CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN.
La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado. Winston Churchill
Desde que el grupo «intereconomía», siguiendo las instrucciones del gobierno del PP, encabezado por Mariano Rajoy Brey, empezó a hacerle el caldo gordo a Pablo Iglesias Turrión, en la esperanza de que, amantando, cebando y haciendo crecer al monstruo de «podemos», iba a acabar haciendo entrar en crisis al PSOE y al resto de la «izquierda» por añadidura, durante años los medios de información y creadores de opinión y manipulación de masas no ha habido día que no le hayan prestado una enorme atención y no se hayan hecho eco de todas las ocurrencias de «semejante intelectual»…
-¡Huy, lo que ha dicho hoy Pablo Iglesias!- Durante un largo tiempo vicepresidente del gobierno de España, y posteriormente (tras ser derrotado por Isabel Díaz Ayuso) «factotum» en la sombra e inductor de todas las iniciativas que llevan a cabo los que los globalistas y estalinistas españoles, con el apoyo entusiasta, aplaudiendo a rabiar, de separatistas y etarras; un día -¡Huy lo que ha vuelto a decir…!- el estalinista Pablo Iglesias Turrión afirmó que,
… la democracia en España es imperfecta y aún le queda mucho para llegar a ser plena…
Nunca pensé desde que supe de la existencia de Pablo Iglesias, (cuando, hace ya más de una década, la televisión del grupo Intereconomía le dio cancha de forma entusiasta y luego la siguieron todos o casi todos los medios de información; que algún día llegaría a afirmar que estoy de acuerdo con él. Efectivamente, si nos atenemos a lo que comúnmente se denomina “democracia”, en España tenemos mucho camino todavía por recorrer hasta llegar a un estado “óptimo”. Claro que, de lo que estoy plenamente seguro es de que, lo que yo considero “óptimo democrático” apenas coincide con el jefe del estalinismo y el globalismo hispanos.
He ahí la cuestión:
¿Cuál es el modelo, o el referente para medir o valorar si un país se acerca o se aleja de lo que sería una democracia perfecta?
¿De veras España está entre los países que se toman como referentes en cuanto a democracias plenas en el mundo?
Según la edición de 2020 del Democracy Index de The Economist Intelligence Unit, uno de los índices más prestigiosos sobre calidad democrática del mundo, España ocupa el puesto 18º entre los 167 países analizados.
Quienes hablan de democracia consideran que para que a una nación se la pueda denominar como tal, ha de cumplir como mínimo los siguientes requisitos:
1 Ser un Estado de Derecho.
2 Gozar los poderes políticos de legitimidad.
3 Ser elegidos los gobernantes mediante sufragio.
4 Poseer un gobierno “autónomo”, no sometido a ninguna organización o potencia extranjera.
5 Existir libertad de expresión.
6 Existir libertad de culto y de asociación.
7 Existir separación de poderes.
8 Poseer una administración de justicia transparente
9 El ejercicio político es no discriminatorio
10 Se respetan los derechos humanos, y particularmente el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad…
¿De verdad España cumple con todos los requisitos? ¿En qué grado se da todo ello?
Somos muchos los españoles, yo entre ellos, que consideran que en todo ello España es muy deficiente y necesita mejorar…
Íntimamente relacionado con todo lo anterior, tampoco está de más señalar que, España ocupaba el puesto número 19 del ranking elaborado por la organización independiente World Justice Project que, mide el grado de cumplimiento del Estado de Derecho en los diferentes países y territorios del mundo, en el año 2020…
Cada año se publica el Rule of Law Index, una lista que evalúa a los distintos países del mundo dependiendo de la calidad de su sistema judicial y sus instituciones. El objetivo del proyecto es medir en qué lugares del mundo se puede hablar de que existe un Estado de Derecho en el que rige el imperio de la ley y en qué casos estamos ante instituciones débiles, arbitrarias e ineficientes.
