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La brutal persecución de católicos en el Reino Unido de Gran Bretaña y la situación de apartheid sufrida durante siglos.

Sorprende a estas alturas que, pese a que existen datos apabullantes que demuestran que la persecución religiosa durante los siglos XVI y XVII en Europa occidental y centroeuropa alcanzó cifras aterradoras, la Inquisición española permanezca en la actualidad como el máximo exponente de la intolerancia religiosa en el imaginario popular en la mayor parte del mundo, incluyendo España; pese a que  no hubo ningún otro tribunal en Europa más compasivo y el que acabó ejecutando a menos personas que la Inquisición española. La leyenda negra antiespañola , a cuyos cimientos dieron forma la propaganda holandesa e inglesa, ha contribuido mucho a afianzar esta idea. 

En loss 350 años de vida de la Inquisición española, sólo cerca de 4.000 personas murieron en la hoguera. Es obligatorio compararlo con la caza de brujas que se desató en el resto de la Europa católica y protestante, en la que 60.000 personas, la mayoría de ellas mujeres, fueron quemadas. 

Bien, volvamos al Reino Unido de Gran Bretaña:

Desde la ruptura con Roma por Enrique VIII en 1534 y la creación de la Iglesia de Inglaterra, con el monarca a su cabeza, los católicos del Reino Unido sufrieron siglos de discriminación, situación que fue disminuyendo a principios del siglo XIX hasta su casi desaparición, cuando en Gran Bretaña se promulgaron leyes que reconocían a los católicos los mismos derechos civiles y políticos que al resto de la población. A partir de entonces comenzaron a quedar atrás siglos de acoso generalizado en forma de destierro, embargo de propiedades, prohibiciones de trabajar y a veces hasta la muerte de todos aquellos, consagrados o seglares, que no renunciaron a su fe.

La Reina Virgen, Isabel I, no escatimó en violencia para mantenerse en el poder y reducir a cenizas el resurgimiento del catolicismo. Fue su padre, Enrique VIII el que comenzó la persecución de católicos en 1534 con el Acta de Supremacía, que le proclamaba a él jefe absoluto de la Iglesia de Inglaterra y declaraba traidores a cualquiera que simpatizara con el Papa de Roma . Una larga lista de altos cargos de la Iglesia rechazaron este acta y fueron correspondientemente ejecutados, entre ellos Tomás Moro y el obispo Juan Fisher . Todas las propiedades de la Iglesia pasaron a manos reales.

En 1535, en plena ola de represión fueron descuartizados los monjes de la Cartuja de Londres con su prior, John Houghton, a la cabeza. Fueron ahorcados y mutilados en la tristemente célebre plaza de Tyburn , a modo de ejemplo contra una orden caracterizada por su austeridad y sencillez. El balance fue de 18 hombres, todos los cuales han sido reconocidos oficialmente por la Iglesia Católica como verdaderos mártires. Asimismo, el fracaso de una rebelión católica contra el Rey se saldó en 1537 con la condena a muerte de otras 216 personas, 6 abades, 38 monjes y 16 sacerdotes.

Pese a esa ruptura, debida a la negativa del papa Clemente VII, presionado por el emperador Carlos V, a anular su matrimonio con Catalina de Aragón, Enrique VIII mantuvo una fuerte preferencia por prácticas y ritos católicos, y sólo bajo su hijo, Eduardo VI, la Iglesia de Inglaterra sufrió una influencia protestante más radical.

El sufrimiento cambió un tiempo de bando con la llegada al trono de María Tudor una vez fallecido su único hermano varón, Eduardo VI. La « reina sanguinaria » nunca olvidaría que con el divorcio de sus padres, en 1533, tuvo que renunciar al título de princesa y que, un año después, una ley del Parlamento inglés la despojó de la sucesión en favor de la princesa Isabel. Bajo el reinado de María y su marido Felipe II de España, se ejecutaron a casi a 300 hombres y mujeres por herejía entre febrero de 1555 y noviembre de 1558. Muchos de aquellos perseguidos estuvieron involucrados en la traumática infancia de María, empezando por Thomas Cranmer , quien siendo arzobispo de Canterbury autorizó el divorcio de Enrique VIII y Catalina de Aragón .

La prematura muerte de María llevó al poder a su hermana Isabel en 1558. La esposa de Felipe II designó heredera en su testamento a su hermana con la esperanza de que abandonase el protestantismo, sin sospechar que aquello iba a suponer el golpe de gracia al catolicismo en las Islas británicas. En poco tiempo Isabel revirtió todos los esfuerzos del anterior reinado y se lanzó a una caza de católicos a lo largo de todo el país. Como explica María Elvira Roca Barea en su libro « Imperiofobia y leyenda negra » (Siruela), las persecuciones de católicos ingleses provocaron 1.000 muertos, entre religiosos y seglares, en contraste con lo ocurrido en España, donde «murieron acusados de herejía menos personas que en cualquier país de Europa».

El sistema de denuncias vecinales inglés

El reinado de Isabel I comenzó restableciendo el Acta de Supremacía, que designaba obligatoria la asistencia a los servicios religiosos del nuevo culto. En caso de faltar, las sanciones iban desde los latigazos a la muerte. El Estado, no vano, promocionaba un sistema de delaciones por el que aquellos que no denunciaban a sus vecinos podían acabar en la cárcel. El objetivo no solo eran los católicos, sino también los calvinistas, cuáqueros, baptistas, congregacionistas, luteranos, menoninatos y otros grupos religiosos que, en la mayor parte de los casos, se vieron obligados a huir a América . Solo en tiempos de Carlos II de Estuardo más de 13.000 cuáqueros fueron encarcelados y sus bienes expropiados por la Corona.

