La envidia es la base moral del socialismo y de todas las formas de colectivismo
Carlos Aurelio Caldito Aunión
Decía John Rawls en su libro “Teoría de la Justicia” que “nadie merece una mayor capacidad natural ni tampoco un lugar inicial más favorable en la sociedad… Aquellos que han sido favorecidos por la naturaleza, quienes quieran que sean, pueden obtener provecho de su buena suerte sólo en la medida en que mejoren la situación de los no favorecidos. Los favorecidos por la naturaleza no podrán obtener ganancia por el mero hecho de estar más dotados, sino solamente para cubrir los costos de su entrenamiento y educación y para usar sus dones de manera que también ayuden a los menos afortunados…”
Frente a sus palabras, la filósofa Ayn Rand replica que “no es contra las instituciones sociales contra las que Rawls se rebela, sino contra la existencia del talento humano. No contra los favores gubernamentales, sino contra la existencia del talento humano. No contra los privilegios políticos, sino contra la realidad. No contra los favores gubernamentales, sino contra la naturaleza humana (contra aquellos que «han sido favorecidos por la naturaleza», como si un término como favor pudiera ser aplicado aquí).- No contra la injusticia social, sino contra el hecho de que algunos hombres nacen con mejores cerebros y hacen mejor uso de ellos que otros. La nueva «teoría de la justicia» exige que los hombres contrarresten la «injusticia» de la naturaleza mediante la institucionalización de la más obscenamente impensable injusticia: De privar a aquellos «favorecidos por la naturaleza» (esto es, el derecho a la vida) y conceder a los incompetentes, los estúpidos, los vagos el derecho al disfrute de bienes que no podrían producir; no podrían imaginar y ni siquiera sabrían que hacer con ellos”.
Desde hace más de un siglo, los socialistas afirman que la mayoría de los ciudadanos deberían considerarse explotados, subyugados, robados y estafados por los empresarios, y debido a su eficaz propaganda han sido muchos los que se lo han acabado creyendo e integrándolo en su esquema de pensamiento y de acción como si de un dogma de fe se tratara. Esta estúpida e irracional idea también ha logrado instalarse en la mente de muchos de los políticos de los países subdesarrollados que piensan lo mismo respecto de los países industrializados; algo así como la idea disparatada del humano primitivo que se consideraba perjudicado, robado por su vecino porque éste, con ayuda de alguna clase de magia o sortilegio había sido capaz de embrujar una parte de la cosecha de sus campos.
Es obvio, se sale de ojo que la envidia es el motivo oculto de la abrumadora mayoría de quienes se dicen socialistas y comunistas (también socialistas pero más impacientes), o partidarios de alguna forma de colectivismo o intervencionismo; en todos ellos se observa un grandísimo interés en destruir o castigar a los supuestos explotadores en las sociedades capitalistas más ricas y menos desiguales, a la vez que una absoluta comprensión y tolerancia con el escaso bienestar, el bajo nivel de vida y la mayor desigualdad existente allí donde se acaba instaurando, donde gobierna alguna forma de colectivismo. La mayoría de los socialismos poseen la revancha como objetivo, las diversas formas de intervencionismo disfrazan la envidia y la llaman “justa indignación” o cosas por el estilo para así justificar lo que cualquier persona decente considera una actitud viciosa y destructiva.
A poco que uno hurgue para ver qué hay detrás de quienes apoyan de forma entusiasta a los colectivistas, acaba llegando a la conclusión de que es la envidia y la ignorancia lo que los ciega y lo que está detrás de todos ellos, pues no se olvide que los diversos socialismos proclaman que cuando alguien triunfa, cuando alguien tiene éxito, destaca en algo es porque “algo le ha quitado a los demás, de algo los ha privado”.
Sirva como muestra de lo que se viene hablando la anécdota que les voy contar: tras la “Revoluçao dos cravos” (Revolución de los claveles) en Portugal, uno de sus líderes, Otelo Saravia de Carvalho cuando visitó al primer ministro de Suecia, Olof Palme, le dijo que uno de sus principales objetivos, y una de las primeras tareas que iban a emprender en Portugal era “acabar con los ricos”, a lo cual Olof Palme respondió que él y su Gobierno tenían objetivos diferentes, y que por el contrario, él y su gobierno pretendían “acabar con los pobres”.