El informe mide varios factores. ¿Hay límites efectivos al poder del Ejecutivo? ¿Qué grado de corrupción se observa en las instituciones? ¿Se gestiona con transparencia y desde un criterio de gobierno abierto? ¿Hay respeto por los derechos fundamentales? ¿Estamos ante un país seguro? ¿Se cumplen las leyes aprobadas por el Parlamento? ¿Funciona la Justicia civil? ¿Y la Justicia penal? ¿Qué hay de la mediación y otras fórmulas de resolución informal de disputas contractuales?
El índice coloca en los diez primeros puestos a Dinamarca, Noruega, Finlandia, Suecia, Holanda, Alemania, Austria, Nueva Zelanda, Singapur y Reino Unido.
España, ocupaba el puesto 19, y por delante tenemos a países como Bélgica, Estonia, Japón, Hong Kong, República Checa, Estados Unidos, Corea del Sur y Uruguay. Entre los países que reciben peores notas, en los que el estado de derecho goza de peor salud están Afganistán, Camboya y Venezuela, que ocupan los tres últimos lugares de la lista.
Si restringimos el ranking a los países integrados en la Unión Europea y sus áreas comerciales «hermanas», vemos que España queda relegada al segmento medio-bajo de la tabla.
Lo mismo ocurre si nos fijamos en la clasificación según el nivel de riqueza de los países. España entra en el grupo de países ricos y, una vez más, queda relegada a un lugar de poco brillo.
En lo que peor malparados salimos es en lo concerniente a la corrupción (puesto 28), la justicia civil (puesto 29) y la justicia penal (puesto 30), aunque la peor nota es la que obtenemos en orden y seguridad, donde ocupamos el número 36 del índice mundial.
Sin duda alguna, si nos atenemos a todo lo dicho, los españoles no debemos sentirnos orgullosos, ni sacar pecho o tirar cohetes… evidentemente, todavía nos queda mucho camino que recorrer para igualarnos a los países más avanzados de Europa y del Mundo en cuanto a calidad democrática y estado de derecho.
La mejor definición de la democracia a la española es «el dominio de los corruptos, los mediocres y los idiotas sobre la gente inteligente y decente». Es por ello que, esta falsa democracia española solo puede producir lo que produce: fracaso, retroceso, injusticia, desigualdad, pobreza y mucho dolor y tristeza.
Basta con echarle un vistazo a quienes son nuestros representantes, observar el comportamiento de quienes están al frente de esos aparatos de corrupción –agencias de colocación de amiguetes- que son los partidos políticos, para llegar a la conclusión de que, su objetivo es que los mediocres estén en la cima y por tanto, la mediocridad ocupe la vida pública.
El punto débil de la democracia a la española es su incapacidad para distinguir entre un estúpido y un ser inteligente, o entre un canalla y un ciudadano virtuoso. El voto de todos vale lo mismo en este sistema, donde la capacidad y el mérito no son valorados ni tenidos en cuenta.
No es de extrañar, pues, que como resultado tengamos todo aquello que nadie desea: la mayor tasa de paro de la OCDE, la mayor quiebra del sistema financiero, el mayor nivel de corrupción, los estudiantes con peor formación académica, según los diversos informes PISA (aunque los líderes de los partidos nos repitan hasta aburrir que, nuestra juventud es la mejor preparada de la Historia), etc.
Y, a pesar de todo, los españoles siguen votando, erre que erre a los más golfos y los más mediocres del solar patrio.
Nos cuentan, un día sí y el otro también que, la democracia es el gobierno de la mayoría, y que, el que gana unas elecciones poco más o menos que tiene derecho a hacer su santísima voluntad. La persona más estúpida del mundo, según ese dogma, se verá protegida frente a cualquier clase de cuestionamiento mediante esa legitimidad que le otorga esa mayoría.
Afortunadamente, en España, en multitud de ámbitos no se funciona de forma democrática. Por ejemplo: las empresas no son democráticas. Sus consejos de Administración no se someten al refrendo de los accionistas, ni menos de sus trabajadores. Al frente de cualquier empresa se procura que estén los más preparados, los mejores. En ninguna empresa se toman las decisiones por consenso, las toma el gerente, el equipo directivo. Si miramos qué se hace en cualquier práctica deportiva de competición, tampoco el consenso está presente, y menos la regla de la mayoría… el entrenador hace jugar a los mejores. Tanto en cualquier empresa, como en un equipo de fútbol, se aplica la meritocracia como norma, y por ello que suelen tener éxito los mejores. En cualquier ámbito de la vida donde se gana y se pierde –pues son habituales la competición y la competencia- para conseguir éxito no funciona la democracia, sino la meritocracia, la excelencia.