En 1585, el Parlamento dio un plazo de 40 días para que los sacerdotes católicos abandonaran el país bajo amenaza de muerte y se prohibió la misa incluso de forma privada. No obstante, la represión aumentó con el fracaso de la Gran Armada de Felipe II en 1588 y el sistema de delación alcanzó niveles «que nunca soñó la inquisición». Como apunta Roca Barea, el sistema de espionaje vecinal permitió un estricto control individual y de los movimientos y viajes de conocidos, parientes y viajeros. La represión logró borrar definitivamente de Inglaterra el catolicismo en cuestión de diez años.

Toda una serie de supuestos complots católicos, siempre confusos y basados en rumores, justificaron que la Corona recrudeciera la represión de forma periódica. El gran incendio de Londres de 1666 fue achacado a los católicos y desencadenó una nueva persecución. Entre 1678 y 1681 una supuesta conjura católica atribuida a Titus Oates dio lugar a otras feroces cazas.

En paralelo a estos sucesos, Irlanda empleó el catolicismo como forma de resistencia al dominio inglés. La religión solo era un factor más en la guerra por mantener a Inglaterra a una distancia prudencial , pero elevó la violencia y el odio hasta convertir el conflicto en un baño de sangre. Se calcula que un tercio de la población irlandesa sufrió las consecuencias mortales de que Irlanda se implicara en la guerra civil de 1636 entre monárquicos y republicanos ingleses. Oliver Cromwell no tuvo nunca piedad con los rebeldes irlandeses vinculados al catolicismo, confesión hacía la que sentía cierta aversión personal.

Con la creación del Reino Unido de Gran Bretaña en 1707 se ratificó la prohibición, todavía hoy en vigor, de que un católico ocupara el trono de Inglaterra.

El paso del XVII al XVIII fue el arranque, tímido y lento pero inexorable, del principio del fin de la discriminación de los católicos de a pie en lo que ya era Gran Bretaña. Poco a poco aumentaba la tolerancia hacia la práctica del catolicismo, tendencia que se plasmaba en la aparición de nuevas iglesias y lugares de culto, así como de congregaciones, aunque fuesen formalmente ilegales. Nada, sin embargo, se movía en el plano político e institucional: los papistas seguían excluidos de cualquier cargo público y seguían marginados en la vida social. El punto de inflexión se produjo en 1746 con la derrota definitiva del príncipe Carlos Estuardo –nieto de Jacobo II– en la batalla de Culloden. El episodio sirvió para diluir paulatinamente la animosidad oficial a hacia los católicos y desembocó en la votación de la Ley de Ayuda Católica: esta ley derogó, entre otras disposiciones, la relativa al enjuiciamiento de sacerdotes y la cadena perpetua por mantener una escuela católica. Asimismo, los católicos estaban facultados para enajenar propiedades y heredarlas. Hasta entonces, el beneficiario de la herencia de un católico era el pariente anglicano más próximo.

Las cosas empezaron, sin embargo, a cambiar poco a poco a favor de los católicos con la aprobación en 1778 de la llamada Ley de los Papistas, que permitía a los de esa fe tener propiedades, heredar tierras e ingresar en el Ejército.

Mas todos estos avances no fueron bien recibidos por un sector del establishment anglicano, una de cuyas figuras, Lord John Gordon, elevó en 1780 una petición para derogar la ley. No hizo falta más para que estallasen unos disturbios que ensangrentaron Londres durante varios días.

En 1829, tras la llegada a este país de miles de católicos que huían de la Revolución Francesa y la mejora de las relaciones con los países ibéricos durante las guerras napoleónicas, el nuevo clima político facilitó que el Parlamento aprobara la ley de emancipación de los católicos, que les concedía el derecho a votar y a ocupar cargos públicos.  El 13 de abril de 1829 todos los católicos del Reino Unido dejaron de ser ciudadanos de segunda categoría. Ya podían ejercer cargos públicos –con ciertas excepciones– y disfrutar de los mismos derechos civiles que el resto. Habían sido necesarios 260 años. Se había hecho justicia con los santos Tomás Moro, Tomás Beckett, Juan Fisher, decenas de mártires y millones de católicos.

La gran hambruna irlandesa de mediados del siglo XIX provocó además un éxodo masivo de católicos irlandeses hacia Inglaterra, Gales y Escocia, lo que permitió a su vez el restablecimiento de las jerarquías católicas en Inglaterra y Gales en 1850 y en Escocia en 1878.

En la actualidad, quienes profesan la fe católica no sufren ya discriminación en la vida política, laboral o social, con independencia de la citada prohibición de que un católico ocupe el trono, algo que por otro lado es cada vez más polémico.

En los dos últimos siglos, muchos otros personajes destacados se han convertido al catolicismo, como el arquitecto Augustus Pugin, los escritores G.K. Chesterton, Graham Greene, Evelyn Waugh y J.R.R. Tolkien, miembros de la familia real inglesa como la duquesa de Kent o políticos como el ex primer ministro laborista Tony Blair y su ex ministra de Educación y miembro del Opus Dei Ruth Kelly.

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Carlos Aurelio Caldito Aunión

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