CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
Vivimos un tiempo de ciego triunfalismo con el que, casi como si de una religión ser tratara, se celebra la democracia como el sistema más perfecto que pueda existir.
El problema de la democracia son los votantes. O, más exactamente, los votantes desinformados. Son multitud los estudios que revelan que los votantes ignorantes y desinformados son una apabullante mayoría y que muchos muestran una ignorancia extrema en cuestiones políticas. Y pese a ello, su voto vale lo mismo que el de una persona que conoce a fondo la situación real de su país.
Sin duda, el proceso de elección de los miembros de las diversas asambleas legislativas y los diversos gobernantes: alcaldes, presidentes de diputaciones, de cabildos insulares, de los diversos gobiernos regionales y del gobierno central, es profundamente injusto, sobre todo porque los desaciertos, los errores que salen de las urnas acaban teniendo gravísimas consecuencias, acaban acarreando graves perjuicios para gente que no se lo merece. Para subsanar ese problema habría que poner en marcha algún tipo de meritocracia, un sistema en el que los ciudadanos más competentes y mejor informados posean más capacidad de decisión, de gestión, en suma, más poder político, si lo que se pretende es el gobierno de los más sabios, más decentes, más expertos en la gestión de dineros ajenos… por supuesto, estoy hablando de dar paso a una élite de profesionales que demuestren estar cualificados, en posesión de un alto conocimiento de las materias que verdaderamente afectan al progreso de un pueblo.
La experiencia de los países de nuestro entorno cultural y civilizatorio, y de España lleva a la conclusión de que, se debe evitar por todos los medios que el gobierno democrático caiga en manos de personas que solo fomentan la ignorancia, la corrupción, la irracionalidad o la simple inmoralidad. Alguno habrá que recuerde que este dilema que ya fue abordado por Aristóteles, hace más de 2500 años.
Otro asunto importantísimo es que el interés por la política no suele hacer mejor a la gente, sino que en muchos casos, incluso aunque estén bien informados, los convierte en hooligans, fanáticos cuyo comportamiento lo último que hace es mejorar la sociedad en la que viven y su propia vida.
En la política abundan los fanáticos, a la manera de los seguidores de los equipos de fútbol, su capacidad de hacer ruido, su furia, su tendencia al odio y a ejercer violencia contra los que consideran sus rivales alcanza la misma intensidad que su ignorancia. Una ignorancia que, en demasiados casos, no depende tanto de la incultura como de la voluntad de no saber, de su “ignorancia voluntaria”.
¿Qué origina ese nuevo perfil de activistas empeñados en dibujar el mundo a fuerza de consignas y desprecio al contrario? No se trata de un problema nuevo, y de hecho, grandes pensadores del pasado se preocuparon por esa politización de quien no comprende la política. Sucede que, en la actualidad, los nuevos medios de información canalizan mucho mejor la pólvora partidista, y funcionan como el perfecto catalizador de la ira.
La clave es que nos afectan varios sesgos cognitivos ‒el de confirmación, el de disconformidad, el motivado, el intergrupal, el de disponibilidad o el de actitud previa, por no hablar de la presión social y la autoridad‒. Y el conjunto de esos sesgos, fatalmente combinado, lleva a la gente a rechazar evidencias o argumentaciones, a mantener creencias reconfortantes y a demonizar a quienes, simplemente, no pertenecen a su tribu política.
Teniendo en cuenta lo poco, o nada, que generalmente saben los votantes y lo mal que procesan la información, no es sorprendente que las democracias opten a menudo por malas políticas y malos gestores. Pero, lo más sorprendente es que las democracias no funcionen aún peor de lo que lo hacen. Por descontado, todo ello es debido a la irresponsabilidad de los votantes.
Tras todo lo dicho, debemos afirmar que la democracia es un sistema que no ha de medirse por su valor intrínseco, sino por sus resultados: teniendo en cuenta si la democracia es eficaz y justa, pues de ello dependen nada menos que nuestra libertad y nuestro bienestar.
