CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
Uno de los crímenes más brutales cometidos durante la Segunda Guerra Mundial por la Unión Soviética fue la masacre de Katyn. Todo el estamento político, militar e intelectual de Polonia fue asesinado en un bosque próximo a la ciudad de Smolensk. Este crimen atroz generaría un tenso debate que dividiría a la opinión pública hasta el final de la Guerra Fría.
Uno a uno y a sangre fría, 22.000 personas, incluidos políticos, oficiales del ejército e incluso artistas e intelectuales, fueron ejecutadas con un tiro en la nuca entre los meses de marzo y mayo de 1940. Tras recibir el «tiro de gracia», los cuerpos fueron arrojados en fosas comunes en territorio de lo que entonces era la Unión Soviética. En contra de lo que quiso hacer creer el gobierno de Stalin, aquellas personas fueron víctimas de la policía secreta soviética, la temida y siniestra NKVD. La tristemente conocida como «matanza de Katyn» (un bosque próximo a la ciudad soviética de Smolensk donde fueron hallados los primeros cadáveres), supuso el exterminio, en menos de un año, de toda la élite polaca. Durante medio siglo, el crimen fue censurado por el régimen comunista, que siempre acusó a la Gestapo, la policía secreta del régimen nazi, de esa terrible carnicería.
Miembros de la élite polaca, incluyendo oficiales del ejército, políticos y artistas, fueron ejecutados y sus cuerpos enterrados en tumbas comunes.
El gobierno ruso negó durante décadas la responsabilidad por los acontecimientos y tan solo en 1990 aceptó oficialmente la autoría y condenó la masacre y al NKVD.
Para justificar la masacre, el entonces jefe de la policía secreta soviética, Lavrenti Beria, calificaba a los polacos, en una carta clasificada como «ultrasecreta», fechada el 5 de marzo de 1940, de: «Permanentes e incorregibles enemigos del poder soviético». En ella se ordenaba a la NKVD, precursora del KGB, «juzgar a los detenidos en tribunales especiales, sin contar con su comparecencia y sin acta de acusación, mediante la mera producción de certificados de culpabilidad y que se les aplique el castigo supremo: la pena de muerte por fusilamiento». Iosif Stalin firmó la orden con un lápiz de color azul junto a la palabra «za», que significa «a favor».
Para llevar a cabo las ejecuciones, los soviéticos emplearon pistolas alemanas Walther, armas que los germanos habían entregado en grandes cantidades a sus aliados soviéticos durante la invasión de Polonia en 1939. El Ejército Rojo consideraba más fiables y cómodas las pistolas alemanas que las Tokarev TT-30 soviéticas, además las Walther eran el arma reglamentaria de la Gestapo alemana por lo que en el caso de que la masacre fuera descubierta las pruebas balísticas delatarían al régimen nazi como el autor de aquel crimen. Así pues se trataba de una operación de bandera falsa: una masacre planificada por los soviéticos, pero llevada a cabo con armamento alemán.
El traslado hasta el lugar de ejecución de los condenados se realizaba en camiones con diez presos en cada vehículo. Los prisioneros de guerra del campo de Kozielsk fueron conducidos a Katyn; el resto de prisioneros retenidos en otros campos fueron trasladados a otras ubicaciones donde les esperaba el mismo destino. Uno a uno, fueron colocados frente a su propia tumba, a veces con la cabeza tapada, y maniatados. Durante el tiempo que duraron las ejecuciones, que en algunos casos fueron meses, los prisioneros recibían un tiro en la cabeza y los cuerpos caían directamente en la fosa excavada ante ellos.
Los prisioneros recibían un tiro en la cabeza y los cuerpos caían directamente en la fosa excavada ante ellos.
El 22 de junio de 1941, durante la invasión alemana de la Unión Soviética, Stalin asistió desconcertado al avance del ejército alemán, que cruzó la frontera soviética haciendo caso omiso del pacto de no agresión firmado entre Hitler y el propio Stalin. La guerra entre ambas potencias se convirtió, así, en el centro de todas las miradas dejando el trágico genocidio polaco en el olvido.