En la democracia española el voto de un científico y el de un analfabeto valen exactamente igual.
¿Qué régimen político que pretenda alcanzar la perfección aguanta este esquema?
La realidad cotidiana nos demuestra que lo que entienden por democracia los actuales políticos, está a años luz de las ideas de quienes en siglos pasados, proponían la participación ciudadana como forma de gobierno, de gestión de lo público.
Si en España se pretende consolidar la democracia -acompañada, por supuesto de una estricta separación de poderes- hay que acabar con el “pensamiento Alicia” que diría el profesor Gustavo Bueno, con el buenismo, con la idea de que la democracia debe ampararlo todo, llegando a admitir incluso a quienes están en contra de la participación ciudadana; y sobre todo, hay que erradicar la idea de que, los menos listos, los menos preparados, los menos formados e informados, poseen el mismo derecho que los más sabios, los mejor preparados; perversión a la cual nos ha llevado el igualitarismo que, sin duda es el peor enemigo de la libertad que, ha venido de la mano de los buenistas, y que deberíamos evitar que sea para quedarse…
Una democracia real (no la democracia a la española) no propicia estupideces, ni encumbra a los mediocres y malvados; una democracia fuerte y con idea de perdurar, no debe ser condescendiente con los delincuentes, al mismo tiempo que consiente que a sus víctimas se las siente en el banquillo por protestar; una democracia real no es débil con el fuerte y fuerte con el débil. Tener piedad, compasión con el delincuente es traicionar a quienes el delincuente ha causado daño; una democracia fuerte no admite que una de sus regiones intente separarse de la nación (como ocurrió hace tres años en Cataluña) y no tenga consecuencias para los responsables de la rebelión. Una democracia fuerte no admite que la corrupción la tengan que pagar sus ciudadanos, mientras que los corruptos campan por sus fueros…
Una verdadera democracia no admite que agrupaciones políticas que, una y otra vez han incumplido sus promesas electorales, se perpetúen en el poder porque sus electores no posean suficiente cociente intelectual, o formación e información que, les permita votar con criterio y con el conocimiento imprescindible. Lo cual solamente se pueden adquirir mediante una enseñanza sin adoctrinamiento y sin manipulación, en un sistema cuyo único objetivo no sea mantener a la población infantilizada, en situación minoría de edad.
Una democracia de estas características, sin duda no es una democracia, es una “estupidocracia”, una “ineptocracia”, una oclocracia donde triunfan los que más ruido son capaces de hacer…
¿No es preferible aplicar la capacidad y el mérito, para lograr el gobierno de los mejores?
Hace medio siglo en España, cuando lo frecuente eran las familias numerosas y no viceversa, era corriente oír, entre otras muchas expresiones que, “un niño viene con un pan debajo del brazo” para referirse a que la llegada de un nuevo ser a la familia supone una bendición y un motivo de enorme felicidad. Ahora, en los tiempos que corren al parecer, los niños ya no vienen con nada debajo de un brazo; vienen “con ciencia infusa”. La gente nace sabiendo, porque sí; y además, a pesar de no haber estudiado o no haberse interesado por aprender, uno sabe y ya está, “y punto pelota”… «De puro listos que somos…» y no se te ocurra discrepar, pues, solamente se le ocurre cuestionar tal dogma a la gente facha, rancia, anacrónica…
Pero para que triunfe la estupidez, para que triunfe el fracaso de la inteligencia, tanto individualmente como socialmente, para que España haya llegado a ser una meritocracia a la inversa, como ya afirmaba Joaquín Costa hace más de un siglo, en su “Oligarquía y caciquismo como la actual forma de gobierno en España, urgencia y modo de cambiarla”; para que hayan acabado triunfado “los peores” es imprescindible que esté presente el defecto, la ausencia, o inhibición de la presión por la excelencia.