El vocablo envidia procede de la palabra latina “invidere” que significa mirar con malos ojos a alguien, según los diccionarios es un sentimiento de tristeza o enojo que experimenta la persona que no tiene o desearía tener para sí sóla algo que otra posee.
Permítanme una digresión:
Un joven discípulo del sabio y prestigioso filósofo Sócrates llega a su casa y le dice:
-Maestro, hay un conocido mío que está hablando de ti con malevolencia…
-¡Espera! -lo interrumpe el filósofo-. ¿Has hecho pasar por los tres filtros lo que vas a contarme?
-¿Los tres filtros? -pregunta su discípulo.
-“Sí” – replicó Sócrates. -“El primer filtro es la VERDAD. ¿Ya has examinado cuidadosamente si lo que me quieres decir es verdadero en todos sus puntos?”.
-“No… lo se lo he oído decir a unos vecinos…”.
-“Pero al menos lo habrás hecho pasar por el segundo Filtro, que es la BONDAD: ¿Lo que me quieres decir es por lo menos bueno?”
-“No, en realidad no… al contrario…”.
-“¡Ah!” – interrumpió Sócrates.- “Entonces vamos a la último Filtro. ¿Es NECESARIO que me cuentes eso?”
– “Para ser sincero, no…. Necesario no es”.
– “Entonces -sonrió el sabio- Si no es verdadero, ni bueno, ni necesario… sepultémoslo en el olvido…”
Las relaciones humanas serían mucho más sanas si antes de hacernos eco de algo lo pasásemos por los filtros de la verdad, de la bondad y de la necesidad. Es muy difícil para la mayoría de las personas tener en cuenta estos tres principios ante el cotilleo, las habladurías pero… ¿Qué hay detrás de todo ello? Sencillamente la envidia.
La envidia es posiblemente la enfermedad más “mortal” de las conocidas, y generalmente acaba convirtiéndose en epidemia e incluso en pandemia. Tras la envidia se oculta la falta de amor propio, de autoestima, de autoeficacia.
Generalmente la envidia conduce a olvidar las propias riquezas, la propia valía, al codiciar las ajenas, a no desarrollar nuestras potencialidades, y a no perseguir la cualificación, la excelencia, pues la envidia lleva aparejada la condena del talento, el éxito y el mérito de los demás.
El mayor de los envidiosos suele desear, fantasear y hasta llevar a cabo, acciones de perjuicio o destrucción dirigida al envidiado; también le produce alegría el que la persona a la que envidia tenga un golpe de mala fortuna.
El individuo envidioso es un ser amargado incapaz de aceptar sus limitaciones, al que habría que aplicarle el refrán tradicional de “Dime que envidias y te diré de qué careces”.
Otra cuestión propia de los envidiosos es que tienden a efectuar una curiosa “racionalización” para mantener su estado de envidia: argumentan que en su vida ha tenido mala suerte, que son víctimas de la sociedad… y que las personas a las que envidian, por el contrario, han sido agraciadas por la buena suerte.
Si se observa con atención la vida del envidioso se acaba comprobando que han sido frecuentes sus experiencias de fracasos en su vida amorosa, laboral y social; y no precisamente a causa de la mala suerte sino por no haber tenido en cuenta los diversos factores presentes en su realidad a la hora de tomar sus decisiones y actuar, debido precisamente a su baja tolerancia a la frustración y también a su aspiración permanente su deseo de tener las máximas satisfacciones en el plazo más inmediato. Desde esta perspectiva la “envidia sana” de la que algunos hablan, no existe, solo hay una clase de envidia y es “patológica”.
La envidia suele enraizarse en un profundo desconocimiento de los propios límites y cualidades. Y como decía otro sabio, Averroes, la ignorancia produce miedo, el miedo lleva al odio y el odio a la violencia…
Averroes se refiere a la ignorancia (pasiva, negligente, o consciente) de lo que realmente es importante en la vida, el ofuscamiento que nos impide ser capaces de comprender la realidad, nuestra propia realidad y la realidad del entorno, y la íntima relación entre nosotros y el entorno.
