CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN
La primera pregunta que habría que formular es ¿Por qué se afilia la gente a los partidos?
En España alrededor de dos millones de personas son miembros de algún partido político. Aunque este nivel de afiliación pueda parecer bajo, el porcentaje de españoles que decide afiliarse a un partido más o menos se mantiene estable, a diferencia de lo que viene sucediendo en otros países de nuestro entorno en donde las tasas de afiliación no han dejado de bajar en los últimos años. Lo que sorprende verdaderamente es que, estando los partidos tan desprestigiados como lo están, llegando al extremo de que mucha gente considera la política como sinónima de corrupción, todavía haya personas que decidan afiliarse a un partido o que se sigan manteniendo como afiliados o cotizantes.
El desprestigio de la política convencional y muy especialmente de los partidos políticos, así como los crecientes vínculos entre partidos políticos y corrupción genera desprestigio cuando no claramente desprecio hacia sus miembros. Se tiende a asociar las partes con el todo y se resume con el ya consabido “todos son iguales”.
¿Son iguales todos los miembros de los partidos?
Evidentemente no. Hay quien se limita a pagar una cuota y asumir de una cuota y a asumir el ideario del partido, y los que están movidos por la posibilidad de adquirir privilegios, alguna ventaja, algún beneficio… por supuesto las obligaciones y deberes dependen del tipo de partido y al grado de participación/implicación en la organización.
No todos los que se integran en un partido tienen los mismos objetivos, no todos están dispuestos a asumir el mismo grado de dedicación e implicación.
Es por ello que no todos los miembros son iguales.
Están los que podemos llamar “adherentes”, aquellos que simplemente están al corriente de pago de las cuotas, cuando lo están, y que a lo sumo acuden a algunos actos; y están por otro lado aquellos miembros que se implican activamente en la vida de la organización. Estos últimos son los activistas, los verdaderos militantes, los que participan en la vida del partido y hacen que este funcione, los que acuden a las reuniones y los que acaban tomando decisiones, lógicamente dependiendo del grado de participación que la organización les permita. Y por supuesto, de entre ellos se selecciona a quienes ocuparan cargos orgánicos, cargos de confianza de los dirigentes, e incluso muchos acaban siendo nombrados candidatos para los diversos comicios.
Los miembros que son simples cotizantes suelen estar movidos generalmente por “incentivos de tipo colectivo”, fundamentalmente la identificación y el sentimiento de pertenencia a la defensa de la “causa”, entiéndase una determinada doctrina. Por el contrario, los activistas suelen moverse, además, por incentivos individuales, tales como el prestigio, la posibilidad de ocupar cargos, la posibilidad de acceder a puestos de trabajo sea como funcionarios del partido, sea como “asesores” o cargos de confianza de algún político, o beneficios por el estilo.
Los intereses de ambos tipos de miembros, simples cotizantes y activistas no necesariamente tienen por qué ser coincidentes. De ello se deduce que un partido no siempre es un “todo homogéneo” y esto puede derivar en conflictos e incluso en hostilidad manifiesta.
Suelen ser los miembros de los partidos sin cargo los que más demandan democracia interna y son además los más puristas desde el punto de vista ideológico frente al pragmatismo de los miembros más activos e implicados. Estas actitudes acaban poniendo en dificultades a las direcciones de los partidos y, por ese motivo los afiliados que son simples cotizantes son vistos como una carga molesta que hay que soportar, un mal menor del que no se puede prescindir por completo, aunque sí se puede procurar mantenerlos alejados de las tomas de decisiones y procurar que hagan el menor ruido posible. Los dirigentes de los partidos políticos saben que los afiliados que son simples cotizantes son necesarios para que la organización no desaparezca. Es más, llega un momento que apenas se les necesita para las campañas electorales, salvo para hace bulto y aplaudir a los líderes en los mítines, arroparlos cuando hay medios de información presentes, o cosas parecidas. No se olvide que la mayoría de los partidos apenas se financian de las cuotas de sus afiliados y son sostenidos con fondos públicos y subvenciones diversas.
Cuando uno se da cuenta de cuál es el panorama, acaba llegando a la conclusión de que afiliarse a un partido político no merece la pena, salvo que se tengan aspiraciones muy concretas, no precisamente altruistas o de luchar por una “causa”.
De todos modos, pese a que de vez en cuando se hable del fin de las ideologías, parece que sigue habiendo personas que siguen afiliándose a los partidos políticos por incentivos de naturaleza ideológica, y al fin y al cabo, de manera inevitable esas personas acabarán resultando imprescindibles a los partidos para su propia supervivencia.
