La democracia de Israel, desde Elías a Netanyahu

Israeli Prime Minister Benjamin Netanyahu (C) reaches to pat the arm of the daughter of Justice Minister Amir Ohana (C-L), during a meeting of Likud party members at the Knesset in Jerusalem on October 3, 2019. (Photo by EMMANUEL DUNAND / AFP) (Photo by EMMANUEL DUNAND/AFP via Getty Images)

Gustavo D. Perednik

Es de lamentar la paradoja de que el país cuna de la democracia padezca hoy de una crisis de representatividad. Dado que ambas premisas del silogismo son cuestionables (que Israel fue la cuna, y que en efecto sufre una crisis), procederemos a justificar las dos en los párrafos que siguen.

Los orígenes de la democracia

La equívoca suposición de que el sistema representativo de gobierno tiene su prístino origen en la democracia ateniense, es parte de un menosprecio generalizado para con las raíces hebraicas de la civilización. Se trata de un conspicuo desdén que hemos venido señalando en áreas diversas como la educación, la ética, el alfabeto, la música y la poesía.

En lo atinente a la democracia, el modelo de gobierno del antiguo Israel es una de las grandes aportaciones del hebraísmo. A pesar de que la imagen generalizada de los dos antiguos reinos bíblicos (Judea e Israel) los muestra como ejemplos del despotismo primitivo, lo cierto es que en ellos se halla el origen de la democracia Occidental.

Israel se colocó a la vanguardia de la teoría política al someter a los reyes al imperio de la ley. Varias crónicas lo documentan, verbigracia la que tiene como protagonista a Ajab, el séptimo rey de Israel quien reinó durante el segundo cuarto del siglo VIII a.e.c.

Ajab ofreció a Nabot, un viticultor galileo, comprarle un terreno que lindaba con su palacio. Debido a la negativa de Nabot, la esposa fenicia del monarca tiende una mortífera trampa que le permite a Ajab apoderarse del viñedo ambicionado (1 Reyes 21). El relato revela a un rey que fracasa en adquirir una propiedad de modo legal, y por ello recurre a una vil maniobra para deshacerse del legítimo propietario.

No existe ninguna otra monarquía de la antigüedad que pueda exhibir a reyes trabados por la ley al ejercer su autoridad. Por el contrario, el rey se situaba por encima de la ley, encarnaba al Estado. Veinticinco siglos después de Ajab bien lo sintetizó Luis XIV quien, a diferencia del mentado israelita, jamás se vio limitado por la ley.

En efecto, cuando en el antiguo Israel los reyes se excedían, una figura se plantaba ante ellos, una figura que fue privativa del pueblo hebreo: el profeta. No usamos el término en su significado de “sibilino” (que sí aparece en otras naciones antiguas) sino en el del rol que el profeta ejercía como crítico social en aras de señalar los límites morales y legales a las élites oligárquicas de entonces.

En ese contexto, Elías recrimina al rey Ajab: “¿Acaso habrás de asesinar y también heredar?” (versículo 19). Ya un siglo y medio antes, el profeta Natán había encarado al rey David cuando despojó a Urías el hitita (no de su viña sino de su mujer). La reconvención de Natán es ilustre: “Tú eres el hombre”, tú eres el culpable (2 Samuel 12:7).

Estos relatos no son fortuitos. Se fundamentan en la administración de la Justicia en el antiguo Israel, una Justicia que precedió al establecimiento de la monarquía, y por lo tanto los reyes debieron someterse a ella. 

Más abarcadora que las de Elías y Natán fue la crítica de Jeremías contra el antepenúltimo rey, Joacim, cuya transgresión había sido lo habitual en la época: agobiar a sus esclavos. “¡Rey de Judea –clama Jeremías-, ejerce el derecho y la justicia y libera al explotado! ¡Pobre de ti que construyes tu palacio con injusticias, que oprimes y matas inocentes!” (22). El reproche moral dirigido a los gobernantes, existió exclusivamente en Israel; en ninguna otra sociedad antigua.

De este modo, sólo después de que se hubieran establecido los principios para un sistema de Justicia, se pasó al paso siguiente de establecer la monarquía, y ésta surge como un instrumento político para conseguir Justicia (Deuteronomio 17).

Más aún: la propia ley establece que la designación de un rey constituye un último recurso que responde a la necesidad del momento: “Una vez que hayas ingresado a la tierra y te hayas asentado en ella, si entonces anhelaras un rey como tienen todas las naciones vecinas”, pues sólo en ese caso se entronizaría a un individuo, quien debía someterse a las limitaciones de la ley (ibídem), que se aplicaba a todos sin excepción.

Antes de establecida la monarquía, el modo de vida de los israelitas era semianárquico; prevaleció durante la llamada época de los Jueces. Ello cambió debido al paso del pastoreo a la agricultura, y a la consolidación del derecho de propiedad. En consecuencia el Consejo de Ancianos de las tribus hebreas exigió un rey.

