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J.K. Rowling -autora de Harry Potter- somos todas

MARÍA J. BINETTI

En los últimos años, la escritora británica J. K. Rowling trascendió el éxito de los libros de Harry Potter para protagonizar una nueva saga de alcance mundial, que la tiene a ella misma como personaje principal. O quizás, deberíamos decir, como villana. La nueva saga se escribe en las redes y en las universidades y retrata a Rowling como una bruja maléfica que despliega sus conjuros contra los colectivos auto-denominados trans. Contra sus maleficios y conjunros, la in-queer-sición mediática viene pidiendo su cancelación bajo la acusación de TERF (feminista radical trans-excluyente, por sus siglas en inglés), transodiante, transfóbica, discriminadora, biologicista o esencialista, entre otros.

FUENTE: https://seul.ar/rowling-feminismo-trans/

De mí, que al lado de Rowling no soy nadie, se performa y reclama lo mismo, especialmente en el escenario de la Facultad de Filosofía de la UBA, donde ejerzo como investigadora en el área de filosofía contemporánea y feminismo de la diferencia sexual. Sucede que la facultad se autopercibe en proceso de trans-feminización y cualquiera que ose criticar sus postulados es expulsado y convertido en espectro académico. Esta saga se presenta como una lucha feroz de los poderes del bien contra un inframundo trans-excluyente, que le ha declarado la guerra a los derechos humanos, la igualdad y la convivencia democrática. Frente al comisariado del pensamiento correcto, los alumnos aterrorizados callan, la comunidad entera se autocensura y los pocos que dicen algo arriesgan su carrera académica, su puesto de trabajo o su integridad física, psíquica y moral.

Saliendo de la ficción y abandonando el montaje, se nos impone la pregunta sobre lo que en realidad está pasando. ¿De qué va la cosa? Intentaré explicarlo. Hasta donde sé, ni Rowling ni yo misma ni nadie de mi entorno ha vulnerado las libertades y derechos fundamentales de nadie. Por el contrario, afirmamos el derecho de todos y cada uno a representarse, identificarse, vestirse, acostarse, llamarse o comportarse como desee, con el único límite de la libertad y dignidad del otro. Afirmamos incluso el derecho a decidir amputaciones de órganos sanos, contra-hormonaciones o esterilizaciones si la persona es lo suficientemente madura y está debidamente informada. Por lo menos desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, las comunidades democráticas y liberales nos reconocemos libres e iguales en dignidad y derechos sin distinción de sexo, raza, color, idioma, religión, opinión ni ninguna otra condición, tampoco por distinción de autopercepciones, vestimentas, modales o demás comportamientos.

De mí, que al lado de Rowling no soy nadie, se performa y reclama lo mismo, especialmente en el escenario de la Facultad de Filosofía de la UBA.

Lo que reclamamos, entonces, no es desconocer el derecho a la identidad y el libre desarrollo de algunos. Reclamamos distinguir entre la persona humana y sus deseos, que en rigor no son derechos sino hechos privados reservados a su intimidad, y que por supuesto no deben ser en ningún caso motivo de discriminación. Pero una cosa es reconocer derechos fundamentales sin discriminación y otra es convertir deseos y contenidos discrecionales en derechos humanos. Entre ambas cosas hay un encubierto corrimiento del marco jurídico que posibilita los derechos humanos hacia un modelo de referencia individualista y privatista que los elimina. Este modelo subjetivista es lo que se conoce como cultura woke, posmoderna, queer o transgenerista, también llamada ideología de género o de la identidad de género. Se trata en cualquier caso de un paradigma identitarista cuyo resultado es la privatización del sistema normativo y la desaparición de los derechos de las mujeres basados en el sexo, que en Argentina tienen rango constitucional.

Esta ideología, implantada a fuerza de relatos, una enorme financiación y gran violencia, ha logrado reemplazar el sexo legal por identificaciones subjetivas mediante la ley de identidad de género, aprobada en nuestro país casi por unanimidad, sin el debido debate público ni análisis de impacto sobre las mujeres. A partir de la ley de identidad de género, las mujeres dejamos de ser “personas de sexo femenino” para convertirnos en “personas de identidad de género feminizada” –cis o trans–, de cualquiera de los dos sexos. El género feminizado define a la mujer por los estereotipos sexistas y discriminatorios que, se suponía, debían ser eliminados, pero ahora gozan de las protecciones legales del sexo.

A partir de la ley de identidad de género las mujeres perdimos espacios y servicios que por razones de seguridad e intimidad eran específicos de nuestro sexo.

A partir de la ley de identidad de género las mujeres perdimos espacios y servicios que por razones de seguridad e intimidad eran específicos de nuestro sexo, pero ahora son mixtos. Baños, vestuarios, refugios, salas de hospital, atención médica o estética y prisiones, por ejemplo, incluyen ahora a nacidos varones que se perciben mujeres. Lo mismo vale para la práctica y competición deportiva, donde somos obligadas a un juego sucio, en desigualdad de condiciones, oportunidades y trato. No hace falta remontarse a la premiada Lia Thomas, el caso más famoso a nivel global: contamos con experiencias vernáculas como la de Anna Scappini, medallista en atletismo. Lo mismo vale en materia de paridad, donde somos forzadas a compartir el número de cupos, cuotas, becas, premios, cargos representativos o de cualquier otra índole destinados antes al sexo femenino.