Cualquier grupo social que esté en sus cabales, cuyos miembros no estén embrutecidos o encanallados, procura evitar que la gente viva inmersa en continuos sobresaltos, busca la manera de que quienes la integran se sientan miembros de una sociedad estable, perdurable, próspera; y para evitar males mayores de los que ya conocemos, y de los cuales se ha venido hablando en este texto, es imprescindible poner en marcha algún procedimiento para que los ignorantes no puedan decidir irresponsablemente, con sus votos y nos impongan disparates y crueldades; más todavía: hay que imponer, tanto a quienes voten, como a quienes sean susceptibles de ser elegidos, algún procedimiento de examen de actitud…
De todas maneras, tal como está el panorama mejor sería realizar un sorteo entre quienes en España son mayores de edad, poseen determinada formación académica, experiencia profesional, etc. excluyendo a quienes sea necesario y darle las riendas de la gestión de nuestro dinero a gente semejantes a los administradores de fincas que, tengan un currículo que demuestre que son gestores exitosos, además de cumplir con su deber, poseer una moral intachable, respeto a los bienes ajenos y una actitud de transparencia. Sin duda alguna sería mucho más eficaz y nos resultaría más barato. ¿Imaginan lo que ahorraríamos en impuestos?
Por supuesto, a la vez que todo lo anterior, es imprescindible crear mecanismos para disuadir a los que están tentados de corromperse (y de corromper a otros) y para perseguir y sancionar a los corruptos. Para lo cual es imprescindible una legislación específica de responsabilidad de los funcionarios y cargos electos y de gestión de dinero público. Y me refiero a una institución genuinamente española, propia de la Monarquía Hispánica, a la cual le dedico un capítulo de mi libro «España saqueada: por qué y cómo hemos llegado hasta aquí… y forma de remediarlo», los JUICIOS DE RESIDENCIA, de los cuales inevitablemente he de hablar nuevamente:
El Juicio de Residencia era una institución jurídica que tuvo gran importancia en la gestión política, la supervisión y el control de los empleados públicos a lo largo de los siglos, que desempeñaban sus funciones tanto en España como en el resto de los territorios del Imperio Español.
Era propio del derecho castellano y fue introducido por Alfonso X el Sabio en las Partidas. El Juicio de Residencia era un procedimiento para el control de los funcionarios de la Corona española, cuyo objetivo era revisar la conducta de los funcionarios públicos tanto de este lado del Atlántico como de las provincias de ultramar, verificar si las quejas en su contra eran ciertas, la honradez en el desempeño del cargo, y en caso de comprobarse tales faltas se les apartaba o se les imponían sanciones…
Eran sometidos a él todos los que hubiesen desempeñado un oficio por delegación de los Monarcas.
Inicialmente se aplicaba sólo a los jueces, que deberían de permanecer en el lugar en el que habían ejercido su cargo durante cincuenta días, para responder a las reclamaciones que le plantearan los ciudadanos que se consideraban perjudicados por ellos.
A partir del año 1308, se someten a él todos los «oficiales» del rey. Se consolidó a partir de Las Cortes de Toledo de 1480, así como en la Pragmática posterior a 1500 . Tenían que someterse a él desde los Virreyes, Gobernadores y capitanes generales hasta corregidores,
jueces (oidores y magistrados), alcaldes y otros. Se realizaban al finalizar el mandato para el cual habían sido nombrados, para evitar los abusos y desmanes de los gestores de la administración pública.
El jesuita Pedro Ribadeneyra (1526-1611), uno de los preferidos de S. Ignacio de Loyola, en su «Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe cristiano para gobernar sus estados», expresa, refiriéndose al Juicio de Residencia: “…porque cuando no se oyen las justas quejas de los vasallos contra los gobernadores, además del cargo de conciencia, los mismos gobernadores se hacen más absolutos y los vasallos viendo que no son desagraviados ni oídos entran en desesperación”.
Los funcionarios públicos, una vez terminado el periodo de tiempo para el que habían sido elegidos, no podían abandonar el lugar en el que habían estado ejerciendo sus funciones, hasta haber sido absueltos o condenados. Una parte de su salario se les retenía para garantizar que pagarían las multas si las hubiere.
Es muy importante prestar atención a esta última condición, ya que, en prevención del resultado del proceso, y en caso de que el funcionario público, o cargo electo, acabara resultando culpable y tuviese que pagar la sanción pecuniaria que le correspondiese, el tribunal sentenciador dispondría de la cantidad de dinero suficiente para satisfacer la pena que se le impusiera.
Muchos de los funcionarios esperaban con verdadero deseo que, al final de su mandato, llegase este momento, ya que si lo habían ejercido con honradez y ecuanimidad podrían aumentar su prestigio y ser promovidos para puestos superiores.
