Rafael L. Bardají
Hay quien dice, sobre todo en la izquierda, que la caída de Afganistán en manos de los talibanes no es sino un episodio más, como tantos otros antes, de una derrota de fuerzas extranjeras a manos de los locales. Antes que los Estados Unidos fue derrotada la URSS, y antes que ésta, el Imperio Británico. Por otro lado, y desde parte de la derecha, se argumenta que no conviene exagerar, que el impacto de las imágenes que estamos viendo no será ni profundo ni duradero, que los talibanes no son Al Qaeda y que América tiene cuerda para rato en tanto que potencia hegemónica a nivel mundial. Yo creo que ambas interpretaciones son erróneas: la caída de Kabul tiene la importancia estratégica de Lepanto y las implicaciones de Waterloo, por citar dos ejemplos. Ha habido un orden mundial pre-Afganistán y habrá otro tras la derrota americana y aliada, occidental, allí.
¿Cómo es posible que una retirada de un país que no aporta nada al mundo pueda ser un punto de inflexión en la Historia? Por alguna razón hemos perdido la capacidad de ver que algunos acontecimientos puntuales son auténticamente explosivos y hacen saltar por los aires el orden imperante. El asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo o el 11-M, la tumba de España. Pero también somos incapaces de ver que los colapsos, la mayoría de las veces, son producto de procesos que duran muchos años. A mí me enseñaron en el colegio, por ejemplo, que los delirios de Calígula, quien amenazaba con nombrar cónsul y darle esposa a su caballo Incitatus, fueron un episodio más, una página en la larga historia de la caída del Imperio Romano.
Yo no sé si Occidente, la Cristiandad para los talibanes y los islamistas, va a caer rápidamente cual fruta madura o si su caída se producirá lentamente, en una sucesión de desagradables episodios. Pero de lo que no tengo dudas es de que nuestro orden o mundo, el imperante en los últimos siglos, ha salido derrotado de Kabul.
Junto a la penosa derrota militar de América y la OTAN, hay un conjunto de fuerzas que empujan al mundo occidental hacia el abismo. En primer lugar, el daño ideológico causado por el liberalismo, para el que el libre mercado es la piedra angular del progreso y de la libertad. Desde los años 80 y 90 se abraza la ideología de la globalización porque se creía que el mercado, además de bienes, producía libertad. Pero ya sabemos que no es así: China ha sido capaz de generar un capitalismo de Estado, autoritario. Y otros países, como los del Golfo, quieren ser ricos pero no occidentales. Esto es, si hay alternativas al modelo capitalista occidental.
En segundo lugar, está también el daño del ecologismo. Hasta ahora las naciones competían y se medían por su nivel de riqueza relativo. Y en gran parte del mundo sigue siendo así. China, sin ir más lejos, pone todas sus piezas para adelantar económica y tecnológicamente a los Estados Unidos en unos pocos años. Y, sin embargo, en el campo occidental se ha desarrollado una mentalidad preservacionista que defiende la desindustrialización, dejar de comer carne (y producirla), consumir lo menos posible y, ahora, no encender la luz. O sea, todo lo contrario al crecimiento, el progreso y la riqueza. Una concepción que nos llevará a ser más pobres y, además, no solventará los problemas derivados de la actividad económica del resto del mundo, pero que nos dejará más débiles y a merced de los más ricos.
En tercer lugar tenemos la muerte de la privacidad. Las nuevas tecnologías que nos prometían empoderar al individuo han servido, en realidad, para que el Estado y quien pueda pagar por el big data que se produce cada segundo controlen lo que se hace, lo que se piensa y lo que se desea. El totalitarismo ha encontrado por fin los instrumentos con que afianzarse. De ahí que sea tan difícil ahora hacer caer regímenes dictatoriales. Los medios de comunicación, otrora un poder de control de los Gobiernos, son ya tentáculos al servicio del poder. Lo hemos podido comprobar claramente durante la pandemia. Acabar con la separación de poderes y con la diferencia entre espacio público y privado es ir contra las raíces del capitalismo democrático.
Por último está el miramiento permanente que conlleva el movimiento woke, que no tiene nada que ver con la forma asiática de cocinar las verduras, sino con una ideología de rechazo global de lo que somos los occidentales, y que promueve la trivialización extrema y la confrontación de unos grupos contra otros. Los blancos serían los opresores de las minorías; los hombres, los de las mujeres; los heteros, los de los homosexuales, y así con todo. Sorprendentemente, su éxito sólo es explicable por la tentación victimizante de individuos que no quieren arriesgarse ni sacrificarse para ser algo, sino que aspiran a que alguien les compense por el daño de los demás. La rabia y el odio sustituyen al esfuerzo y al trabajo, lo opuesto a la mentalidad capitalista.
Todo esto augura un final nada feliz para el sistema occidental, la Cristiandad, que hemos conocido. Y aunque se podrá decir que estas tendencias ya estaban antes de la caída de Kabul, la forma como se ha producido ésta las acelerará. Porque aún queda un último punto esencial de nuestra decadencia: la negación y el rechazo de nuestras propias raíces judeocristianas y el papel que desempeña en nuestras vidas la religión, se sea creyente, practicante o ateo. La larga y paciente victoria de los talibanes muestra no solo cómo la religión es la base de una gran estrategia, sino que da fuerza y esperanza. Justo lo que los occidentales hemos perdido del todo.
FUENTE: https://www.libertaddigital.com/opinion/rafael-l-bardaji/kabul-y-la-derrota-de-la-cristiandad-6813173/
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