En la dirección de lo que venimos hablando, merece destacarse entre quienes han estudiado la acción humana y especialmente lo que mueve a los individuos a agruparse, a crear asociaciones, sindicatos, partidos políticos, etc. al sociólogo y economista norteamericano, ya fallecido, de nombre Mancur Olson.
Las tesis defendidas por Olson son hoy sobradamente conocidas por politólogos, sociólogos y economistas, y por ello me limitaré a enunciarlas. Si se aceptan los supuestos de la teoría de la elección racional en su versión estándar, y concretamente la tesis de que los individuos tienden a actuar buscando el máximo rendimiento a sus capacidades, la máxima utilidad mediante el cálculo de costes y beneficios de la acción, entonces quien desee explicar las acciones colectivas se enfrentará con la siguiente cuestión: ¿en qué condiciones podría ser racional para un individuo participar en tales acciones?
Pues bien, la tesis de Olson es que existen dos factores que inhiben claramente la participación de individuos racionales y egoístas en acciones colectivas:
1) El tamaño del grupo y, por tanto, la importancia relativa de la aportación individual a la acción: en grupos grandes, el impulso a actuar colectivamente será menor porque la aportación individual probablemente variará muy poco el resultado final.
2) La certeza de que, si la acción tiene éxito, uno se verá favorecido por el resultado aunque no haya participado en esa acción, esto es, la certeza de que la acción se realiza para conseguir un bien público. De esta forma, cuando se trata de participar en acciones colectivas tenemos siempre planteado a nivel individual un problema de teoría de juegos, el llamado dilema del “gorrón”, que formalmente tiene la misma estructura que el dilema del prisionero: las opciones son cooperar o no con los demás jugadores, y si nos guiamos por la racionalidad estratégica y por preferencias egoístas, lo previsible es que no participemos y el bien público acabe por no conseguirse, con lo que todos quedamos a la postre peor que si hubiésemos cooperado. En cambio, la predisposición a la acción aumentará en grupos reducidos (donde la participación individual puede de hecho decantar el resultado) y en contextos en los que uno sólo se beneficiará en la medida en que participe.
La conclusión de Olson es que el dilema del gorrón sólo puede evitarse operando mediante incentivos selectivos, esto es, que permitan tratar separadamente a quienes colaboran y a quienes no lo hacen.
Dichos incentivos pueden ser de dos tipos: o bien negativos, que actúan mediante coacción, esto es, elevando el coste de no participar. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando el Estado nos obliga a formar parte de una mesa electoral, a pagar impuestos y cotizaciones sociales, a contratar un seguro de automóvil o a sindicarnos, como ocurre en algunos países donde la sindicación es obligatoria o casi; o bien positivos, que elevan el beneficio de participar. Por ejemplo, en la forma de determinadas ventajas que ofrecen los sindicatos a sus afiliados, de desgravaciones fiscales, o de otros bienes privados; esta última opción resulta bastante inevitable en grupos numerosos y donde no hay posibilidad de coacción.
La teoría de la acción colectiva de Olson solucionó algunos problemas clásicos de las teorías de la elección racional y sugirió interesantes vías de investigación. Incluso resulta especialmente importante para el marxismo: casi todos los intentos de las teorías marxistas y “críticas” del siglo XX para explicar por qué los “oprimidos” no se rebelaban contra los “opresores” se habían basado en postular oscuros mecanismos estructurales y conspirativos de manipulación ideológica, “determinación estructural” o “interiorización” de la dominación. Tuvo que ser un teórico no marxista como Olson quien ofreciese una explicación mucho más sencilla y empíricamente operativa: se trataba, simplemente, de un problema de acción colectiva, de la dificultad de superar el “dilema del gorrón”, con todos los problemas organizativos y estratégicos que ello comporta.
Una vez vistas las “razones” que invitan a la gente a afiliarse, a organizarse y las que las disuaden, pasemos al comportamiento de las “élites”, a la “ley de hierro de la oligarquía”:
Robert Michels, sociólogo y politólogo alemán, especializado en el comportamiento político de las élites intelectuales, es especialmente conocido por su libro “Los partidos políticos” en el que describe su «ley de hierro de la oligarquía». Robert Michels afirma, tras estudiar el funcionamiento de los partidos, sindicatos, y hasta del nacional-socialismo y el fascismo italiano, que «tanto en autocracia como en democracia siempre gobernará una minoría», en resumen, que toda organización acaba volviendo oligárquica.
Michels también concluye que los líderes, aunque en principio se guíen por la voluntad de la masa y se digan revolucionarios, más pronto que tarde acaban “emancipándose” de sus seguidores y se vuelven conservadores. Siempre el líder buscará la manera de incrementar o mantener su poder, a cualquier precio, incluso olvidando sus viejos ideales.