Evidentemente, cualquier cargo electo o empleado públicos sabía sobradamente que, más tarde o más temprano habría de someterse a un «juicio de residencia», cuando finalizase su mandato. Es más, si habían sido fieles cumplidores de su deber, lo deseaban… también es importante señalar que, el «residenciado» tampoco podía ocupar otro cargo hasta que finalizase el procedimiento.
Una vez finalizado el periodo del mandato, se procedía a analizar con todo detenimiento las pruebas documentales y la convocación de testigos, con el fin de que toda la comunidad participase y conociese el expediente que se incoaba, el grado de cumplimiento de las órdenes reales, y su comportamiento al frente del oficio desempeñado.
El Juez llevaba a cabo la compilación de pruebas en el mismo lugar de la residencia, y era el responsable de llevar y efectuar las entrevistas.
Este juicio era un acto público que se difundía los cuatro vientos para que toda la sociedad lo conociese y pudiese participar en el mismo. El juicio de residencia se comunicaba a los vecinos con pregones, y se convocaba a todos aquellos que se considerasen agraviados, por el procesado.
En la primera se inquiría de oficio la conducta del enjuiciado, y se interrogaba de manera confidencial a un grupo de testigos, se examinaban los documentos y se visitaba la cárcel.
En la segunda, los vecinos interesados podían presentar todo tipo de querellas y demandas contra los encausados que se tendrían que defender de todas las acusaciones que se hubiesen presentado en las dos etapas del proceso.
Según fuese la importancia de los delitos, se castigaban con multas, confiscaciones de bienes, cárcel y la incapacitación para volver a ocupar funciones públicas. Generalmente, las penas que más se imponían era multas económicas junto a la inhabilitación temporal y perpetua en el ejercicio de cargo público.
Los Juicios de Residencia fueron una herramienta poderosísima y redujeron enormemente la corrupción y los abusos que, seguramente se habrían cometido sin ellos.
Famosos fueron los juicios de residencia contra Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Pedro de Alvarado y otros muchos más. Nadie estaba libre de ser enjuiciado.
Los juicios de residencia funcionaron hasta que fueron derogados por las Cortes de Cádiz de 1812.
Sorprende especialmente que, fueran los liberales los que eliminaron una herramienta tan potente para el control de las corruptelas y abusos políticos de los gobernantes. Indudablemente, sólo cabe pensar que les incomodaba tremendamente…
Respecto de lo que vengo hablando, no cabe duda de que «cualquier tiempo pasado fue mejor».
Por supuesto, la reinstauración de los juicios de residencia debería ir acompañado de otras acciones, como las que cito a continuación:
Afortunadamente, en España, en multitud de ámbitos no se funciona de forma democrática. Por ejemplo: las empresas no son democráticas. Sus consejos de Administración no se someten al refrendo de los accionistas, ni menos de sus trabajadores. Al frente de cualquier empresa se procura que estén los más preparados, los mejores. En ninguna empresa se toman las decisiones por consenso, las toma el gerente, el equipo directivo. Si miramos qué se hace en cualquier práctica deportiva de competición, tampoco el consenso está presente, y menos la regla de la mayoría… el entrenador hace jugar a los mejores. Tanto en cualquier empresa, como en un equipo de fútbol, se aplica la meritocracia como norma, y por ello que suelen tener éxito los mejores. En cualquier ámbito de la vida donde se gana y se pierde –pues son habituales la competición y la competencia- para conseguir éxito no funciona la democracia, sino la meritocracia, la excelencia.
En la democracia española el voto de un científico y el de un analfabeto valen exactamente igual.
¿Qué régimen político que pretenda alcanzar la excelencia aguanta este esquema?
Una verdadera democracia no admite que agrupaciones políticas que, una y otra vez han incumplido sus promesas electorales, se perpetúen en el poder porque sus electores no posean suficiente cociente intelectual, o formación e información que, les permita votar con criterio y con el conocimiento imprescindible. Lo cual solamente se puede adquirir mediante una enseñanza sin adoctrinamiento y sin manipulación, en un sistema cuyo único objetivo no sea mantener a la población infantilizada, en situación minoría de edad.
Una democracia de estas características, sin duda no es una democracia, es una “estupidocracia”, una “ineptocracia”, una oclocracia donde triunfan los que más ruido son capaces de hacer…
¿No es preferible aplicar la capacidad y el mérito, para lograr el gobierno de los mejores?
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