El régimen oligárquico-caciquil que Joaquín Costa describía, refiriéndose a la España de hace más de un siglo, y que por desgracia en la actualidad sigue prácticamente intacto, posee una importante característica: un elitismo perverso que, impide “la circulación de las élites”, en el régimen caciquil los más capaces y los mejor preparados son apartados, “es la postergación sistemática, equivalente a eliminación de los elementos superiores de la sociedad, tan completa y absoluta, que la nación ni siquiera sabe que existen; es el gobierno y dirección de los mejores por los peores; violación torpe de la ley natural, que mantiene lejos de la cabeza, fuera de todo estado mayor, confundida y diluida en la masa del rebaño servil, “servum pecus”, la élite intelectual y moral del país, sin la cual los grupos humanos no progresan, sino que se estancan, cuando no retroceden.”
Sin duda alguna, Pablo Iglesias tiene razón, la democracia en España es manifiestamente mejorable.
En España se necesita con urgencia extrema una reconciliación urgente de la Democracia con la Ética, con la Sociedad, que instituya un sistema de premios y castigos que promueva la excelencia y elimine la mediocridad y la impunidad que actualmente sufrimos, y que no nos merecemos.
Como afirma Jason Brennan (“Contra la Democracia”, Deusto Ediciones, 2018), la democracia es un sistema que no ha de medirse por su valor intrínseco, sino por sus resultados: teniendo en cuenta si la democracia es eficaz y justa, pues de ello dependen nada menos que nuestra libertad y nuestro bienestar. Y en relación con ello, es obligatorio terminar afirmando que, cualquier grupo social que esté en sus cabales, cuyos miembros no estén embrutecidos o encanallados, procura evitar que la gente viva inmersa en continuos sobresaltos, busca la manera de que quienes la integran se sientan miembros de una sociedad estable, perdurable, próspera; y para que eso sea posible es imprescindible que existan “absolutos”, sí, asideros incuestionables.
Y cuando hablo de la necesidad de “absolutos/incuestionables”, es porque si no es “así” tendremos que aceptar que la mayoría puede hacer lo que le dé la gana, y por lo tanto cualquier cosa que hace/decide la mayoría es buena porque “son la mayoría”, siendo pues éste el único criterio de lo bueno o lo malo, de lo correcto y de lo incorrecto, Una democracia con “absolutos/incuestionables” exclusivamente debe permitir que la soberanía de la mayoría se aplique sólo, exclusivamente, a detalles menores, como la selección de determinadas personas. Nunca debe consentirse que la mayoría tenga capacidad de decidir sobre los principios básicos sobre los que ya existe un consenso generalizado y que a nada conduce estar constantemente poniéndolos a debate y refrendo… La mayoría no debe poseer capacidad de solicitar, y menos de conseguir, que se infrinjan los derechos individuales.
Para evitar males mayores, de los cuales se ha venido hablando en este texto, Brennan propone que se ponga en marcha algún procedimiento para que los ignorantes (tal como se hace con los niños y jóvenes) no puedan participar en la elección de los gobernantes y legisladores, no puedan decidir irresponsablemente, con sus votos y nos impongan disparates y crueldades. Jason Brennan incluso llega a afirmar que quienes voten, como quienes sean susceptibles de ser elegidos, deberían obligatoriamente pasar previamente un examen de actitud…
Elecciones a la española
En el territorio que antiguamente se llamaba Iberia, o península ibérica, y que los antiguos romanos bautizaron con el nombre de Hispania, y respecto del que tenían la convicción de que era el “finis terrae”, viven actualmente unas gentes que reniegan de su pasado, de sus ancestros y de las gestas de sus ancestros, de sus tradiciones, aborrecen y denostan sus símbolos, hasta su idioma… estoy hablando de los “estepaisanos”, los “estepaisanos” que hasta hace unas cuantas décadas se hacían llamar españoles, y llamaban a su nación con el nombre de “ESPAÑA” y que ahora nombran como “estepaís”. Los “estepaisanos” participan de la creencia de que todo el mundo tiene algo que decir, e incluso, en los colegios y demás centros de estudios, se repiten, como si de dogmas de fe se tratara, frases tales como “los profesores tienen mucho que aprender de sus alumnos”. Esa creencia tan pintoresca es resultado de un árduo, tenaz y perseverante adoctrinamiento “igualitarista”… Da igual la condición del individuo, si es muy inteligente o no, da igual su cociente intelectual, su formación académica, sus años de estudios, su experiencia profesional, o su experiencia vital, todos tienen algo que decir; toda la gente es digna de opinar aunque no tenga ni la más remota idea de qué va el asunto, el caso es “ejercer su derecho”, y como bien se sabe, en España, en este momento derecho es sinónimo de deseo, todo lo deseable es automáticamente convertible en derecho.