Samuel se los concede. Así, el último Juez monta la monarquía requerida (capítulo 8), pero al mismo tiempo advierte que depositar la fe en el Estado deviene en un yugo irreversible. A pesar de su advertencia se reclamó un rey, y Samuel se avino a sentar las bases para la burocracia, la conscripción y el gravamen.

La prioridad de la ley en el antiguo Israel no ha de sorprender, si reparamos en que en el mismo momento de su nacimiento, el Pacto de Sinaí requirió del consenso del pueblo (Éxodo 19:7). En consecuencia, el consenso es nuevamente indispensable al establecer una monarquía que resulta a todas luces singular.

Lejos de glorificar a sus reyes o deificarlos, Israel los mantuvo dentro del marco legal. El objetivo explícito de limitarlos era precisamente que el monarca “no se ensoberbeciera por encima de sus hermanos” (Deuteronomio 17:20). Es notable el tratamiento: “hermanos” a los que debía servir, y no súbditos de los que servirse.

De lo antedicho se deduce el protagonismo de la democracia y de las libertades civiles en la cosmovisión hebrea, en la que el Estado de derecho obliga también a los líderes.

La democracia moderna puede rastrearse a esa cosmovisión, y el justificado rechazo moderno por la teocracia debería descargarse contra la sacerdoticracia, es decir contra la tiranía de quienes se arrogan encarnar la voluntad divina. En contraste, los sacerdotes en el antiguo Israel desempeñaban tareas exclusivamente referidas al culto.

Ninguna casta sacerdotal gobernaba en el reino de Israel, sino una monarquía enmarcada en el derecho. Ningún monarca hebreo podría haber solicitado que le idolatraran u ofrecieran sacrificios. La ley le exigía respetar a la población, incluso rindiendo cuenta ante los gobernados.

Cuando el Samuel se retiró de su rol, pronunció una memorable despedida ante el pueblo convocado: “Aquí estoy, atento a vuestras críticas de si he robado o si he recibido soborno, y en ese caso resarciré al damnificado” (1 Samuel 12). Tres siglos antes que él, el mismo Moisés declaraba de los hebreos: “Ni un asno he tomado de ninguno de ellos, ni a ninguno de ellos he agraviado” (Números 16:15).

En base de estas características bíblicas, el célebre biólogo Thomas H. Huxley escribió en sus Ensayos sobre cuestiones controvertidas (1890): “En la historia del mundo Occidental, la Biblia ha sido el gran promotor de las rebeliones contra las peores formas del despotismo. Fue la Carta Magna de los oprimidos. Hasta la modernidad, ningún Estado tuvo una constitución en la que los intereses del pueblo fueran tan tenidos en cuenta, y en la que se insisiera más en los deberes de los regentes y no en sus privilegios, como la constitución diseñada para Israel en el Deuteronomio y el Levítico… La Biblia es el libro más democrático del mundo”.  

La cosmovisión hebraica inspiró la conducta política del pueblo judío a lo largo de la historia. Por ello los primeros congresos sionistas de fines del siglo XIX, que fueron embrión del renacido Estado judío, se caracterizaron por el debate, el parlamentarismo, la proliferación de corrientes de opinión y de partidos, y por la pluralidad de ideas.

El peligro activista

La democracia hebrea legó a la moderna los anticuerpos necesarios para frenar a un grupo social que abuse de su fuerza para apoderarse del Estado. En algunos casos, la inmunización no resultó suficiente y el sistema colapsó en las garras de unos pocos que lo sometieron en su propio beneficio.

Así le ocurrió a Hispanoamérica, que hasta hace algunas décadas adolecía de una ola endémica  de golpes de Estado por los que los jefes militares se apoderaban del gobierno y ponían los recursos de sus países a disposición de una casta.

Sus rimbombantes discursos sobre “recuperar el orden” o “garantizar la estabilidad social” apenas  escondían la pura sed de poder. Es decir, la ambición de controlar el presupuesto y el tesoro, la  distribución de los cargos, la formulación de políticas, los nombramientos, las prebendas. Se trata de un patrimonio tentador, y su apropiación ilegítima suele perpetrarse bajo lemas patrióticos o justicieros. Los golpes militares causan estragos porque las armas se empuñan contra una sociedad que las había adquirido para defenderse.

Ahora bien, los militares no son los únicos que pueden arrebatar el poder político y controlar los resortes de la Justicia. Otro grupo candidato a hacerlo procede de un modo más sutil y paulatino. Un grupo que ya tiene en sus manos una buena parte de la Justicia y por lo tanto puede focalizarse en ampliar más y más su control, en la medida en que la democracia no los frene. Me refiero a los jueces.

Su método se denomina “activismo”.  No es de extrañar que este término se mencione principalmente en el contexto legal. A un juez no le resulta imposible imponer su autoridad ilegítima en cuestiones de política, economía y cualquier asunto que deseare, dado que los ciudadanos no tienen herramientas para oponerse a quienes se supone que representan la ley.

El resultado de un activismo sistemático puede ser un golpe de Estado, aun si se tratara de uno  menos abrupto que el militar, pero no menos nocivo. En ese sentido, Israel se ha puesto una vez más a la vanguardia, esta vez para desdicha de la mayoría de sus ciudadanos.