En el mes de abril de 1943, unos conductores polacos que acompañaban a una unidad alemana fueron los primeros en descubrir las inmensas fosas comunes. Se encontraban en un terreno cubierto de pinos situado a unos 400 kilómetros al oeste de Moscú. Según sus testimonios, el lugar servía a la NKVD como escenario de sus ejecuciones. Había sido acotado con alambradas y se hallaba vigilado por centinelas. Tras una búsqueda intensiva, el oficial del ejército nazi Rudolf Christoph Freiherr von Gersdorff dio por fin con las escalofriantes fosas comunes. Más tarde, cuando el gobierno nazi lo consideró oportuno, hizo público el descubrimiento. Algunos investigadores argumentan que los nazis estaban bien informados de la masacre y que tras invadir la Unión Soviética trazaron un plan para hallarlas y usarlas en contra de los rusos.
Con el permiso del ejército alemán, la Cruz Roja polaca examinó la zona e identificó a más de 4.000 oficiales polacos que habían sido capturados por los soviéticos durante 1939. El hallazgo de las fosas provocó un autentico terremoto político en el bando aliado. El Primer Ministro del Gobierno polaco en el exilio, el general Wladyslaw Sikorski, había viajado a Moscú el 3 de diciembre de 1941 y había preguntado a Stalin por el paradero de miles de oficiales polacos que habían sido hechos prisioneros en 1939 y de los que no se tenía noticia. Stalin le mintió diciendo que los prisioneros habían escapado y que se habían refugiado en Manchuria, a ¡más de 6.000 kilómetros de Polonia! Tras conocerse el hallazgo de las fosas de Katyn, la Unión Soviética cambió su versión y culpó a los alemanes de la masacre. Por su parte, Roosevelt y Churchill creyeron la versión soviética acerca del crimen.
El 4 de julio de 1943, Wladyslaw Sikorski y su hija morían en extrañas circunstancias al estrellarse el avión en el que viajaban tras despegar de Gibraltar.
A pesar de las presiones de británicos y norteamericanos para que los hechos no fueran investigados, Sikorski pidió que la Cruz Roja Internacional llevase a cabo una investigación a fondo de lo ocurrido. A raíz de esa petición, el presidente Sikorski y la Unión Soviética rompieron relaciones diplomáticas. El 4 de julio de 1943, Wladyslaw Sikorski y su hija morían en extrañas circunstancias al estrellarse el avión en el que viajaban tras despegar de Gibraltar.
Los alemanes ordenaron y llevaron adelante las autopsias de los restos de Katyn y permitieron actuar a la Cruz Roja polaca: también invitaron a oficiales aliados y a cientos de testigos para dejar en claro que los asesinatos habían sido obra de los soviéticos. Pero los soviéticos le echaron la culpa de la masacre a los alemanes. Empezó así un largo mal entendido que duró medio siglo y estuvo signado por la hipocresía, la mentira y el encubrimiento por parte de Gran Bretaña y Estados Unidos, que primero necesitaban a Stalin como aliado y, terminada la guerra, decidieron callar.
En Estados Unidos, el gobierno de Franklin D. Roosevelt también guardó silencio sobre el caso. Los documentos desclasificados y publicados por el Archivo Nacional de Estados Unidos revelaron en 2012 que Roosevelt había recibido varios mensajes codificados que sugerían que habían sido los soviéticos, no los alemanes, los autores de la masacre de Katyn. Y que la estrategia de guerra valoró más evitar el enojo del líder de la URSS.
Con el fin de la guerra, se clasificó cualquier documento que hiciera referencia a los crímenes cometidos en Katyn. La censura del régimen comunista impedía incluso que se pronunciara ese nombre en público, y quienes lo hacían en privado se arriesgaban a ser incluidos en las listas de la policía política polaca, la SB, y en algunos casos, incluso, acabar en la cárcel.
Con el fin de la guerra, se clasificó cualquier documento que hiciera referencia a los crímenes cometidos en Katyn.
Para el historiador polaco Ryszard Zelichowski: «Aquella matanza supuso una enorme pérdida para Polonia«; buena parte de la gente más formada murió, y ese episodio siempre ha marcado las relaciones de Polonia con Rusia. A pesar de que tras la caída del bloque comunista se hallaron aún más fosas comunes, todavía se desconoce dónde están enterrados los cuerpos de 7.000 de aquellas víctimas. Moscú ha acabado reconociendo que la matanza se produjo, pero jamás ha admitido que fuera ni un crimen de guerra ni mucho menos un genocidio, un delito que nunca prescribe. Jamás ha rehabilitado a las víctimas y se ha negado a reabrir los archivos. Muchos historiadores consideran que para Rusia es muy difícil abordar este tema porque supone enfrentarse a un oscuro pasado y a los millones de víctimas del estalinismo.
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