En “estepaís” que, es como nombran oficialmente a la nación que habitan los “estapaisanos”, el asunto ha llegado a tal extremo que todos esos tópicos se han transformado en inapelables, incuestionables… y, ay de aquel que se atreva a disentir, puede ser linchado metafóricamente hablando, y corre el riesgo de serlo no tan metafóricamente…
En España, perdón, en “estepaís” ha llegado a convertirse en un pecado social no comulgar con tales afirmaciones. Claro que, no es de extrañar que las cosas estén “así”, después de que la gente haya visto, y oído, año tras año a “opinadores”, “creadores de opinión”, tertulianos, hablar, hablar, hablar de trivialidades, vulgaridades, nimiedades, con absoluta solemnidad, como si realmente estuvieran diciendo algo notable, fuera de lo común y en el convencimiento de que son personas ocurrentes, ingeniosas, o algo parecido; y por descontado, cada vez que opinan lo hacen ex cátedra, o al menos esa es la impresión que causa en muchos de quienes los “escuchan” (ahora ya no se dice oír, eso ya es una antigualla) de manera que para el común de los mortales, muchos de ellos gozan de un gran prestigio, de un enorme predicamento – por supuesto inmerecido-, y todo ello se convierte en un círculo vicioso, pues la gente suele recurrir con frecuencia a aquello del “principio de autoridad” para argumentar y apoyar sus opiniones; y claro, si lo ha dicho alguien que sale en los “medios”, eso es veraz, y va a misa. (argumentum ad verecundiam, argumento de autoridad o magister dixit, “falacia lógica” consistente en defender algo como verdadero porque, quien es citado en el argumento, tiene reconocida autoridad en la materia.)
Ni que decir tiene que, todo lo que sale de sus bocas lo aderezan lo aliñan con zafiedades, palabras malsonantes, procacidad, y multitud de ingredientes más; y en muchas ocasiones con voces, gritos, desplantes, que la gente ha acabado integrando en sus esquemas de pensamiento y de acción como “algo normal”; si lo hacen los famosos ¿Por qué yo no? Debemos llegar a la conclusión de que algunos de los personajes asiduos a los medios de información, incluso tienen el convencimiento de que la modernidad es sinónimo de transgresión y extravagancia.
Y, como es lógico, se recolecta lo que se siembra.
Se les vende a los niños y niñas desde sus primeros años que los adultos apenas nada tienen que enseñarles, como si uno viniera al mundo con “ciencia infusa”, con un saber innato, no adquirido mediante el estudio. No es de extrañar, pues, que los alumnos no le reconozcan al profe ninguna autoridad, y tampoco piensen en la remota posibilidad de que les pueda enseñar “algo interesante y divertido” (otro de los muchos tópicos al uso) sino ni siquiera enseñarles.
Como resultado de lo que vengo exponiendo, entre los “estepaisanos” triunfa especialmente el argumento o falacia ad populum, pues, se recolecta lo que se siembra.
Argumento, o falacia, ad populum: aunque más de 11 millones de personas apoyen una estupidez, no por ello deja de ser una estupidez…
El argumentum o argumento o falacia ad populum es una falacia lógica que se suele utilizar para validar un argumento por el sólo hecho de que la mayoría de la gente cree que algo es de esa manera, que algo es correcto. Se incurre en esta falacia si se intenta ganar aceptación respecto de una afirmación, apelando a un grupo grande de gente. Por ejemplo: “Esta película tiene que ser buena porque la ha visto mucha gente”.
