba de forma confidencial a gran número de testigos para que declararan sobre la conducta y actuación de los funcionarios juzgados, y examinaba también los documentos de gobierno. Con toda esta información el magistrado redactaba los posibles cargos contra los residenciados. En la segunda fase, la pública, los vecinos interesados eran libres de presentar todo tipo de querellas y demandas contra los funcionarios y estos debían proceder a defenderse de todos los cargos que se hubiesen presentado en ambas fases del proceso.
Posteriormente, el juez redactaba la sentencia, dictaba las penas y las costas y toda la documentación del proceso era remitida al Consejo de Indias, o a la Audiencia correspondiente para su aprobación. Las penas a los que se castigaba a los enjuiciados eran multas económicas que llevaban aparejadas la inhabilitación temporal o perpetua en el ejercicio de cargo público.
Los juicios de residencia funcionaron hasta que fueron derogados por las Cortes de Cádiz de 1812. Es muy sorprendente que fueran los liberales los que eliminaron una herramienta tan potente para el control de las corruptelas y abusos políticos de los gobernantes.
Y, ya para terminar:
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