Desde el 13 de junio de 2021 se ha impuesto en Israel, por vía legal, el gobierno de un Primer Ministro que lidera una bancada del 5% de los parlamentarios y que goza de una popularidad que ronda el mismo exiguo porcentaje.

El modus operandi del proceso respondió a lo se denomina “la revolución constitucional”, una injerencia de activismo extremo que comenzó en 1992, impulsada por el juez Aharón Barak, y que consiste en traspasar el poder de los políticos electos a los jueces. El léxico ampuloso que se utiliza para justificar el fenómeno ocultando la mera sed de poder abarca términos como “democracia sustantiva” e “intuición legal”. Cabe detenerse en el camino por medio del que se impuso.

Dado que en Israel todo ciudadano, sin ninguna distinción, tiene el derecho de dirigirse a la corte para objetar todo lo que considere una injusticia, esa iniciativa privada, que pareciera ser una virtud del sistema para proteger los derechos individuales, terminó conformando un andiamaje sobre el que se montó una adefesio juridicocrático.

El derecho de cada uno para dirigirse a la corte, también puede ser ejercido por un sindicato, una organización política o un grupo de presión. Cualquiera de ellos puede peticionar a la Corte Suprema para que intervenga y dirima si “es justa o no” una determinada política económica, social, de infrastructura, medio ambiente o lo que se le antojare, y la Corte, nunca tímida y siempre sin controles efectivos, se expide.

De este modo, puede imponer ilimitadamente sus propios valores a una sociedad impotente ante los jueces. La Corte Suprema de Israel anula leyes promulgadas por la Knéset, debate acerca de cuestiones constitucionales sobre las que no tiene potestad, desplaza al Presidente de la Knéset, y aplica interpretaciones subjetivas (siempre en una misma dirección ideológica). Los jueces en Israel se arrogaron el rol de educadores de la sociedad; pasaron a conformar una élite dinástica que ha venido socavando la democracia israelí a partir de la mencionada “revolución constitucional”.

También la Procuración General de Israel es la más poderosa de todo el mundo democrático. Puede inventar acusaciones inverosímiles y al mismo tiempo hacer caso omiso de los delitos de sus propios allegados, siempre sin control. Al amparo de ese cuadro desolador, se produjo el golpe de Estado del 13 de junio pasado.

El ex Primer Ministro Benjamín Netanyahu, el más popular de los políticos israelíes, y quien había llevado al país a una prosperidad sin precedentes en materia económica, de seguridad, salud y paz; a pesar de haber salido primero en las elecciones generales, y a gran distancia de quienes lo siguieron, fue desplazado por medio de un ardid de la Procuración General que inventó de la nada un juicio por corrupción que ya ha sido casi desmantelado.

La Procuración fue estimulada por manifestaciones desenfrenadas que exigían “remover al corrupto” e intentaban crear la sensación de un desgobierno y una severa crisis. La mayoría de los medios se propusieron generar una falsa conciencia colectiva de caos y decadencia, y la Corte Suprema avaló todo.

Israel sigue siendo una vibrante democracia, ejemplar no sólo para sus vecinos. Los párrafos precedentes no desmienten esta verdad cristalina. Pero la representatividad de sus gobernantes ha sido severamente afectada.

Es cierto que suele ser difícil trazar la línea exacta entre el activismo desmedido y la expresión de una posición legítima. Esta dificultad requiere una ley detallada al respecto. Después de todo, es muy natural que las figuras públicas tengan posiciones sobre asuntos políticos y no es inapropiado  que las expresen en los marcos adecuados. El juez también debería tener, en ocasiones, la libertad de plantear su opinión sobre cuestiones morales o sociales. Pero hay excesos preocupantes  que exigen una ley que los penalice. 

Una ley contra el activismo militante puede salvar a las democracias que aún gozan de total representatividad,  según la cual el soberano es el pueblo y no los jueces.

Gustavo Daniel Perednik
Gustavo Daniel Perednik, Buenos Aires, Argentina 1956. Doctor en Educación (Universidad ORT Uruguay), completó en Nueva York sus estudios de doctorado en filosofía. Mágister en educación de la Universidad Hebrea de Jerusalén (donde vive desde 1982). Lleva publicada una veintena de libros: de ensayo (entre otros El retorno de la barbarie y Autopsia del Socialismo –ambos en coautoría con Alberto Benegas Lynch–, Chinos y judíosJudeofobiaDesde el juicio a EichmannLa humanidad y el ajedrezViolín a cuestas, trilogía de Célebres Pensadores, y España Descarrilada); y novelas históricas (entre otras Sabra –en coautoría con Marcos Aguinis–, El silencio de DarwinMatar sin que se noteLémej, y Morir por la Argentina). Ha disertado en universidades de más de cien ciudades de cincuenta países. Inició en El Catoblepas la sección Voz judía también hay en febrero de 2003.

About Author

Spread the love
                 
   

Deja una respuesta