Este tipo de argumentos (o mejor dicho argumento falaz, mendaz) es utilizado muy frecuentemente así que ¡hay que estar especialmente atentos! Los argumentos ad populum se suelen usar en discursos más o menos populistas, y también en las discusiones cotidianas. Son un recurso muy utilizado en política y en los medios de comunicación.
Suele adquirir mayor firmeza cuando va acompañada de un sondeo o encuesta que respalda la afirmación falaz. A pesar de todo, es bastante sutil y para oídos poco acostumbrados al razonamiento falaz puede pasar inadvertido.
La imaginación anglosajona la bautizó como Bandwagon fallacy, esto es, falacia del carro de la banda, refiriéndose al de los músicos en los festejos electorales, al que se encaraman los entusiastas del ganador. Es la misma idea que nosotros, hijos de Roma, reflejamos con la expresión: subirse al carro del vencedor. La falacia ad populum también se conoce como la apelación a la multitud, la falacia democrática y la apelación a la popularidad.
El número de personas que creen en una afirmación es irrelevante para su credibilidad. Cincuenta millones de personas, quinientos millones, cinco mil millones de personas pueden estar equivocadas. De hecho, millones de personas se han equivocado en muchas cosas a lo largo de la historia de la humanidad, como cuando la gente afirmaba que la Tierra era plana e inmóvil…
La falacia ad populum es seductora porque apela a nuestro deseo de pertenecer y adaptarnos, y a nuestro deseo de seguridad y protección. Es un recurso común en la publicidad y la política. Un manipulador inteligente de las masas que trata de seducir a aquellos que alegremente asumen que la mayoría siempre tiene razón. También seducidos por este recurso estaría nuestra inseguridad, que puede hacernos sentir culpables si nos oponemos a la mayoría o a sentirnos fuertes al unir nuestras fuerzas con un gran número de pensadores acríticos.
No es casualidad que la falacia ad populum sea especialmente utilizada en periodos electorales, y es el recurso más socorrido para tratar de darle veracidad, certeza a cuestiones tales como el denominado calentamiento global: El 95% de los científicos asegura que el calentamiento global es provocado por el hombre, entonces debe ser cierto… En casos así, también se está haciendo uso del argumentum ad verecundiam o argumento de autoridad (apelando a la autoridad de los científicos para hablar del tema… muchos de los cuales no tienen ni siquiera conocimientos básicos sobre climatología), de igual modo actúan quienes le dan credibilidad a cualquier “manifiesto” al que se adhieren multitud de “artistas e intelectuales, miembros del mundo de la cultura”…
Recurrir al número de los que opinan algo es una vía legítima cuando se trata de medir el alcance de una opinión. Solamente podemos conocer lo que piensa la mayoría preguntándoselo. Ahora bien, si nos dicen que el 64% de los jóvenes adora la música bacalao, no lo entenderemos como un argumento a favor de la bondad de tales sones, sino como un dato que expresa un gusto juvenil. El volumen de aplausos no mide el valor de una idea. La doctrina imperante puede ser una solemne estupidez.
Los resultados en democracia no se pueden catalogar como «verdaderos» o «falsos» de acuerdo al número de votantes: tan solo se puede afirmar que el resultado es el que el mayor número de personas quiere en ese momento en el que se ha realizado la consulta, y eso en las democracias, supuestamente representativas, se considera suficiente. Pero, no porque la mayoría piense eso, se ha de aceptar que es lo correcto. La legitimidad del resultado de unas elecciones, se basa en la falacia de que el pueblo tiene autoridad, tanta gente no puede estar equivocada. Se suele oír con frases del tipo todo el mundo sabe que…, o…que es lo que la sociedad desea’, así como la mayoría de los españoles sabe que…. Aunque desde hace décadas, en “estepaís” se realice periódicamente, someter a refrendo, convocar elecciones y considerar como la opción más conveniente la que consiga un mayor número de apoyos, se viene demostrando, elección tras elección, que no es el mejor método para saber si una determinada opción política es la más correcta…
Esto es así porque la votación suele llevarse a cabo a través de prejuicios y no a través de argumentos. Cuando se realizan unas elecciones, estamos midiendo la popularidad de los políticos; sería un error llegar a la conclusión de que los ciudadanos han elegido bien o mal, o si han estado más o menos acertados; pues cuando eligen no lo hacen de manera lógica y bien informados… Las elecciones se limitan a constatar cuáles son las preferencias de la mayoría, solamente, se pide a los electores que “den su opinión”.