Mujeres en situación de encierro son obligadas a compartir sus celdas con varones transidentificados, muchas veces condenados por delitos sexuales cometidos cuando todavía se autopercibían hombres. Recordemos el caso de Gabriela, antes Gabriel, preso en Córdoba por violencia doméstica cuando se percibía varón, pidió el cambio de género y fue trasladado a una cárcel de mujeres, donde embarazó a otra reclusa. O el de Eduarda Becerra, antes Eduardo, que cambió su género para poder litigar contra su ex esposa que lo acusaba de abuso; o el de Amanda Alves Ferreira, antes Fernando, que mató a la madre subrogada de sus dos hijos y con el juicio ya empezado declaró autopercibirse mujer para intentar evitar una condena por femicidio. Las mujeres percibidas varones, en cambio, en general rechazan vivir en pabellones masculinos. ¿Qué norma aplica entonces?

O el de Amanda Alves Ferreira, antes Fernando, que mató a la madre subrogada de sus dos hijos y con el juicio ya empezado declaró autopercibirse mujer para evitar una condena por femicidio.

Hilando fino, la situación tampoco parece favorecer demasiado a las personas trans. Aunque su condición es para ellas un activo identitario, sucede que para la norma argentina solo hay tres sexos (masculino, femenino y no binario) y la identidad de género “trans” debe subsumirse en alguno de ellos. En el plano discursivo, cualquiera puede autodeclararse trans en la medida en que sienta no ajustarse a los estereotipos de género asignados. En rigor, todos somos trans, diversos, diferentes. Para el Estado, en cambio, todos somos varones, mujeres o no binarios. Las estadísticas o cualquier otro relevamiento de datos registran a los varones trans como mujeres o viceversa. Por ejemplo, análisis estadísticos en materia de salud (oncología mamaria, osteoporosis, endometriosis) o criminalidad (incidencia y patrones de feminicidio, violaciones u otros delitos sexuales) tomarán la identidad de género por sexo. La distorsión de la información recabada es una obviedad y no beneficia a nadie. 

A esto hay que añadir el abuso de niños y adolescentes declarados trans e inducidos a detener su crecimiento mediante bloqueadores de pubertad, hormonas cruzadas, intervenciones quirúrgicas, amputaciones o esterilizaciones programadas, menores a quienes se les enseña que no ajustarse a estereotipos sexistas significa ser de otro sexo. La ideología de la identidad de género prohíbe indagar y discernir las diferentes causas o condiciones que llevan a un menor a manifestar incomodidad con su género o diferencia sexual (que no son lo mismo). Todo queda aplanado y normalizado por la ficción social de elegir libremente el sexo como un acto disruptivo. 

Posmo-populismo

Los últimos años de posmo-populismo kirchnerista pusieron en marcha una extraordinaria maquinaria de implantación transgenerista con el objetivo de normalizar la libre identificación de género en sustitución del sexo. El extinto Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad constituyó el principal instrumento de estas políticas identitarias a todo el aparato estatal. La jerarquía ministerial fue estratégicamente institucionalizada a fin de transversalizar programas, planes, guías, normas, disposiciones y resoluciones a toda la administración estatal. Permítaseme decir todavía más: el último gobierno falsificó información pública con el objetivo de instalar que Argentina había firmado un tratado internacional sobre identidades de género. Ese tratado no existe. La falsa información se refiere a los Principios de Yogyakarta, que en efecto obligan al Estado a eliminar el registro del sexo y reconocer en su lugar las autopercepciones de género. Pero tales principios no son un tratado ni Argentina lo suscribió. Son una simple proclama activista sin ningún alcance vinculante.

Los últimos años de posmo-populismo kirchnerista pusieron en marcha una extraordinaria maquinaria de implantación transgenerista.

Con Yogyakarta como supuesto tratado internacional y el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad como plataforma operativa, el último gobierno destinó un enorme presupuesto a políticas transgeneristas. Los contenidos de la ESI o la Ley Micaela, por ejemplo, fueron ajustados a esta ideología, que nada tiene que ver con sus objetivos y principios originales. Mientras que la educación sexual integral enseña que el sexo y la sexualidad son dimensiones constitutivas que comprenden la totalidad biopsicosocial y espiritual de la persona, al adoctrinamiento de los géneros asume que el sexo biológico es un diagnóstico médico basado en estereotipos culturales, que se deben escoger a voluntad.

La ideología transgenerista no tiene nada de inclusivo ni progresista. Por el contrario, supone un retroceso inconmensurable a cierta condición neo-tribal, donde cada grupo identitario exige beneficios y compensaciones en razón de alguna percepción particular. En lugar de reconocer la dignidad esencial de todos sin distinciones, debemos reconocer las distinciones privadas de cada imaginario subjetivo sin medida universal. Detrás de la inquisición montada contra Rowling y su séquito de feministas TERF, entre las cuales me cuento, están los ideólogos y operadores de una parte del establishment: la industria biomédica, las universidades y el negocio de la explotación sexual y reproductiva.

Eppur si muove: sexo no es género e identidad sexual no es identidad de género. No se trata de borrar la subjetividad de nadie. Se trata de reconocer la diferencia sexual y su relevancia en la constitución subjetiva; de garantizar las protecciones constitucionales que le son propias a las mujeres en tanto que personas de sexo femenino. Que en esta nueva saga triunfen la racionalidad y la justicia.

María J. Binetti

Doctora en Filosofía. Investigadora del CONICET. Instituto de Investigación de Estudios de Género (FFyL-UBA).

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