Historia de la Navidad
José Carlos Martín de la Hoz
Desde que tuvo lugar el hecho histórico de la Natividad del Señor en Belén, lógicamente, la Sagrada Familia no dejó nunca de celebrar ese día: la fiesta de cumpleaños del Redentor y del Salvador, del Hijo Unigénito del Padre.
Primeramente, lo celebrarían en el seno de la familia de Nazaret, en el calor del hogar donde estuvieran y, después, en el seno de la Iglesia naciente que se fue expandiendo a gran velocidad por la cuenca del Mediterráneo, primero en Tierra Santa y después, capilarmente a través de las rutas marítimas hasta los puertos de mar y, desde ahí, al interior del imperio romano.
El canto jubiloso de los ángeles no deja de resonar todas las noches de Navidad en el mundo entero: “Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz y se llenaron de un gran temor. El ángel les dijo: No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. De pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 8-14).
Siempre tuvo conciencia el pueblo cristiano del entrecruzamiento de lo de lo natural con lo sobrenatural, de lo temporal con lo eterno y de lo finito con lo infinito, al considerar ese hecho histórico tan determinante. De hecho, en la cronología de la civilización occidental se suele seguir marcando ese punto como determinante: antes de Cristo y después de Cristo.
El concilio de Calcedonia en el año 451 sellaría teológicamente esas cuatro palabras con las que los teólogos de entonces y de ahora siguen meditando sobre la unión de las dos naturalezas, divina y humana en la segunda Persona de la Santísima Trinidad: “inconfuse, indivise, inmutabiliter, insiparabiliter”.
Hemos de celebrar la Navidad, aunque vivamos rodeados de paganos, pues ellos como nosotros, necesitamos volver a las raíces cristocéntricas de nuestra cultura y de nuestra civilización y volver a la alegría de que hemos sido salvados por Jesucristo que se encarnó para redimirnos.
Celebrar la Natividad de Nuestro Señor en el fondo es repetir la visita de los pastores al portal de Belén para mirar el rostro de Dios: “Luego que los ángeles se apartaron de ellos hacia el cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos hasta Belén, y veamos este hecho que acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado. Y vinieron presurosos, y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas acerca de este niño. Y todos los que escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho” (Lc 2, 15-18).
Hemos de recordar, especialmente, las palabras con las que el evangelio de San Lucas terminaba la escena de la Natividad del Señor: “María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón” (Lc 2, 19). María gozaba viendo como todos grandes y pequeños, pobres y ricos, adoraban y amaban al Niño y ella meditaba en su sabiduría maternal que ese Niño cambiaría la historia de la humanidad para siempre. También nosotros necesitamos volver a repensar nuestras raíces cristianas y, los que lo hemos recibido, nuestro bautismo que nos hizo, como dice el catecismo: “hijos de Dios y herederos de su gloria”.
En efecto, san Juan Pablo II en la Exhortación apostólica “Tertio Milenio adveniente” (n. 2), explicaba que la historia del mundo se dividía realmente en dos. Antes de la venida de Jesucristo en cuerpo y alma a la tierra, la historia de los hombres era buscar a Dios a tientas. Después de la venida de Jesucristo en la encarnación y en la natividad, la historia de los hombres es la historia de la búsqueda que Jesucristo realiza de cada uno de nosotros.
De hecho, san Pablo resumía la historia de la salvación de cada uno de los hombres afirmando que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 3-4).
Efectivamente, en esos días en muchos lugares del mundo, en las tiendas, en los hogares, en plazas públicas, por todas partes podremos contemplar “el portal de belén” y detenernos a mirar la sonrisa del niño Dios y su reflejo en las sonrisas de todos los niños y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Esa esperanza de que Dios nos busca, nos sostiene, nos perdona misericordiosamente y siempre sigue llamándonos al amor de Dios y al amor a los demás, harán que esa esperanza renazca siempre en la humanidad.
Cuando tuvo lugar la terrible ruptura luterana en el siglo XVI y su atomización en sectas distribuidas por toda Europa, se fueron complementando dos tradiciones de la navidad: los árboles con los belenes, los Reyes Magos y Santa Claus o san Nicolás. Es decir, la alegría de la encarnación y la expansión de la caridad.
Es bonito que el ecumenismo se haga realidad cada año por Navidad, pues el mandato de Cristo en la última cena vuelve a reunirnos a todos en el mundo entero, en el único y verdadero pueblo de Dios, el que vive de la caridad a Dios y entre nosotros y a todas las almas de toda clase de lengua, raza o religión: “Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Lc 14, 15). Todos nos unimos a amar al mismo Jesucristo.
La tradición de acudir a la Misa con toda la familia para celebrar el día del Nacimiento del Hijo de Dios, se cumple tanto en la misa de medianoche o misa “del gallo”, como en la que se celebra al amanecer, como la de cualquier otra hora del día 25 de diciembre, solsticio de invierno, fijado en el calendario gregoriano y en el civil, ofreciendo una vez más un sacrificio de valor infinito en la Persona de Dios Hijo, por los pecados de todos los hombres de todos los tiempos.
Finalmente, la tradición de llevar regalos al niño Dios se repetirá un año más al entregarnos regalos unos a otros, tanto el día de navidad o sobre todo el de Reyes, recordando a esos sabios de Oriente que acudieron guiados por una estrella a adorar al recién nacido, y teniendo muy presente cómo la Navidad nos recuerda las palabras del Señor: “Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos” (Mt 18, 20).
Prof. Dr. D. José Carlos Martín de la Hoz
Academia de Historia Eclesiástica