Juan Rodríguez Garat. Almirante (Retirado)
Unos niños juegan en su habitación. Un misil israelí entra por la ventana y acaba con sus jóvenes vidas. Así aparecen en buena parte de la prensa nacional las noticias sobre la guerra de Gaza, consiguiendo casi siempre el objetivo que persiguen, que no es informativo sino político: la indignación de los lectores contra el Estado de Israel.
Si de verdad quisieran informar, contarían la historia completa. Unas horas antes, alguien, quizá su propio padre, guardó bajo la cama de los niños los cohetes que al día siguiente iba a disparar contra quién sabe qué blanco en Israel.
Vaya por delante que esta segunda versión de lo ocurrido, más objetiva que la anterior, no es suficiente para absolver a Israel de toda culpa. Aunque los cohetes sean un objetivo militar legítimo, el Ejército israelí está obligado a renunciar a alcanzarlo si el daño causado a los no combatientes supera las ventajas militares de la destrucción de las armas.¿Cómo valorar la proporcionalidad en un caso así? No envidio a quien tenga que tomar la decisión pero, en la cultura en la que los españoles hemos sido educados, tendría que haber muchas más armas de las que caben debajo de la cama de unos niños para autorizarse el ataque.
Y antes habría que haber descartado por imposibles otras alternativas menos peligrosas para los no combatientes. Sin embargo, España no está rodeada de enemigos y no es fácil ponerse en el lugar del pueblo israelí.
Tampoco la mera existencia de esas armas condena necesariamente a los palestinos. Legalmente, su territorio está ocupado por una potencia extranjera.
El Derecho Internacional Humanitario no prohíbe el enfrentamiento armado con el Ejército de Israel, aunque sí el asesinato de civiles y el secuestro de rehenes. ¿Iban los cohetes a ser usados contra las tropas israelíes o contra la población civil? ¿Habían sido utilizados los niños deliberadamente como escudos humanos –lo que también sería un crimen de guerra– o, simplemente, tenían la mala suerte de vivir allí?
También es imposible dar una respuesta cierta a estas preguntas. Para eso están los jueces, y sólo pueden hacerlo después de celebrar los juicios.
El mundo solo aparece en blanco y negro a los ojos de quienes toman partido. Para los demás, está compuesto de infinitos tonos de gris. La guerra de Gaza no es una excepción.
El caso imaginario de la habitación de los niños –aunque habrá muchos parecidos en la vida real– sirve para ilustrar las dificultades que la Corte Penal Internacional encuentra para demostrar los crímenes de guerra. En Palestina y en cualquier otro lugar de conflicto.
Los lectores de El Debate saben que el presidente ruso, último responsable de los bombardeos de las ciudades de Ucrania, solo está en busca y captura por la deportación ilegal de niños ucranianos a Rusia.
La situación recuerda a la de Al Capone, que solo pudo ser juzgado por evasión de impuestos. Pero para condenar a Putin por los 59 civiles muertos en el bombardeo a la estación de Kramatorsk –una entre muchas masacres cometidas en los dos años largos de guerra de agresión– sería necesario demostrar que fue él quien dio la orden o la autorizó, que no había objetivos militares en aquél lugar y que el ataque había sido deliberado o, cuando menos, imprudente. Y eso, en tiempo de guerra, es prácticamente imposible.
Si es difícil juzgar los crímenes de guerra, imagínense lo que puede ser el genocidio, un crimen tan grave que exige intencionalidad. Parece obvio que si Israel tuviera intención genocida lo sabríamos, porque tiene los medios para arrasar la Franja.
En siete meses de guerra ha muerto mucha gente, es verdad; pero muchos menos que en una sola noche en Hamburgo en la Segunda Guerra Mundial. Y no le faltan a Israel bombas con las que repetir la hazaña macabra.
No cabe olvidar que la Corte Internacional de Justicia denegó de forma casi unánime la petición de Sudáfrica de ordenar a Israel el cese de hostilidades y se limitó a exigir al gobierno de Netanyahu –nada más razonable, por otra parte, a la luz de las declaraciones de algunos de sus ministros, que nada tienen que envidiar a los nuestros en sus exabruptos– que tome medidas para prevenir el genocidio.
En el lado opuesto, sí parece obvia la intención genocida –solo intención, porque carecen de los medios para llevarla a cabo– de quienes gritan en las calles palestinas «muerte a Israel» o en las de Madrid «desde el río hasta el mar».
Pero ni siquiera de eso podemos estar seguros, porque la ira en Gaza y la ignorancia en Madrid podrían justificar esas consignas en personas que, si de verdad pudieran hacerlo, no darían un solo paso para consumar el genocidio. O eso quiero creer.
A pesar de las ambigüedades de toda guerra, exacerbadas en este caso por la asimetría entre los contendientes y las tácticas terroristas de Hamás, la parcialidad de la cobertura informativa en muchos medios españoles –particularmente los adscritos a la izquierda política y social– ha contribuido poderosamente a crear el estado de opinión que justificó que España se desmarcase de la UE y tomase partido en el conflicto por uno de los dos bandos.
Que lo hiciera por el pueblo que Naciones Unidas considera ocupado es, desde luego, razonable. Pero esa es solo la mitad de la verdad. Hacerlo por el bando que provocó la guerra con el asesinato y secuestro de centenares de civiles, niños incluidos, me parece un grave precedente.
¿Es posible separar ambas realidades? ¿Apoyar a Palestina condenando a Hamás? En España, puede. Pero es de ingenuos pensar que en Gaza apreciarán la diferencia. ¿Qué mejor prueba que el agradecimiento público de Hamás?
El reconocimiento de Palestina por algunos gobiernos europeos puede ser criticado por varias razones objetivas. Fortalece a Hamás, divide y debilita a la Unión Europea y priva a quienes desean la salida negociada del conflicto de una baza que ha sido entregada a una de las dos partes a cambio de nada.
En España, además, no es fruto del consenso entre los dos grandes partidos españoles, como debería ser nuestra política exterior. No parece, por último, que vaya a contribuir a acelerar el fin a la guerra –único objetivo que podría justificar la inoportunidad de la decisión– porque dará ánimos a Hamás y acorralará aún más a Israel.
Con todo, el reconocimiento de Palestina ya es un hecho y no tiene vuelta atrás. Se ha dicho que no es una medida contra nadie y que España desea mantener las mejores relaciones con Israel. Ojalá sea así. Bueno será entonces que empecemos a curar las heridas porque, desde un punto de vista pragmático, tenemos mucho que perder alejándonos de Tel Aviv.
Quizá sea mucho pedir, pero el primer paso para restablecer esas relaciones hoy tan dañadas podría ser recuperar las buenas maneras. Si de verdad existe esa intención de recomponer los puentes, ¿no sería posible exigir a nuestros ministros que dejen de condenar a los dirigentes de Tel Aviv por genocidio antes de que hayan sido juzgados o que se abstengan de sumarse a los que piden públicamente la destrucción del Estado de Israel?
FUENTE: https://www.eldebate.com/internacional/20240606/gaza-alla-blanco-negro_202460.html
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