Josep Miró i Ardèvol
Entre 1871 y 1878 el Cancillar de Alemania, Otto Von Bismark, desencadenó una verdadera guerra cultural contra la Iglesia y los católicos agrupados en torno a Zentrum, la agrupación política que defendía a la minoría católica, y que ha pasado a la historia con el nombre de Kulturkampf, es decir “lucha cultural”.
En España rige de la mano del gobierno Sánchez y de buena parte de los partidos que lo apoyan una nueva versión de la Kulturkampf, pero sin organización política que defienda al catolicismo y con una institución eclesial, que parece preferir contar las bajas antes que hacer oír su voz, dejando que la “verdad” la construyan las fuerzas que han desencadenado esta guerra cultural, cuyo último capitulo es el de los “escándalos sexuales”. Un uso abusivo y demagógico de una realidad que, siendo malsana, afecta a una ínfima minoría de sacerdotes y religiosos, pone en todo caso y en términos reales sobre los riesgos del homosexualismo pedófilo, y corresponde en la mayoría de los casos a una época pasada. Pero, en lugar de responder a los ataques con la verdad de los hechos la Institución eclesial, incluso en sus niveles más elevados, parece preferir jugar en el terreno que le señalan los que han desencadenado la Kulturkampf.
Y todo esto se da en un contexto abrumador de leyes contrarias a la concepción cristiana y a la ley natural, sin que se encuentre una voz pastoral que, con la misma o mayor intensidad y continuidad en el tiempo, instruya y advierta a los fieles y los llame a cumplir con su deber, que en este ámbito no es otro que el hacerse presentes de manera organizada en el espacio público político.
Al contrario, para una determinada visión pastoral parece bastar con apelar continuamente a la vida individual de la fe en Cristo, en unos términos que, en ocasiones, se asemejan a los de un manual de autoayuda en lo que se refiere a la autorrealización personal, en este caso en el seguimiento de Cristo. Pero esto, aunque necesario, resulta incompleto si no se educa al mismo tiempo en el sentido de pertenencia al Pueblo de Dios. Hay en toda esta pastoral un trasfondo de ontología liberal, donde solo existe el individuo y su salvación, las buenas obras individuales, la ayuda solidaria sin atender a las causas del mal que se intenta remediar, y todo ello mediante una especie de “contrato social” entre este individuo aislado y la Institución eclesial. El Pueblo desaparece y queda reducido a una multitud de relaciones individuales. Pero esto no va así. Si el Pueblo de la Nueva Alianza existe se ha de manifestar como tal en el espacio público político, que es donde aportamos y ejercemos nuestras virtudes cristianas de manera organizada para el bien de todos. Entonces el testimonio sí que se vuelve visible, y con el va la visibilidad de la Iglesia y el mandato recibido,” Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16,15). La presencia y visibilidad de la Iglesia, y por tanto de su palabra, es condición necesaria para que la verdad de Dios sea conocida por los hombres.
La más obvia, la voz eclesial que resuene clara y persistente en todos los ámbitos y, segunda condición, un sujeto colectivo cristiano presente en la vida pública donde los laicos desarrollen su misión en la sociedad, la cultura y la política de manera organizada.
Esta concepción de la política responde a la gran tradición de Occidente, ahora olvidada, que expresa Aristóteles (Política, III, 5, 1280 (a i b).: «los hombres no sólo se han asociado para vivir, sino para vivir bien… Todos los interesados en una buena legislación están interesados en la virtud cívica y la iniquidad. Por lo tanto, también está claro que la ciudad que realmente lo es, y no sólo de nombre, tiene que preocuparse por la virtud; porque si se limita a una garantía de los derechos de los demás, como sostiene Licofrón el sofista, deja de ser capaz de hacer a los ciudadanos buenos y justos«. Los cristianos como personas de Dios creen que la verdadera liberación excede la dimensión terrenal e incluye la conversión del corazón en el seguimiento de Jesucristo, y al mismo tiempo comparten aquella concepción aristotélica, en una articulación que puede expresarse en estos términos. “La grandeza y la primacía de la liberación interior no deben distraer ni frenar el esfuerzo por corregir y mejorar este mundo (…) Una conversión auténtica nos hace ver más claramente la grandeza del hombre y el plan de Dios sobre la humanidad y toda la creación (…). Debe alcanzar el nivel económico, social, político, cultural». (Conferencia Episcopal Tarraconense. “Ministeri Pasqual i Acció Alliberadora”. 1974. pág. 26. 40 i 42).
«Los seglares deben procurar, en la medida de sus fuerzas, transformar las estructuras y los ambientes del mundo, si en cualquier caso incitan al pecado, de modo que se ajusten a las reglas de la justicia. Por lo tanto, impregnarán la cultura y el trabajo humano de sentido moral. De este modo, el mundo es preparado para recibir la siembra de la palabra de Dios”. (Lumen Gentium 36). De esta manera toda estructura, relación de producción, instituciones, normas legales, organizaciones, que no respeten, no consideren en una medida suficiente o lesionen los derechos fundamentales de la persona deben ser corregidas, perfeccionadas o sustituidas mediante una acción de los cristianos, cuyo plural exige una lógica organización.
Esto es lo que hay que decir, esto es lo que hay que hacer, y su evidencia es tan abrumadora que es digno de meditación y rezo, ¿por qué no sucede?
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