El odio procede de los impulsos violentos que emergen del egoísmo irracional, en los cuales están incluidos las explosiones de ira, el resentimiento, la envidia y todos aquellos sentimientos tóxicos que llevan a las personas a funcionar de manera poco constructiva, e incluso a la autodestrucción.
Estos venenos de los que venimos hablando, en el ámbito social, comunitario son causantes de conflictos, de opresión, maltrato, violencia de toda clase.
Decía Ludwig von Mises en su obra “Liberalismo”, que el resentimiento entra en juego cuando alguien, aun estando en condiciones bastantes beneficiosas, odia hasta el punto de estar dispuesto a aceptar graves desventajas con tal de ver perjudicado el objeto de su odio. Es por ese motivo que muchos adversarios del capitalismo, de la economía de libre mercado saben perfectamente que su condición sería menos favorable bajo cualquier otro sistema económico; pero aun siendo perfectamente conscientes de esto, son partidarios de otras opciones, por ejemplo, el socialismo, porque esperan que también el rico al que envidian salga perdiendo.
El resentimiento es la consecuencia de un sentimiento de ira mal gestionado, e incluso nunca verbalizado, y está estrechamente relacionado con la codicia y el desear los bienes ajenos.
Quienes enmascaran la envidia, llamándola “sana y justa e incluso necesaria indignación” y cosas por el estilo lo hacen con la intención clara de contrarrestar el rechazo que causarían si hablaran de envidia pura y dura, del afán de apropiarse y arrebatar a otras personas aquellos dones, cualidades o beneficios que la hacen diferente. De ese modo la envidia deja de parecer tan malvada y puede justificarse, por ejemplo, apelando a la justicia e igualdad de derechos, o sea se convierte en “envidia justiciera”.
El conocido filósofo español Fernando Savater tiene una visión peculiar de la envidia, y afirma que “es la virtud democrática por excelencia” y que por ello no debe verse como pecado siguiendo los cánones tradicionales. Gracias a ella se evita que otros tengan más derechos que uno/a mismo empujándonos a todos a buscar la igualdad social. Por ello, según Savater, habría que considerarla más una auténtica virtud que un vicio. Incluso este filósofo relata cómo la envidia le ayudó a emular y desear parecerse a determinados intelectuales que ha ido admirando a lo largo de su vida, y cómo esto le ha ayudado a su propio desarrollo personal.
No puedo estar con él más en desacuerdo, la avaricia y la envida nos destruyen, la admiración nos construye. La admiración es “sana” porque es un estado que nos lleva a conseguir aquello que despierta nuestro interés, a movernos y a luchar por ello, mientras que la envidia nos paraliza y nos aísla.
En primer lugar, deberíamos dejar de fijarnos tanto en los demás, y permitirnos tomar conciencia de todo aquello que poseemos. El paso siguiente es aceptarnos tal y como somos, tratando de corregir aquello que nos impide ser felices. Inevitablemente, si tenemos una actitud de este tipo, nos permitiremos también amar, en el sentido de desear el bien del otro, gozar de sus éxitos, de alegrarse de sus logros, de su talento, de sus riquezas.
Por otro lado, los enemigos de la libertad son prejuicios irracionales anclados emocionalmente en la mente de las personas, y estamos obligados a identificar correctamente la base instintiva de los mismos.
Parece ser que la envidia es instintiva, universal e incluso casi inevitable; casi se puede afirmar que no podemos evitar sentir envidia, como no podemos evitar sentir deseo sexual ante los estímulos que lo desatan, pero podemos dominar nuestros instintos y sobreponernos a ellos.
La utopía de una sociedad libre de envidia es ciertamente un imposible, pero una sociedad de hombres libres, y como consecuencia diferentes, exige que la moral social condene la envidia, para que la mayoría de los hombres logre vivir «libre de envidia» en el sentido interior de rechazar y superar sus propios sentimientos negativos de envidia cuando surjan.
Este es el único sentido en que podemos lograr estar «libres de envidia» y que la mayoría de los individuos llegue a estarlo es necesario, imprescindible para que logremos mantener el dinámico equilibrio evolutivo del orden social libre de toda restricción arbitraria a la acción humana, libre de toda forma de totalitarismo, de regímenes liberticidas.