Si existe alguien capaz de sostener hoy una cosa y mañana la contraria, sin más fundamento que el calor de los acontecimientos, las sugestiones de una película, o la moda, ese alguien, al que Hobbes llamó Leviathan, es la opinión pública.
No existe opinión alguna, por absurda que sea, que los hombres no acepten como propia, si llegada la hora de convencerles se arguye que tal opinión es aceptada universalmente. Son como ovejas que siguen al carnero a donde quiera que vaya.
Apelar a la opinión de la mayoría, por muy mayoritaria que sea, para justificar que algo es cierto, lo correcto, lo más conveniente, es una falacia de opinión, un mal argumento basado en una pésima autoridad. “Todo el mundo” no es una fuente concreta, no es imparcial y, generalmente, no «todo el mundo» suele estar bien informado.
Por desgracia, en la democracia de “estepaís” no se llevan a cabo elecciones para saber qué es lo mejor, lo más correcto, lo que conviene a todos, sino de encontrar una solución que agrade a la mayoría.
En los juicios, en los procesos judiciales con jurado, para evitar en lo posible un efecto arrastre, existe la presunción de inocencia y, además, la idea de que la simple posibilidad, las suposiciones o las pruebas circunstanciales no deben ser tenidas en cuenta por el jurado. Es por ello que somos muchos los que consideramos que en los regímenes democráticos deben existir “absolutos incuestionables”, para evitar que la gente viva inmersa en continuos sobresaltos, para procurar que los ciudadanos se sientan miembros de una sociedad estable, perdurable, próspera; y para que eso sea posible es imprescindible que existan asideros incuestionables.
Y cuando hablo de la necesidad de “absolutos incuestionables”, es porque si no es “así” tendremos que aceptar que la mayoría (la muchedumbre, los que más ruido sean capaces de hacer) puede hacer lo que le dé la gana, y por lo tanto cualquier cosa que hace/decide la mayoría es buena porque “son la mayoría”, siendo pues éste el único criterio de lo bueno o lo malo, de lo correcto y de lo incorrecto, Una democracia con “absolutos incuestionables” únicamente debe permitir que la soberanía de la mayoría se aplique sólo, exclusivamente, a detalles menores, como la selección de determinadas personas. Nunca debe consentirse que la mayoría tenga capacidad de decidir sobre los principios básicos sobre los que ya existe un consenso generalizado, y una eficacia probada, y que a nada conduce estar constantemente poniéndolos a debate y refrendo… No podemos permitir que la mayoría posea capacidad de solicitar, y menos de conseguir, que se infrinjan los derechos individuales.
En el régimen político de los antiguos griegos se pretendía conseguir el gobierno de los mejores y de los más sabios (ese era el significado de lo que ellos denominaban “aristócratas”), para ello, para evitar que acabaran alzándose con el poder los demagogos, los ciudadanos griegos daban una especial importancia a la formación y a la formación, y lógicamente, hacían todo lo posible para que ningún ciudadano fuera analfabeto… Evidentemente, esto que describo, solo es posible en pequeñas o medianas comunidades; no en naciones con millones de habitantes, y más en democracias como la de “estepaís” en la que todos los mayores de 18 años pueden ejercer su derecho al voto, da igual su formación, su grado de inteligencia, etc.
Es por ello que es imprescindible e inaplazable limitar cuanto antes el poder de los políticos y así reducir la importancia de la ignorancia de los votantes.
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