Por eso, las organizaciones políticas pronto dejan de ser un medio para alcanzar determinados objetivos socioeconómicos, y se transforman en un fin en sí mismas.
He aquí algunas reflexiones de Robert Michels que cualquiera que esté suficientemente al tanto de la actualidad política o tenga algo de experiencia de organización, de lucha, de militancia política, sindical, vecinal, o en lo que ahora llaman “oenegés”, reconocerá al instante como prácticas corrientes en cualquier agrupación humana, sean cuales sean sus principios, sus fines, sus medios de actuación:
– “En un principio los líderes surgen espontáneamente, sus funciones son accesorias y gratuitas. Muy pronto, sin embargo, se convierten en líderes profesionales, y en esta segunda etapa del desarrollo son estables e inamovibles”… “es innegable que la tendencia oligárquica y burocrática de cualquier organización es una necesidad técnica y práctica… como regla general, cabe enunciar que el aumento de poder de los líderes es directamente proporcional a la magnitud de la organización”…
– “Los líderes que, al principio no eran más que órganos ejecutivos de la voluntad colectiva, se emancipan al poco tiempo de la masa y se hacen independientes de su control”.
La clave, el motivo de todo ello está en el conocimiento que los líderes profesionales y burócratas van adquiriendo a medida que desempeñan su trabajo, unas habilidades que escapan de la comprensión y competencia de la masa de los afiliados y votantes de los partidos. Así, este conocimiento, considerable de “experto” que el líder adquiere en cuestiones inaccesibles, o casi inaccesibles para las masas, le da seguridad en su posición. Sin embargo, este proceso tiene consecuencias porque “la democracia acaba por transformarse en una oligarquía, debido a la imposibilidad de las masas de adquirir las competencias necesarias y su dependencia de un liderazgo”.
Ciertamente, con la profesionalización se consigue mayor eficacia en la gestión de los partidos, pero al precio de sacrificar e impedir de facto la participación y el control por parte de la mayoría ya que, en palabras del autor, “el advenimiento del liderazgo profesional señala el principio del fin para la democracia”… porque “es obvio que el control democrático sufre de este modo una disminución progresiva, y se ve reducido finalmente a un mínimo infinitesimal”, y lógicamente la mayoría de los miembros, los militantes “de base” acaban siendo excluidos de los procesos de toma de decisiones de la organización
Los partidos políticos necesitan la democracia para poder existir, necesitan elecciones, parlamentos, leyes, etc., pero al mismo tiempo destruyen la democracia interna en el camino para conseguirlo, aunque no destruyan del todo la democracia liberal propiamente dicha.
“¿Qué es en realidad un partido político moderno?”
Robert Michels responde los partidos son máquinas electorales creadas con el fin de ganar elecciones, y para ganarlas, sacrifican, renuncian a su democracia interna. Indica, también Robert Michels que no es una exageración afirmar que, entre los ciudadanos que gozan de derechos políticos, el número de los que tienen un interés vital por las cuestiones públicas es insignificante,
Siguiendo esta dirección se llega inevitablemente a la conclusión de que la democracia está controlada por un grupo de personas que funcionan de manera no democrática.
La pregunta obligada es ¿Es “democrático” un sistema en el que sus principales instituciones no lo son?
Como explicaba Michels, “podemos resumir el argumento diciendo que en la vida partidaria moderna la oligarquía se complace en presentarse con apariencia democrática, en tanto que la sustancia de la democracia se impregna de elementos oligárquico-caciquiles. Tenemos una oligarquía con apariencia democrática, y por otra parte, una democracia que en realidad es un régimen oligárquico y caciquil.
Al estar dominados por elementos oligárquicos, los partidos presentan a las elecciones unos candidatos que son las élites de estos partidos.
El parlamentarismo ayuda a la oligarquización (especialización de faenas, comisiones, etc.), hace que el líder sea imprescindible, es rutinario (el líder puede hacer uso de sus capacidades técnicas adquiridas). El parlamentarismo da cada vez más oportunidades al líder, a los líderes para alejarse de sus electores y por supuesto de sus afiliados/militantes.
Los líderes de las oligarquías diversas se ayudan mutuamente para evitar la competencia de nuevos líderes que pudieran surgir de la sociedad. Los diversos partidos acaban formando una especie de “trust oligárquico”, tal como ocurre con un “trust” en la actividad empresarial, en que varias empresas que producen los mismos productos se unen formando en realidad una sola empresa, que tiende a controlar un sector económico y ejercer en lo posible un poder monopolístico; sea mediante un control en el ámbito horizontal, cuando las empresas producen los mismos bienes o prestan los mismos servicios; o de ámbito vertical cuando las empresas del grupo efectuan actividades complementarias.
