Ideología: el idiota ilustrado

El mediocre ha encontrado su coartada moral: la ideología. Gracias a ella, puede sentirse superior sin necesidad de serlo, opinar sin saber, odiar con bula y señalar con el dedo sin mancharse las manos. Estamos hablando de la religión del siglo XXI: no exige santidad, solo fanatismo. Ya no hay que pensar, basta con repetir como haría un loro. Ya no hace falta hacer el bien, solo aparentar, parecer del bando bueno.

La ideología convierte al tonto en justiciero, al vago en activista, al resentido en salvador del mundo. Le da al inútil algo que decir y al cobarde algo por lo que indignarse desde el sofá. Ya no hay que mirarse al espejo: basta con gritar “¡facha!”, “¡machista!”, “¡neoliberal!”, “¡patriarcado!”, “¡colonialismo!” o cualquier palabra mágica de la retahíla de eslóganes progres. Y listo: ya eres de los buenos.

Critican el sistema con iPhone en mano, desde pisos de protección oficial, becados, subvencionados y profundamente convencidos de que el mundo les debe algo. ¿La causa? Da igual: animalismo, ecologismo, feminismo de consigna, antifascismo sobrevenido, a destiempo… Lo importante no es la causa, sino el disfraz. No defienden nada, solo se escudan. La ideología no es una idea: es un escudo contra el vacío existencial.

Y cuidado con llevarles la contraria: si no aplaudes su dogma, eres automáticamente su enemigo. Disentir es delito. Pensar por tu cuenta, crimen de odio. El pensamiento crítico se ha convertido en herejía. Te cancelan, te denuncian, te difaman. Porque la nueva inquisición no lleva sotana, lleva hashtags.

Pero la cosa no acaba ahí. No solo se creen mejores: se creen con derecho a rediseñarte. A reeducarte. A decirte cómo hablar, cómo sentir, cómo comer, cómo follar y hasta cómo criar a tus hijos. Son planificadores de almas. Ingenieros morales. Y encima, con una sonrisa de superioridad ética que solo oculta una cosa: odio. Porque detrás de cada ideologizado, fanatizado, hay un resentido con diploma, un déspota con pancarta y un censor con complejo de mesías.

¿Ejemplos? Miles. El que odia la religión, pero canoniza al Papa si dice algo que cuadra con su Twitter. El que derriba cruces, y pretende dinamitar la basílica del Valle de los Caídos… pero exige respeto a sus “símbolos diversos”. El que no ha leído ni a Marx, pero lo cita como si fuera su primo. El que se indigna por los muertos del pasado, pero no mueve un dedo por los perseguidos del presente. Sí, tú, que lloras por Lorca pero callas ante los cristianos masacrados en Nigeria. Hipócrita.

Y cuando no les basta con su ideología, se inventan una nueva. Da igual lo absurda que sea. Fluidez de especie, antiespecismo, gordofobia estructural, derechos de … Lo que sea con tal de no mirar dentro. Porque el problema nunca son ellos: es el patriarcado, el sistema, la masculinidad tóxica, el clima o el lenguaje. Ellos son perfectos. Los culpables siempre están fuera.

Y así, mientras el mundo se hunde en basura ideológica, ellos siguen firmes en su pedestal de barro, con su moral de plastilina y su ego de cristal. Incapaces de construir nada, expertos en dinamitarlo todo. Su mayor logro no es mejorar el mundo: es arruinar cualquier conversación.

¿La solución? Pensar. Dudar. Reírse. Desconfiar del que te dice que tiene la fórmula mágica del bien. Y sobre todo, no ceder. No arrodillarse ante esta secta. Porque la ideología, esa droga blanda del alma, solo engendra esclavos satisfechos.

Y si esto te ofende, perfecto: era justo lo que pretendía, está especialmente dedicado a ti.

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