Lo único que puede hacer la masa es sustituir un líder por otro. Por eso los líderes mantienen algún vínculo con la masa, incluso alianzas contra nuevos líderes. Los viejos líderes apelan a la disciplina, cosa que reduce la libertad de expresión de la masa.
Los ciudadanos tienen la oportunidad de elegir entre diferentes oligarcas de los diferentes partidos para dirigir la democracia, lo que sería la “democracia con contenido aristocrático”, o lo que Gaetano Mosca llamó “clase política”. Los ciudadanos corrientes no tienen acceso al ejercicio real de su soberanía, y por lo tanto a participar realmente en la democracia, si no es formando parte de esta clase.
La siguiente cuestión entonces es si se trata de una clase cerrada, de acceso restringido. Michels explicaba que sus miembros pueden surgir de la ciudadanía ordinaria, lo que es más cierto en los partidos de amplia base popular, pero al alcanzar el puesto de liderazgo en los partidos, estas personas dejan de pertenecer a su grupo de origen y se elevan por encima de la ciudadanía. Michels lo explicaba así: “Todo poder sigue así un ciclo natural: procede del pueblo y termina levantándose por encima del pueblo”. Se produce así, según Michels, un proceso de “circulación de élites” que ya estudiaron los autores italianos Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto, según el cual en un sistema democrático las élites en el poder político se verán refrescadas por la llegada de nuevas personas surgidas de los estratos inferiores, pero que al acceder al poder pasan a convertirse a su vez en élites dejando necesariamente de pertenecer a la ciudadanía corriente.
Es decir, la democracia sin élites sería imposible porque, en un sistema de partidos, los que llegan a la situación de poder tomar decisiones lo hacen porque han ascendido dentro de la organización y por ello han alcanzado el estatus de élite separándose de la base. “Los defectos de la democracia residirán en su incapacidad para liberarse de su escoria oligárquica”, escribía Michels.
En casos de crisis política, la lejanía de la llamada “clase política” con respecto a la masa de la ciudadanía produce rechazo en ésta, lo que provoca el surgimiento de grupos que denuncian a la oligarquía de turno y a la democracia como imperfecta o incluso inexistente porque no se sienten representados. Esos grupos están integrados por un número relativamente pequeño de personas, que son las interesadas en política, y luchan de manera organizada por llegar al poder, adquiriendo a su vez rasgos oligárquicos, y cuando alcanzan el poder lo hacen generalmente mezclándose con la anterior oligarquía hasta confundirse con ella. Es lo que ha ocurrido a lo largo de la historia: los burgueses revolucionarios de finales del S. XVIII a mediados del S. XIX acabaron por formar parte de la élite política mezclados con la antigua nobleza; los socialistas revolucionarios de finales del S.XIX acabaron fundiéndose con la burguesía en el S. XX; y los partidos que han surgido de la actual crisis de legitimidad del sistema democrático, como organizaciones oligárquicas que son, acabarán mezclándose con la actual “clase política” que hoy tanto rechazan.
Es como un tornillo que no deja de girar. Después llegarán otros grupos que denunciarán a los anteriores y le llamarán traidores a los ideales que inspiraron su revolución, aspirando a su vez a ocupar el poder, proceso en el que volverán a mezclarse en la élite con el grupo anterior. Y así sucesivamente. Como decía Michels, “es probable que este juego cruel continúe indefinidamente”.
Robert Michels sugiere que las organizaciones que deseen evitar la oligarquización deben tomar una serie de medidas de precaución:
Deben asegurarse de que las bases se mantienen activas en la organización y que a los líderes no se les concederá el control absoluto de una administración centralizada. Mientras hay líneas abiertas de comunicación y toma de decisiones compartida entre los dirigentes y las bases, una oligarquía no puede desarrollarse fácilmente. La casi inevitable oligarquización puede ser limitada si se mantiene una libre comunicación entre los líderes y el resto de la organización, así como el compromiso de la toma de decisiones compartida. La solución completa a este problema, sin embargo, que Michels no acaba abordando, necesita de la participación de líderes que verdaderamente viven por el bien de los demás. Estos líderes, con la actitud de un verdadero padre para con todos los miembros, serían capaces de desarrollar estructuras sociales que apoyen la continuación de un buen liderazgo.
Y… ¿Eso cómo se hace?
Pues creando una organización que, esté dotada de mecanismos a través de los cuales se pueda ejercer “la desconfianza”, mecanismos de fiscalización eficaces, de manera que quienes ostentan el liderazgo sean disuadidos de llevar a cabo acciones de amiguismo, nepotismo y cuestiones similares, o tratar de perpetuarse sine die en el cargo.
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